Ciudad del Cabo, inolvidable

Conozca la mirada personal de un lugar con una belleza inusual, que sufre con el peso de quedarse sin agua potable, y que se reinventa cada día.
 
Ciudad del Cabo, inolvidable
Foto: Alexcat_photography / Shutterstock
POR: 
Laura Steiner

A Ciudad del Cabo llegué por primera vez en 2010 durante el Mundial de Fútbol. En ese entonces, la ciudad sonaba a vuvuzelas y se vestía con camisetas de diferentes equipos. Su belleza me pareció impactante: la Montaña de la Mesa en la mitad como una insignia de “la ciudad madre”; el imponente Atlántico en el horizonte, y colores en el cielo que nunca había visto en mi vida.
El fútbol me encantó, la montaña, el mar y los atardeceres, también, pero ver la ciudad a través de los ojos de amigos sudafricanos fue lo que me convenció de que tendríamos una relación de por vida.

Para muchos visitantes, venir a la punta sur de África es llegar a una ciudad europea con son africano. Resulta fácil quedarse atrapado en esa burbuja con rastros mediterráneos, donde pareciera que la única preocupación sería el tráfico. Pero al igual que el resto de Sudáfrica, Ciudad del Cabo se reinventa constantemente desde 1994 y es afuera de esa burbuja donde se encuentra su corazón, vibrante y multicultural.

EL MAR

Por un lado, el Atlántico; y por el otro, el Índico, Ciudad del Cabo, paradójicamente, está rodeada por agua. Para bañarse en el mar hay que ser valiente y para nadar sin traje de neopreno hay que estar loco. El mar no es frío, sino helado. Tiene personalidad, es la casa de los tiburones blancos y de los surfistas; es el mar de los atardeceres infinitos.

Es domingo y Swain, un pintor que ama el mar sobre todas las cosas, propone ir a surfear a Muizenberg, un barrio en el lado sur de la montaña. Hoy parece ser el día perfecto para que una principiante se monte en una tabla. En el lado del Índico, las olas suelen ser más amables y allí están la mayoría de las escuelas de surf para primíparos. En el Surfshack el alquiler de una tabla y un traje de neopreno por una hora y media cuesta 100 rand (aproximadamente USD 8). Esta no es la primera vez que intento surfear, así que me salto la clase y voy derecho al mar.


Muizenberg, un barrio en el lado sur de la montaña, popular entre los surfistas que van a cazar olas en la madrugada. Foto: fivepointsix / Shutterstock.


Frío, pero no helado. El traje de neopreno funciona. Me parece surreal estar sentada en lo que llaman el backline, después de bracear por varios minutos en contra de las olas. Me siento sobre la tabla con el resto de los surfistas que esperan con paciencia a que las olas revienten. Durante una hora y media el mar me tambalea; me caigo varias veces, me asusto unas cuantas más y finalmente me logro parar sobre la tabla y surfear una ola hasta la orilla. Con solo esa, siento que conquisté al mundo.

Pero el agua no es infinita. Por lo menos no el agua potable. A principios de este año regresé a la ciudad y me encontré con la misma belleza de siempre, pero decorada con letreros que alertaban el inminente “día cero”. Debido a la poca lluvia en los últimos años, y a malas políticas públicas de ahorro, estaba pronosticada a ser la primera ciudad en el mundo en quedarse sin agua.


La reserva natural de Boulders Beach es hogar para cientos de pingüinos. Foto Olena Granko / Shutterstock.


Los baños públicos habían cerrado sus lavamanos y optaban por desinfectantes para limpiarse las manos. Los restaurantes les recordaban a sus comensales que si no era necesario descargar el baño, no lo hicieran. Las paredes de varios establecimientos tenían letreros con la rima en inglés it it’s yellow let it mellow, if it’s brown flush it down.

El “día cero” llegó y la ciudad entró en pánico. Mi amigo Leon, que trabaja como arquitecto y sus proyectos de construcción dependen mucho del agua, dice que el mayor miedo consistía en la falta de higiene y cómo se comportaría la población con la crisis. La ciudad designó puntos específicos donde los ciudadanos podían recolectar 25 litros de agua diarios. Las filas eran largas y la policía cuidaba que todo el mundo siguiera las reglas. Cuando se reventaba algún tubo, rápidamente se formaba un conglomerado de gente que llenaba sus baldes.

Pero no hubo disturbios. Los puntos de recolección estaban llenos incluso a las cuatro de la mañana con gente que pacientemente esperaba. Ducharse más de cinco minutos se volvió impensable. Regar las matas también.

Y dos meses después de aterrizar de nuevo en Ciudad del Cabo, la historia del agua es otra. El “día cero” se ha desplazado hasta 2019 gracias a un declive del 60 % en el consumo de agua. “La gran lección es que no podemos usar agua como la usábamos antes, ahora gastarla innecesariamente o bañarse sin un balde resulta impensable”, dice Leon.

MONTAÑA

Cubierta de nubes que se forman en su cima o contra el eterno cielo azul de la ciudad, la Montaña de la Mesa se ve desde casi cualquier punto de la ciudad. Una de mis rutas favoritas para subir es Skeleton Gorge, que empieza en el jardín botánico de Kirstenbosch. Después de noventa minutos de caminar se llega a una laguna de color cobre. Sigue siendo Ciudad del Cabo, aunque a veces parezca otro planeta.


El jardín botánico de Kirstenbosch es el punto de partidapara subir a la Montaña de la Mesa por medio de la ruta de Skeleton’s Gorge. Foto David Steele/ Shutterstock.


A cualquiera de estos puntos de entrada a la montaña se puede llegar a pie, pero las distancias son largas y lo mejor es ir en carro. Si bien Uber funciona sin problema, después de unas semanas y con ganas de explorar nuevos caminos, decidí alquilar un auto.

Alquilé un Hyundai i10, al que bauticé Cheapie, y lo llevé a recorrer toda la península. Su primer paseo es por Chapman’s Peak Drive, la ruta costera que va desde Hout Bay hasta Noerdhoek, bordeando el lado oeste. El precipicio que cae al Atlántico es de varios metros y cada curva resulta tan perfecta para una foto que durante el trayecto oigo esa voz en mi cabeza que grita “¿cómo es posible que esto sea parte de una ciudad?”.


Chapman’s Peak Drive es la ruta costera que va desde Hout Bay hasta Noerdhoek. El precipicio que cae al Atlántico es de varios metros y cada curva es más impactante que la anterior. Foto: razzel/ Shutterstock


Esa voz rara vez se calla cuando estoy manejando por la ciudad. Mucho menos cuando me llevo a Cheapie a ver el atardecer en Signal Hill, la parte que forma el lomo del león de la montaña, Lion’s Head, y donde hoy se ve la luna llena en el cielo, reflejada en la bahía.


Uno de los privilegios de visitar Ciudad del Cabo es ver el atardecer desde Signal Hill, la parte que forma el lomo de león de la montaña, Lion’s Head. Foto: Richard Cavalieri/ Shutterstock.


LA CIUDAD

Es domingo y Ciudad del Cabo se debate entre los que toman este día como un sagrado descanso y los que quieren bailar todo el tiempo. Hoy yo me voy por la segunda opción y me dirijo hacia el Old Biscuit Mill, un hub artístico ubicado en una antigua fábrica de galletas en el barrio Woodstock, donde hay varios establecimientos de arte, ropa y diseño. Durante el verano, los domingos se dedican a la música sudafricana. Los artistas son Amy Ayanda, que toca una combinación de música electrónica y folk y Samthing Soweto, que canta una mezcla de kwaito, un género que se originó en Johannesburgo en los noventa, y jazz.


Old Biscuit Mill, un hub artístico ubicado en una antigua fábrica de galletas en el barrio de Woodstock. Foto: Burcu Deniz/ Shutterstock


La ciudad vuelve a la normalidad el lunes. En el barrio Bo-Kaap todo se mueve desde temprano –las tiendas de esquina tienen sus puertas abiertas vendiendo café, de las mezquitas salen cantos y en la calle principal hay una modelo que se recuesta contra una casa naranja, mientras posa para un fotógrafo–.

Bo-Kaap era formalmente conocido como el Cape Malay Quarter y su historia se puede trazar con culturas de Sri Lanka, India y Malasia. Hoy en día es uno de los mejores sitios para venir a almorzar.

Biesmiellah queda en la esquina de la calle Wale, en el corazón del barrio. El restaurante está lleno de locales y de gente que trabaja en la zona. Con Mike, que está de visita en Johannesburgo, comemos la especialidad del restaurante: samosas y curris. Para terminar, pedimos koeksister, un postre tradicional sudafricano de masa frita cubierta de sirope y coco rallado.

Unas cuadras más abajo queda la calle Bree, donde se encuentran algunos de los restaurantes más concurridos de la ciudad. Clarke’s siempre está lleno de gente joven trabajando en las mesas, comiendo huevos, porque aquí el desayuno lo sirven todo el día.


El restaurante Clarke’s siempre está lleno de gente joven trabajando en las mesas y comiendo huevos, porque aquí el desayuno lo sirven todo el día. Foto: cortesía Clark’s


Dos cuadras más abajo se ubica el Chef Warehouse, donde rara vez se repite un plato. Allí no esperen pedir del menú, pues el chef decide lo que se come cada noche. No se pueden hacer reservas y la espera es larga, el tiempo perfecto para caminar unas cuadras al Alexander Bar y tomarse un trago con los comensales más histriónicos de la ciudad. El segundo piso del bar es un teatro y no resulta raro que la gente de la mesa de al lado esté practicando sus guiones.

EL TREN

En un sábado de verano donde no hace suficiente calor como para ir a la playa y hay demasiado viento para subir la montaña, el centro de la ciudad parece un poco claustrofóbico. La solución, montarme en el tren e ir hasta el sur de la península.

La estación principal está ubicada en el centro de la ciudad. Esta línea tiene como destino final Simon’s Town, la casa de los pingüinos, y un tiquete ida y vuelta cuesta 15,50 rand (aproximadamente USD 1,30) por persona.


El tren, con destino a Simon’s Town, bordea el lado sur de la ciudad, pasando por barrios bohemios, residenciales, elegantes, menos elegantes, hasta que finalmente se siente el olor a sal y la carrilera empieza a bordear el Océano Índico. Foto: Peter Titmuss/ Shutterstock


No es un tren lujoso, pero sí lleno de vida. Los pasajeros incluyen a un chico con una camiseta de Metallica; una pareja que está pegada a sus cámaras y que lo único que los distrae es una mujer que canta para recolectar plata; un hombre y su profesor de francés que llenan el tren con oui oui’s, y una chica con una hijab morada y su compañero de viaje que la mira con ojos de querer darle un beso.

El tren bordea el lado sur de la ciudad, pasando por barrios bohemios, residenciales, elegantes, hasta que finalmente empieza a oler a sal y la carrilera comienza a bordear el Índico.

Hoy mi destino final es Kalk Bay, un suburbio en la bahía de False Bay. Este pequeño barrio solía ser un pueblo de pescadores y aunque ahora su calle principal está llena de tiendas y personajes bohemios, surfistas y algunos turistas, su esencia sigue siendo la de un pueblo costero que al mediodía aún no termina de despertarse.

Si de comer pescado se trata, este es el lugar perfecto. En Olympia Cafe and Deli las mesas son de madera y las sillas de colores. Los platos del día están escritos en un tablero con tiza, y si bien el risotto de mar ya está tachado, su especialidad, los mejillones, nunca se acaban.

El mejor sitio para fish & chips es el tradicional Kalky’s, que abrió sus puertas por primera vez en 1996 como un sitio de ‘take out’ para los pescadores que trabajaban en el puerto y hoy en día sigue teniendo esa atmósfera relajada donde hay cubiertos, pero es preferible comer con la mano. El menú incluye todo tipo de pesca fresca frita con papas a la francesa. La única decoración son pequeños baldes con vinagre blanco, pues todos los locales aseguran que es el ingrediente más importante para esta comida.

Si la idea no es sentarse a comer, el pescado también se puede comprar en el puerto. Para festejar el cumpleaños número treinta de Leon prepararemos un brai, un barbecue tradicionalmente sudafricano donde la comida se cocina en el fuego. Se trata de un evento que requiere paciencia y ese es el punto: mientras más tiempo tome cocinar, mejor sabe y más tiempo pasamos juntos. A las diez de la mañana estamos en el puerto de Kalk Bay listos para comprar un pescado recién sacado del mar. Y el resto es una historia de buenos recuerdos, risas y comida deliciosa.

El 20 de mayo le digo adiós a Ciudad del Cabo y desde la ventana del avión, donde se ven la montaña y el mar, todavía oigo esa voz que grita “¿cómo es posible que esto sea parte de una ciudad?”. Voy rumbo a Londres, ya son ocho años de ir y venir a la punta sur de África. Jamás resulta fácil despedirme porque nunca está claro saber cuándo voy a volver a este lugar que es tan lejos, tan distinto, tan vibrante, tan único y que siempre me ha hecho sentir como en casa.

         

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julio
25 / 2018