Putumayo: un destino de paz y naturaleza imperdible
Mateo Arías Ortíz
No había un vidrio que separara mi cuarto del balcón, solo unas cortinas. Si se abrían, el balcón parecía el escenario de un teatro, y el telón de fondo era nada más y nada menos que la selva del Amazonas. Si era de noche, se alcanzaban a ver únicamente los contornos de los troncos más próximos. Bajo la luz del día se podía ver, ladera abajo, el río Mocoa, picado y veloz. Su caudal retumbaba a cualquier hora. El estruendo se multiplicaba si llovía —cosa probable— y las gotas rebotaban en la marquesina. Dormir era difícil no solo por el ruido, sino también por la angustia de que al cuarto entrara, con total libertad, un murciélago o cualquier otro animal propio de la fauna de la selva.
El agua es parte central de la geografía del departamento del Putumayo y, por lo tanto, también de la cultura de los más de quince pueblos indígenas que lo habitan. El agua está incluso en el aire: los libros se encartuchan y sus hojas se debilitan; la ropa seca se humedece y la que está mojada jamás se seca.
El agua es, entre otras cosas, el principal atractivo del departamento, en un programa turístico incipiente, enfocado en las experiencias ecológicas, que apenas se está construyendo después de años en los que a nadie se le ocurría visitar esta parte del país, a causa del conflicto armado. Un ejemplo de esto —de la importancia hídrica del Putumayo— es El Fin del Mundo, un abismo radical que escupe con furia un imparable chorro de agua que cae, 80 metros más abajo, sobre rocas lisas. Para llegar, hay que recorrer 3.000 metros a pie.
El recorrido representa un esfuerzo importante. La recompensa —ver la cascada— vale la pena. Un guía ata a los turistas con un arnés que está anclado a la roca, una línea de vida, y las personas solo se pueden acercar al borde acostados bocabajo. A pesar de las medidas de seguridad, el filo es intimidante. Allí parece que, efectivamente, se acabara el mundo. Abajo, bien abajo, se veía un arco iris tenue, que aparecía entre la salpicadura del agua.
De regreso, en uno de los tranquilos pozos que se forman con el cauce del agua, los guías del recorrido ofrecen saltar al agua desde un borde de roca de seis metros. Hay uno de tres metros y medio, pero yo fui directamente por la gloria.
“Cuando llegue al borde, no puede pensar mucho. Lo que tiene que hacer es saltar, como empujándose a sí mismo. Nada malo va a pasar”, decía Edilson, nuestro guía, que trabaja en la Corporación Turística Fin del Mundo.
Fue el salto al agua más grande que he dado en la vida. Pero es que en el Amazonas es fácil romper ese tipo de récords: el Fin del Mundo es la cascada más grande que he visto. Nunca había apreciado árboles tan altos ni mariposas tan coloridas en mi vida. También pude contemplar la araña más grande que he visto y la hormiga más peligrosa del planeta: se llama hormiga bala y el dolor de su picadura le hace justicia a su nombre. Mide unos dos centímetros.
“Hay pueblos indígenas que usan su picadura como prueba de berraquera. Es como un ritual para dejar de ser niño y empezar a ser hombre. Yo preferiría quedarme niño para siempre”, reflexionaba Edilson con su acento putumayense, muy parecido al de Nariño. Más tarde, también nos decía:
“Este salto de agua se descubrió apenas en la década de los setenta. El Putumayo, para el centro del país, era un rincón al que era mejor no ir porque estaba lleno de guerrilla y drogas. Nos asociaban con todo lo malo. Todavía hoy es difícil levantar la imagen del departamento para atraer a los turistas. Pero lo curioso es que vienen más extranjeros que gente de aquí. El proceso de paz nos ha servido para eso”.
La biodiversidad de Puerto Limón
El agua que cae en El Fin del Mundo va a dar al río Mocoa, que pasaba al frente de nuestro hotel, el Dantayaco. Este mismo río desemboca, unos kilómetros más abajo, en el río Caquetá. Justo en ese punto de encuentro entre ambas corrientes está Puerto Limón, un pueblito de no más de diez manzanas que se halla a unos 25 minutos —unos 30 kilómetros— de Mocoa. Tiene una particularidad que pocas comunidades de la región amazónica colombiana comparten: una gran parte de su población es afrocolombiana, que convive en paz con los pueblos indígenas y los campesinos blancos que habitan en el pueblo.
Allí fuimos al día siguiente y visitamos a Laurentina Jojoa. Es la “abuela” o “mayora” inga más venerada del pueblo, gracias a su bondad y sabiduría. Con 86 años, doña Laurentina ha sido testigo de casi toda la historia de Puerto Limón. Ella cuenta que los afro llegaron a mediados del siglo pasado. Vinieron desde el Pacífico, en busca de oro, y se asentaron en lo que, hasta ese momento, no era mucho más que un caserío.
“Poco a poco se fueron construyendo más casitas, y con la llegada de colonos, Puerto Limón se ha ido convirtiendo en lo que vemos hoy. Gracias a la labor de las mujeres y de los resguardos, los saberes tradicionales no se han perdido”, cuenta la mayora, mientras la oímos sentados a su alrededor bajo el techo de una maloca, una estructura típica de los pueblos indígenas.
En esa misma maloca probamos un poco de chicha, elaborada por los ingas que nos atendieron, y participamos en un baile típico. También conocimos las artesanías que fabrican en la Corporación Ñambi Waira, liderada por mujeres y encabezada por Ruby Melania Mutumbajoy Jacanamejoy, sobrina de doña Laurentina.
En Puerto Limón también visitamos la casa de Luis Carlos Paredes y de Nadia Dorany Mutumbajoy —quien también pertenece al pueblo inga—, esposos y fundadores de la agencia de turismo Suma Selva Travel, que opera en su propio recinto. Ambos trabajan con un equipo conformado por personas que fueron víctimas del conflicto armado en décadas pasadas, así como también con excombatientes que, según Nadia Mutumbajoy, encontraron en el turismo “una mejor manera de vivir, aprovechando la riqueza natural de nuestro territorio y promoviendo su custodia y cuidado medioambiental”.
La casa está casi a orillas del río y, de hecho, la mayoría de las actividades que ofrece la agencia están relacionadas con él —navegación en lancha, visitas a dos cascadas de agua cristalina y tubing con flotadores—. Sin embargo, justamente ese día la corriente había crecido hasta un punto en el que hacer cualquiera de esos planes, que normalmente son tranquilos y divertidos, habría sido un deporte extremo. De hecho, desde el patio trasero de la casa vi pasar el caudal y batí otro récord: se me reveló el río más ancho que he visto en mi existencia.
“Y esto no es nada comparado con el Amazonas”, me dijo Paredes.
Mientras tomábamos café con pan para combatir el frío —sí, en la selva amazónica puede hacer frío—, llegaron los muchachos del grupo de danza afro del pueblo vestidos con sus coloridos trajes típicos, que contrastaban con la oscuridad de la tarde.
Ellos se reúnen todas las semanas a practicar no solo el baile, sino la interpretación de instrumentos típicos. Grupos como el Ñambi Waira o el de danza funcionan con la ayuda del programa de Juntanza Étnica de las oenegés USAID y ACDI/VOCA, que permiten visibilizar los esfuerzos de las comunidades que trabajan por el país, por su turismo y por su cuidado medioambiental.