Providencia y Santa Catalina, el tesoro mejor guardado del Caribe

Una amante del mar decidió venir desde Suazilandia a pasar unos días de ensueño al Caribe colombiano. Sabe que, en medio del mar de los siete colores (o más), está el paraíso.
 
POR: 
Claudia Castellanos

La fascinación que genera Providencia se siente desde que se divisa la isla desde la pequeñísima avioneta que vuela 30 minutos desde San Andrés con destino al paraíso. He estado en Providencia varias veces, pero ver los tornasoles del océano cristalino alrededor de playas blanquísimas no deja nunca de maravillarme.

Esta vez el viaje es aún más especial: escogimos Providencia como nuestro destino de luna de miel. Mi esposo Joe, un híbrido de Inglaterra y Suazilandia (una de las últimas monarquías absolutas en el planeta y un país del tamaño de Cundinamarca enmarcado por Sudáfrica y Mozambique), quedó flechado con la isla desde la primera vez que vino a Colombia. Dice que Providencia es uno de los lugares más increíblemente bellos que ha visitado. Concuerdo plenamente.

Como las veces anteriores, decidimos alejarnos del turismo convencional y del todo incluido -que desafortunadamente es casi un monopolio en la isla- e ir a la aventura, no reservando en ningún hotel. En Providencia todavía se puede hacer esto. Al llegar al aeropuerto simplemente tomamos uno de los taxis (que se cuentan con los dedos de la mano) y le pedimos al señor que nos llevara a South West Beach donde hay varias posibilidades de alojamiento en una bahía tranquila y azul. “No problem” nos dice -y con esas dos palabras resume toda la filosofía isleña. Reservamos una noche en la posada Miss Mary y le pedimos a la señorita en la recepción que nos ayudara a conseguir un scooter –el mejor medio para recorrer los 17 kilómetros de la isla-. A los cinco minutos llega. Negociamos el precio y le decimos que se lo dejaremos con el tanque lleno en el aeropuerto el día de nuestra partida. Así sellamos el trato. No hay necesidad de documentos, ni de cascos. Nos sentimos un poco como los piratas que hicieron de Providencia su santuario en el siglo XVII: sin reglas, libres. Nos montamos en nuestra moto y damos la primera vuelta a la isla. Nunca nos cansamos de ver el agua cristalina desde cada rincón y de extasiarnos con todos los matices azules del mar de los siete colores (Joe insiste en que son más). Temperatura promedio: 27 grados, sol radiante, brisa suave. Paraíso.

Día 2: Después de pasar una noche un poco ruidosa en la posada Miss Mary (nuestra habitación da a la calle y oímos vecinos hablando y burros y gallinas alborotados desde horas que nos parecían la madrugada) decidimos aventurarnos de nuevo y buscar un nuevo hogar. En Maracaibo, el otro lado de la isla, muchos menos agitado -aunque hablar de “agitación” en Providencia es casi un oxímoron- encontramos el que se convertiría en nuestra morada durante el resto de la semana: la posada Coco Bay. La posada no hace parte del monopolio del Decamerón y es “atendida por su propietario” (tal cual) el isleño Atanasio. Sencilla, tranquila, con habitaciones amplias y un muelle con vista a Cayo Cangrejo -uno de los mejores paisajes de la isla. El muelle se convertiría en nuestro sitio predilecto para pasar un par de horas de ocio cada tarde, con una cerveza Miller helada en la mano o un coctel con ron, agua de coco y hielo (¡la bendición del duty free y sus precios!). Con Atanasio y los demás isleños hablamos en el inglés caribeño de la isla. Joe está feliz de no tener que hacer ningún esfuerzo para entender ni para que le entiendan. Indudablemente parte del encanto de Providencia reside en el hecho de que hace parte de Colombia pero su cultura se acerca a Jamaica, con su inglés, sus rastas y su filosofía “no problem”.

Providencia es también un paraíso para los amantes del pescado y los mariscos (y nosotros claramente lo somos). Comenzamos nuestra aventura gastronómica como siempre en el Divino Niño en South West Beach: el plato mixto con pescado, cangrejo, caracol, langosta y patacones es exuberante, delicioso y módico. Un capítulo aparte merece el ají de la isla: chiles habaneros, ajo y pedacitos de cebolla conservados en una botella con vinagre. El sabor único de este ají se fusiona perfectamente con los mariscos y los patacones, picante, ácido y frutal. Hemos replicado la receta en casa en Suazilandia y siempre tenemos un pedacito de Providencia con nosotros cuando comemos comida de mar. Después de un almuerzo que nos deja ahítos, decidimos que la mejor forma de hacer digestión es relajarnos en la playa de Manzanillo, en nuestra opinión, la mejor de la isla y la foto de postal de ensueño del cliché caribeño.

Día 3: Después de 2 días de aclimatación y ocio desmedido, decidimos que ya estamos listos para explorar nuevamente SantaCatalina y otro de nuestros lugares favoritos del archipiélago: la cabeza de Morgan. Dejamos nuestro scooter parqueado al lado del Puente de los Enamorados y caminamos los pocos metros que llevan de Providencia a Santa Catalina. El puente fue totalmente renovado desde la última vez que vinimos y se alza bonito y lleno de color. A pesar de la corta distancia, Santa Catalina tiene un ‘vibe’ diferente, aun más Caribe de antaño que Providencia, aunque parezca imposible. En Santa Catalina parece que el tiempo se hubiera detenido y que el turismo ni siquiera existiera. Caminando hacia la playa de Fort Bay, recóndita y de arena blanquísima, pasamos por el viejo Fuerte con sus cañones corroídos; se respira historia y la leyenda de la isla pirata. Nos divertimos imaginando la vida fantástica que debió haber tenido Henry Morgan aquí, robando los tesoros de navíos españoles, disparando con sus cañones a quien se atreviera a acercarse demasiado a su santuario, y tomando ron tumbado en la playa. Siguiendo el sendero llegamos al punto más alto que nos ofrece una vista majestuosa del mar cristalino, la arena blanca y las palmas, decidimos que nos queremos quedar aquí para siempre. En Fort Bay nos tumbamos en la playa (como Morgan debió haber hecho hace más de trescientos años) y después de un corto descanso nos vamos a hacer snorkelling hasta la cabeza de Morgan. Cualquier descripción de la barrera coralina y lo que se puede ver en este lugar se queda corta. Yo, que soy muy gallina, me embeleso con la exuberancia del coral, las estrellas de mar y los pececitos de colores y cuando veo una morena decido que ya es hora de volver a la playa para hacer fotosíntesis. Joe, que parece que hubiera nacido con branquias en lugar de pulmones, decide que su nueva casa es este mar Caribe lleno de vida y lo vuelvo a ver emergiendo del mar solo un par de horas después, a regañadientes, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Le digo que Providencia tiene la tercera barrera coralina más larga del mundo. Me responde que menos mal es un secreto guardadísimo y que el snorkelling que ha hecho en el mar Rojo -reconocido mundialmente por su biodiversidad- palidece en comparación. En el camino de vuelta desde Fort Bay vemos una lagartija prehistórica azul, idéntica a las que vemos ocasionalmente en los árboles en casa en Suazilandia.

Día 4: Nos levantamos temprano con un sol radiante, y decidimos que la excursión del día será visitar el parque natural Mc Bean Lagoon y Cayo Cangrejo. Con sus azules y turquesas casi fosforescentes, la vista nos hipnotiza desde nuestro muelle en la posada Coco Bay. Atanasio nos alquila un kayak y nos vamos remando tranquilos hasta Cayo Cangrejo. Nuevamente los colores del mar son indescriptibles, el agua cristalina y el coral y toda la fauna marina se pueden ver desde el kayak sin siquiera necesidad de un snorkel. El pequeño centro de turismo del cayo está desierto, y estamos absolutamente solos, somos los dueños y señores de Cayo Cangrejo. Subimos al punto más alto y tenemos una vista del todo el archipiélago que nos quita la respiración. Ni siquiera las películas de “Piratas del Caribe” tienen locaciones tan espléndidas. No hay palabras, solo inmensidad.

En la tarde decidimos ir a Santa Isabel, la “capital” de Providencia, donde están los cajeros automáticos (dos) los supermercados y tiendas (dos o tres) y la mayor actividad de la isla. A pesar de que en apariencia el muelle donde atraca el ferry que viene desde San Andrés con víveres, pasajeros y mercancía no tiene un encanto particular, desde la primera vez que vinimos a Providencia nos gusta ver el atardecer desde allí. El sol se hunde rojo en el mar que adquiere tonos violetas, los perfiles de los barcos de vela se recortan a lo lejos, y la brisa suave nos acompaña hasta que oscurece. La gente viene y va cerca del muelle, pero no la sentimos, ni la vemos. El Caribe nos embruja y nos hace perder la noción del tiempo y del espacio.

Para cenar decidimos ir Donde Martín, a nuestro juicio uno de los mejores restaurantes de la isla, entre South West Bay y Aguadulce (Fresh Water Bay para Joe). El restaurante es todo en madera, decorado con conchas y caracolas, e iluminado a media luz con lucecitas navideñas y velas. Vemos recortes de periódicos enmarcados donde nos enteramos de que Martín ha ganado varios premios culinarios y entendemos por qué. El ceviche es delicioso, el cangrejo exquisito y nuestra botella de Sauvignon Blanc cierra el todo con broche de oro. Nuestra velada romántica es la culminación perfecta de la luna de miel.

Día 5: Nos levantamos con el corazón encogido porque es nuestro último día en el paraíso. Decidimos regresar en la mañana a Santa Catalina para disfrutar de la playa de Fort Bay antes de tener que volver a la realidad. Pero por desgracia nos estrellamos de golpe con que nuestra playa (casi la teníamos escriturada) ha sido tomada de asalto por dos turistas de Israel con poco aprecio por la tranquilidad y el silencio y poco respeto por los vecinos y la buena música (con un ipod con reguetón a todo volumen). Vemos también con horror que hay un crucero atracado cerca. Es la primera vez que vemos uno en Providencia. Es pequeño, pero parece una premonición de cambios que están por venir. (Con Joe quisiéramos ser piratas y usar los cañones del Fuerte para deshacernos de los intrusos).

De regreso a Santa Isabel vemos grupos de turistas de la tercera edad que vienen del crucero, muy rosados, muy gringos, con cámaras colgadas y medias blancas hasta la rodilla, que miran embelesados a un grupo que toca música isleña y a una mulata que baila dándoles la bienvenida. Tampoco habíamos visto antes algo tan turístico en la isla. Y tenemos sentimientos encontrados. Entendemos la necesidad de que haya más turismo en Providencia, porque la situación económica y la sostenibilidad de los isleños deja mucho que desear. Y sabemos que aman su isla y cuidan su patrimonio con orgullo; se ve cuando hablan de ella, y se ve en la negativa vehemente de permitir la exploración de yacimientos petrolíferos en el archipiélago. Los posters pintados por doquier en la isla, que dicen Old Providence, not Oil Providence son prueba fehaciente. Así que quisiéramos pensar que el crecimiento se enfocará hacia el ecoturismo más que hacia el turismo masivo y comercial. Pero somos egoístas y soñadores y quisiéramos que el tesoro mejor guardado del Caribe siguiera siendo eso: el tesoro mejor guardado del Caribe. Sin cruceros ni turistas ruidosos.

Por la tarde nos tomamos las últimas Miller en nuestro muelle, mirando ya con nostalgia Cayo Cangrejo. Logramos de alguna manera subirnos al scooter con maletas y damos la última vuelta a la isla, con el mar cristalino alrededor que nos dice adiós con un intenso color turquesa. Nos despedimos con la promesa de volver pronto. Ya sabemos que cada vez que vengamos a Colombia Providencia será parte de nuestro itinerario. Hemos sucumbido a su embrujo caribeño de leyenda.
Joe resume Providencia en una frase: “There is not a lot of square metres, but surely there is a lot of space” (No hay muchos metros cuadrados, pero sí que hay mucho espacio).

         

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septiembre
20 / 2012