Barcelona a través de los ojos de Juan Gabriel Vásquez
Juan Gabriel Vásquez
Cosas que me gustan: las terrazas, los callejones donde no hay nadie, la proximidad del mar. Cosas que preferiría que me gustaran menos: las librerías, el café, los fetichismos literarios. Es inevitable, entonces, que el mejor lugar barcelonés sea para mí una serie de lugares, eso que en las guías turísticas se llama un itinerario (aunque el mío no aparecerá jamás, me temo, en una guía turística).
Llegué a Barcelona en 1999 y tardé un par de años en descubrirlo; una vez descubierto, sin embargo, el recorrido se volvió parte de mis rutinas. Si sigue mi consejo, usted lo hará entre abril y octubre, al comenzar el día y en completa soledad.
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La cosa comienza en la terraza del Kasparo, donde leo el diario y espero a que abra esa librería que se ve desde mi lugar: la Central del Raval. El sol comienza apenas a dar sobre la plaza Vicenç Martorell, sobre mi mesa metálica que no está bajo los arcos, sino al aire libre; para cuando acabe mi café doble y mi torta de zanahoria, ya la librería habrá abierto, y media hora después estaré saliendo por la puerta de la calle Elisabets con un libro en la mano.
Uno de los grandes retos es ahora atravesar las Ramblas, las horribles Ramblas, la línea donde se concentran todas las aflicciones de un caminante: los ladrones y los turistas, no necesariamente por ese orden. Hay que permanecer tan poco como sea posible sobre ese paseo, refugiarse en la calle de la Canuda, doblar a la derecha para llegar a Portaferrissa y entonces encontrar uno de los callejones menos frecuentados de Barcelona: Perot el Lladre.
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El ladrón, sí: porque este callejón estrecho recuerda a Perot Rocaguinarda, el célebre ladrón que sirvió a Cervantes de modelo para escribir el episodio en que Don Quijote y Sancho se topan con el bandido Roque Guinart. Qué quieren que les diga: soy un fetichista de lo literario.
Más de una vez, harto del ruido, me he escondido en ese callejón para recuperar las energías antes de salir de nuevo; pero lo he hecho allí porque ese callejón, y no los demás, evoca para mí una novela y una escena. Igual con lo que sigue: hay muchas maneras de llegar adonde voy, pero yo escojo llegar a la calle de la Boquería y por ahí a la del Call porque allí queda la imprenta donde Don Quijote se encuentra con la segunda parte de sus aventuras, obra de ese otro ladrón de la literatura: Alonso Fernández de Avellaneda.
Si después uno llega a la plaza Sant Jaume (dedicando un pensamiento al Barça) y baja en línea recta por una calle que cambia tres veces de nombre, llegará al paseo Colón a la altura de una terraza amplia de mesas con sombrilla.
Alguien como yo, nacido a 2.600 metros de altura y a una hora de vuelo del océano más cercano, encuentra fascinante la mera proximidad del mar, el aire que allí cambia de olor, el sol que pega de manera franca durante varias horas.
En ese tiempo uno puede leer una buena parte del libro que había comprado antes, e incluso quedarse a comer; y si levanta la cara verá ese relieve según el cual desde allí, desde esa ventana, Cervantes miró el mar durante un verano, hace exactamente cuatrocientos años.