Libia, el agridulce sabor del triunfo
Ángel Ricardo Martínez
“Hola, voy un poco retrasado. Estaré ahí en media hora”, le escuché decir por el teléfono. Apretando los labios, volví a mirar por la ventana del taxi, buscando seguridad en el paisaje familiar. Los treinta kilómetros que separan el pueblo tunecino de Ben Gardane del puesto fronterizo de Ras Jedir, en la frontera con Libia, no tenían ningún misterio para mí: las últimas tiendas y casas del pueblo, el grupo de camellos que aparece siempre en el mismo lugar y los campos de refugiados en las inmediaciones de la frontera… A todos los había visto varias veces. Me había pasado los últimos diez días trabajando como reportero por estas áreas, esperando este momento. Ahora me encontraba, por fin, rumbo a Trípoli. Y contaba con Asel, un rebelde libio con el que me había contactado, en camino a recogerme.
“Ok. Cruzo y te espero”, le contesté, intentando sonar seguro, confiado, como si entrar a países en guerra fuera para mí una ocurrencia diaria. Llevaba preparándome para este momento varios años, desde cuando me presenté en la redacción de un periódico panameño con un puñado de artículos a pedir un trabajo. Cubrir guerras había sido mi sueño. Estar en los epicentros del mundo, mirando a la Historia –así con mayúscula– a los ojos, había sido mi razón de ser desde aquel día.
Bajé del taxi y enfilé hacia la ventanilla más cercana. Sellé mi pasaporte y empecé a caminar hacia lo desconocido. Tenía miedo. El puesto fronterizo libio se encontraba a unos 50 metros, y sólo unos pasos después recogí del suelo un casquillo de bala de AK-47. Alcé la mirada y vi que, como una escalofriante alfombra roja, el camino al puesto fronterizo libio estaba regado de casquillos similares. Por un microsegundo pensé en volver, en suplicarles a los guardias tunecinos que me dejaran entrar de nuevo, que se me había olvidado algo. O que me había confundido de frontera. O que no había leído noticias en seis meses. Pero ya no había vuelta atrás.
En el puesto libio, un joven flacuchento me esperaba con una sonrisa de oreja a oreja. “¡Bienvenido a Libia!”, dijo, y en ese momento todo cambió. Como un campo magnético quizá, los sentimientos de un país ejercen una fuerza sobre los que entran en él. La guerra libia, recordé, estaba casi acabada. Y cuando una guerra acaba sólo queda –poéticamente solitaria– la euforia del vencedor. Y esa euforia estaba entrando en mí. Lo podía sentir. Arrojé el casquillo al suelo y le devolví la sonrisa al flaco. El miedo había desaparecido. Contagiado de alegría entré a Libia, dispuesto a presenciar cómo se escribe la historia de un país.
Libia está en un estado de semianarquía, y el “orden” es mantenido por jóvenes, como el flaco de la frontera, que acaban de salir de un curso forzado y acelerado de guerra. Como una espada de doble filo, la situación es a la vez esperanzadora y peligrosa, lo que explica la unánime alegría en la frontera. Unos se alegran de entrar, y otros de salir. Asel apareció a la media hora, acompañado de otro rebelde llamado Mohammed. Ambos lucían el atuendo que me acostumbraría a ver en los próximos días: lentes de sol, pantalones de camuflaje, botas y Kalashnikov (AK-47 en ruso) al hombro. Después de saludarnos efusivamente, nos pusimos en marcha. Trípoli estaba aún a cuatro horas de distancia.
En el camino, Asel y Mohammed, oriundos de la capital y amigos desde pequeños, me contaron cómo pasaron de ser simples estudiantes universitarios a guerreros improvisados. Hace unos meses, Asel decidió unirse a los rebeldes en las montañas de Nafusa, en la zona fronteriza entre Túnez y Libia. Como medida de precaución llevó a su familia a Túnez, y la dejó en casa de unos amigos. Al volver, tuvo la suerte de participar en la campaña más exitosa de toda la guerra. Fue desde estas montañas que los rebeldes avanzaron, luchando pueblo por pueblo, hasta Trípoli. Y él fue uno de ellos.
Mohammed, en contraste, nunca abandonó Trípoli. Se fue armando clandestinamente junto a su padre y hermanos. Finalmente, junto a sus vecinos, organizó la autodefensa del barrio de Hay Al Andalus, que comenzó justo cuando los rebeldes de las montañas atacaron la ciudad. Fueron parte de la ya legendaria operación “Sirena del Amanecer”, un magnífico esfuerzo de coordinación que culminó con la toma de Trípoli el 20 de agosto y el control total de la ciudad sólo 72 horas después. Ahora, Mohammed espera con ansiedad que se estabilice la situación para poder continuar con sus estudios de odontología. Cuando termine, me dice con una sonrisa infinita, se casará con su prometida.
Mientras me cuentan sus historias, observo fascinado por la ventana. Cada dos por tres hay puestos de control improvisados, donde los rebeldes se saludan al grito de “Allahu Akbar” (Dios es grande). Pasamos por pueblos y ciudades de variados tamaños. En cada uno de ellos, Asel nos cuenta una historia mientras señala las ruinas chamuscadas de los edificios. Historias de victoria, que le dibujan una sonrisa en el rostro la mayoría de las veces. Pero entre sonrisa y sonrisa se escapa de vez en cuando el recuerdo de los amigos y compañeros que no llegaron a la siguiente ciudad. Asel intenta disimularlo, pasar de puntillas por estos temas. Pero en sus ojos se ve que el dolor está ahí, como una garrapata que chupa la sangre del alma.
Frecuentemente encontramos camionetas con armamento instalado en sus vagones. Algunos llevan ametralladoras pesadas tomadas de helicópteros; otros, armas antiaéreas de calibres indecentes. Balas para tumbar aviones, que tienen la capacidad de desintegrar un cuerpo humano. Todo deliciosamente desprovisto de ese sentido de disciplina, de orden, de control, que normalmente transmiten los ejércitos.
Llegamos a Trípoli. Los rebeldes son los amos y señores de la ciudad. Son estrellas de rock con ametralladoras. Una vez aquí, te das cuenta de que estos muchachos –para bien o para mal, por sí mismos o ayudados por la OTAN– arriesgaron su vida y formaron parte de la liberación de su país. Te das cuenta de que Asel y Mohammed les contarán a sus nietos lo que vivieron en estos días, en estas horas. Hay hombres que mueren deseando vivir un momento así. Lo saben ellos, lo sé yo, y lo saben todos los libios que los miran con adoración, los saludan cuando van por la calle o les ceden el paso en las kilométricas filas en los restaurantes de la ciudad.
Esa es la parte feliz. Pero durante mis días en Libia percibí un lado siniestro de esta revolución. Asel no dormía, presa de una paranoia generalizada por encontrar a los últimos partidarios de Gadafi. Ni siquiera pudo responderme, después de tantos días juntos, a la pregunta de qué haría después que se reventara esta burbuja de euforia. Se pasaba todas las noches, junto con sus compañeros, “cazando traidores”. Tuve la oportunidad de acompañarlos en una ocasión. Bastaba sólo una llamada anónima, o un dato de un informante, para movilizar toda la fuerza y la agresividad de estos rebeldes que atravesaban Trípoli a toda velocidad, armados hasta los dientes, para “limpiar” la ciudad. Sin reglas. Sin límites. Y con muchas, muchas balas.
No seré yo quien juzgue a los rebeldes, pero en los ojos de muchos vi la corrupción que la guerra deja en el alma. Los vi acostumbrados al poder y al estatus que te da la ametralladora, a la que muchos se referían como su novia o con términos similarmente afectivos. Los vi extasiados, viviendo los mejores días de su vida, aferrándose a los recuerdos de las batallas, saboreando cada gota de la victoria, pero también los vi perdidos, sin intenciones ni capacidad de dejar esas armas y reintegrarse a la vida normal. En una ocasión, uno de ellos me comentó que muchos de sus amigos, ya desnortados, se preguntaban si no los “necesitarían” para pelear en Argelia. Es el veneno de la guerra: una vez que lo pruebas, es difícil encontrar el antídoto.
Con las calles llenas de armas y jóvenes-soldados con el exceso de testosterona que produce la violencia, sentí muchísimas veces que hacía falta solamente una chispa, una bala perdida, una pelea aquí o allá para encender la mecha de una nueva guerra civil. De todas las cosas que te hacen sentir verdaderamente vivo, la guerra es la más fuerte, y en Libia probé por primera vez un sorbito de su droga. Mi tiempo con los rebeldes fue una verdadera montaña rusa emocional, un festival de adrenalina. Yo tuve la suerte de poder salir de allí. Es el privilegio del periodista, del observador externo. Ellos, por el contrario, llevan inyectándosela pura por meses. Si la podrán dejar a tiempo o no, es aún muy incierto. Sólo el tiempo dirá si Libia resurge más fuerte que nunca o desciende a los abismos del infierno.
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