Cinco días de verano en Nueva York
Simón Granja Matías
La gente camina rápido, pasa a mi lado con afán, me choca, lleva café en una mano y en la otra un celular. Y ahí estoy yo, parado en la mitad de Manhattan, leyendo unas placas de bronce que están en el piso. Pienso que por ahí caminaron personajes que siempre he admirado, que ya no existen, o que si existen, no están ahí mismo mirando ese piso. Pienso en la muerte, en nacer, en las letras y en las placas. Siempre creí que cuando finalmente visitara Nueva York me encontraría con los escritores Paul Auster y Siri Hustvedt, y que, por alguna casualidad, por el azar del que tanto hablaba Auster, conversaría con ellos. Pero Auster murió hace unos meses, el 30 de abril. Así que pienso que en este viaje serán las palabras de La música del azar las que me acompañarán, y ahí lo llevo, bajo el brazo.
Soy el único periodista del grupo invitado por New York City Tourism que está por primera vez en la Gran Manzana, y me preguntan qué tal me ha parecido hasta el momento. Hasta ahora llevo solo unas 6 horas en la ciudad y he visto lo que vi desde el Uber que me llevó desde el hotel hasta el Four Twenty Five by Jean-Georges Vongerichten, un reputado chef francés.
Un viaje de primera clase con Delta
Después de un vuelo rapidísimo, porque el piloto, al parecer, iba afanadísimo e hizo un vuelo que usualmente toma casi seis horas en cinco. Aunque, para ser honesto, ni lo noté porque volé en primera clase de Delta, donde pude disfrutar de unas buenas bebidas, de una silla que se reclina completamente, y de la mejor comida que he comido jamás en un avión. Sumado a que en el aeropuerto El Dorado estuve en la sala VIP que comparte Delta con Latam y disfruté de unos excelentes vinos. Así que el cansancio del vuelo era casi mínimo y mi amargura usual estaba en off. Mi respuesta es que, por más raro que suene, siempre había pensado que iba a visitar Nueva York en invierno y vivir la ciudad como en “Mi pobre angelito”. Así que ver la ciudad soleada, con calor y gente en shorts resulta un poco contrario a esa idea, pero estoy sorprendido por los enormes edificios.
Salgo a la selva de cemento con el corazón arrugado porque es la primera vez que me separo de mi esposa y de mi bebé, que tiene tan solo cuatro meses de nacida. Pero acá estoy y pienso: “¿Qué es un viaje sin banda sonora?”. Aunque quiero escuchar los sonidos de la ciudad, prefiero escucharlos de fondo; me pongo mis audífonos y suena Take Five, del Dave Brubeck Quartet. El nombre de la canción se debe a que este genio del jazz, que grabó en los estudios de Columbia en la Calle 30, a unas pocas cuadras de donde estoy, utiliza un compás inusual de metro quíntuple.
Como la entrada al Met de prensa es por otro lado, empiezo el recorrido sin rumbo. Recuerdo que Auster decía: “Estamos gobernados por las fuerzas del azar y la coincidencia”, así que me dejo llevar. Camino entre esculturas romanas, pasadizos egipcios, hasta que me encuentro en la Sala de Arte Moderno y Contemporáneo, y sin más, escondido detrás de un grupo de turistas asiáticos, veo un Gauguin. De ahí paso a un Cézanne, a un Velázquez, a una obra del Greco, y luego me encuentro con una bebé pintada por Van Gogh; pienso en mi hija. Tengo la mandíbula desencajada de ver tantas obras de arte que siempre soñé tener al alcance de la mirada.
Mi tiempo libre se agota, pero no quiero ir en Uber ni en bus. Estoy al lado del Central Park, es una tarde soleada de verano en Nueva York, el clima es agradable y acabo de ver grandes obras de arte que siempre había soñado ver. Recuerdo la película que vi en el avión, se llama “Días perfectos” de Wim Wenders, y en ella se hace un homenaje a “Vida contemplativa”, libro del filósofo coreano Byung-Chul Han en el que habla sobre la vida sencilla, sobre el goce de no hacer nada, de caminar por el simple hecho de caminar.
Así que, con esa filosofía debajo del brazo, camino y me detengo a ver la luz que traspasa las hojas, a tomar fotos del contraste entre la vegetación y el cemento. Me encuentro con la librería Strand, que tiene varias sedes, pero una de las más particulares es esta, pues se encuentra al aire libre, y me pierdo entre libros.
Es una tarde soleada de verano. Tengo algo de tiempo. Según Maps, logro llegar al hotel justo a las seis. Acelero el paso. Pitos. Semáforo. Cruzo. Semáforo. Pitos. Donald Trump les da paso a los carros. Y de repente, estoy al frente del Museum of Modern Art (MoMA); no me había fijado por dónde iba. “Sorry”, le digo a una mujer con la que choco, que se está bajando de un lujoso carro al frente del museo. Ella me responde: “No problem”. En ese momento me doy cuenta de que es la actriz Michelle Yeoh, protagonista de Todo en todas partes al mismo tiempo. No puede ser. Sigo caminando. ¿Seguro? No puede ser. Vuelvo a mirar. Es ella. No puede ser. Sí, es ella.
“Eso es algo que suele suceder en Nueva York”, me dicen en la noche mientras disfrutamos de unos pasabocas en Tin Building. “¿Encontrarse actores de ese nivel? No lo creo”. “Así es Nueva York”.
Tin Building se sitúa en el histórico barrio Seaport, del Bajo Manhattan. En ese mismo lugar, los pescadores se reunieron en las aguas del East River durante casi 200 años para vender mariscos; sin embargo, el reputado chef francés Jean-Georges Vongerichten decidió restaurarlo y convertirlo en un centro culinario del más alto nivel. Estamos tomando cocteles en House of the red pearl, uno de los 12 restaurantes en el lugar, cada uno con una narrativa distinta. Este, por ejemplo, está inspirado en China, y es una especie de bar clandestino detrás de una tienda china. Nos hacen un tour por el lugar, en el que nos dan salmón con caviar, champaña, pero el campeón es el jamón ibérico.
Es tarde. La noche cierra con vistas al puente de Brooklyn.
Cuatro
“Cree en el Señor Jesucristo y serás salvado; ¿estás salvado?”, dice una pancarta que cuelga en una ventana. “¿Estoy salvado? ¿Creo?”. Me encuentro en The Whitby Bar, tengo hambre y en lo único que creo en ese momento es en los huevos revueltos con burrata pugliese, tomate asado, rúgula, focaccia y vinagreta trufada que me están sirviendo. Sí creo.
Este restaurante está en el hotel que lleva el mismo nombre. La gerente Kathrin Apitz nos muestra las habitaciones, dejándonos a todos sin palabras. Situado en el corazón de Midtown Manhattan, en West 56th Street y la Quinta Avenida, el Whitby Hotel es una celebración del arte y el diseño contemporáneos. Toda la decoración ha sido realizada por Kim Kemp, quien, junto a su esposo Tim, fundaron la cadena de Firmdale Hotels, de la cual este hotel es parte. En uno de los tocadiscos encuentro el álbum de la película “Breakfast at Tiffany’s” por Henry Mancini. Guardo ese álbum en mi playlist para más tarde.
Al igual que creo en el vino Kane Grade Rot 2022 de Von der Vogelwaide, en Austria, que tomo al mediodía en Le Pavillon, del chef Daniel Boulud. Un restaurante que es una especie de oasis en medio del cemento. Su cocina se caracteriza por la relación que establece entre el mar y los vegetales. Disfruto de una trucha con vegetales, aunque me arrepiento de no pedir la pasta con hongos. En eso sí creo. Llámenme sibarita.
De nuevo cruzo Central Park; el día está soleado y hay música por todos lados. Llego a la estatua de Cristóbal Colón, al lado de la de Shakespeare, y mi Maps deja de funcionar; es como un llamado del azar. Me siento en una butaca del parque a ver una banda de jazz, le hago una videollamada a mi esposa y le muestro a mi bebé Oriana las ardillas. El tiempo se detiene.
Pongo una playlist que se llama “New York Jazz”. Suena “Autumn in New York” de Frank Sinatra. Camino con calma por Upper West Side y me sumerjo en el Subway. Maps se pierde y me dejo llevar; sin embargo, veo que los números de las estaciones aumentan y no disminuyen. Me bajo en Harlem. Llamo a mi esposa. “Estás al otro lado de donde ibas”. Paso al otro lado de la estación. Por fin, llego al barrio chino.
Entro a un comercio pensando en comprar algo raro para llevar a casa, pero el nivel de rareza es otro. En la parte de pescados hay anguilas vivas que intentan salir, cangrejos, tortugas, sapos… y no quiero ver más. Intento comprar algo que creo que son dulces, pero la señora solo habla chino. Me voy de allí para ver qué más encuentro, pero todo parece estar cerrando. De repente, empieza a sonar:
Volare, oh oh
Cantare, oh oh
Nel blu dipinto di blu
Felice di stare lassù.
Pero no solo suena, literalmente está escrito en el cielo en forma de luces doradas. Y ese es el techo de Little Italy, esta calle con restaurantes italianos, con terrazas y olor a pizza y pasta. En una esquina, como si la buscara, me encuentro por casualidad con la hermosísima Audrey Hepburn, esta vez no en la portada de un disco de vinilo, sino en forma de mural. Fue el artista Tristan Eaton quien lo pintó en la entrada del famosísimo Caffe Roma. En ella creo; también creo que Truman Capote me guía. Llevo en mi bolsillo Música para camaleones.
En una tienda donde venden gaseosas y revistas, pregunto por The New Yorker y The New York Times, dos souvenirs que necesito llevar a casa. Un hombre de la India me atiende, y por algún motivo le pregunto dónde puedo comer buena pizza a un precio que no sea de turista. Me responde: “Yo voy al de al lado”.
Nolita Pizza es un local neoyorquino de pizza. Con eso creo que lo digo todo. Quien me atiende es panameña, y me recomienda la Vodka Pie, que tiene mozzarella fresca, salsa de vodka y parmesano.
El cielo de mi boca empieza a cantar:
E volavo, volavo felice più in alto del sole
Ed ancora più su
Cae el día y mi esposa, que me conoce muy bien, me dice: “Ve a un bar de jazz”, y me recomienda Zinc.
Un hombre negro, enorme, está en la entrada, medio dormido, sentado en una pequeña butaca que no sé cómo resiste el peso del grandulón. “¿Hay alguna presentación hoy?”, a lo que me señala: “Sacha Boutros”. El bar tiene esa atmósfera clásica de un Boogie gin joint. La zona del bar está separada del escenario por pesadas cortinas de terciopelo rojo. Me siento en una mesa sencilla. Sacha canta con poder, mientras los músicos la acompañan.
Ella mira al pianista con una sonrisa. Me doy cuenta de que lo está corrigiendo. Sacha sigue con su show en este escenario por donde han pasado grandes del género. Dicen que alguna vez estuvo allí Frank Sinatra escuchando a la legendaria Billie Holiday.
Pido un new york sour. La noche va pasando. Una noche de jazz en Nueva York es un sueño. Es una película. Es un libro.
Sacha habla varios idiomas y puede imitar acentos. Aprovecha esta habilidad para hablar como rusa, italiana y luego como francesa. Y es ahí cuando la magia allensiana ocurre. Empieza a cantar La vie en rose, con una inclinación más hacia Armstrong que hacia Piaf.
Llega a mi lado una pareja de hombres; el show está terminando y empiezan a hablar animadamente en italiano. Sacha se baja del escenario y se dirige a la mesa de al lado. La señora la saluda y yo le pregunto si la conoce. “Yo soy su mamá”. Llama a Sacha y, sin dudarlo, se sienta con nosotros. Los italianos —pero resulta que uno no es italiano sino irlandés—, la mamá y Sacha hablamos de música, de Nueva York y del amor.
“Estabas molesta con el pianista, ¿verdad?”, le pregunto a Sacha.
Me mira fijamente y dice: “I want to break his balls”.
Tres
Amanece en Nueva York. Suenan pitos y sirenas. Y yo, con el tarareo de La vie en rose en la cabeza, llego a AIRE Ancient Baths. Inspirado en la tradición de los baños de las antiguas civilizaciones romana, griega y otomana, este spa de lujo tiene el agua como eje central de la máxima relajación. El lugar se encuentra en pleno corazón del barrio TriBeCa, en boga estos días gracias al actor Robert De Niro, que vive allí, tiene varios restaurantes por la zona y además lanzó un festival de cine. El spa está en un edificio histórico restaurado, originalmente una fábrica textil de 1883, así que se respira un ambiente algo místico. Después de un masaje, de pasar de baño frío a caliente y viceversa, y de flotar en una piscina de sal, la velocidad de la cotidianidad se reduce, al igual que los latidos del corazón.
Relajado y en paz, después de la experiencia de AIRE, caminamos por el barrio TriBeCa buscando arte. Andy Warhol se preguntaba: “¿No es la vida solo una serie de imágenes que cambian a medida que se repiten?”. Con esa idea en mente, mientras Joyce Siegel —una artista que ofrece guías de arte en los barrios neoyorquinos— nos lleva a la próxima galería, me fijo en cada poste, y entiendo que las calles de Nueva York dicen cosas. Por ejemplo, en una esquina hay un graffiti hiperrealista de un Trump enjaulado.
Encontramos obras que parecían explotar por dentro, como si uno pudiera introducir la mano en el cuadro y sentir el calor de un volcán. O al menos así lo siento con la serie “Cuando el hielo se derrite en un vaso de agua”, de la artista Goshka Macuga en Andrew Kreps Gallery; o también me unto del mugre que expiden los cuadros políticos, muy políticos e impactantes, de Pat Phillips con su exposición “It was sunny, but then it started to rain” en P·P·O·W Gallery.
Pero como buen pastel, la cereza estaba al final con las obras electrificantes del artista Diego Singh y del haitiano Tomm El-Saieh. La Luhring Augustine Gallery logró un equilibrio de colores enfrentando las obras de estos artistas que con sus colores vivos, fluorescentes, parecieran hablarse. Singh con raíces que parecieran continuar y El-Saieh con líneas que parecieran estructurar una lengua antigua.
Me voy en metro hasta el centro para la siguiente cita. El corazón se acelera al ritmo de la calle. Estoy en el bar Smith & Mills. Ryan Schwartz, Senior Director, Sales & Marketing de Rockefeller Center, me pregunta qué me gustaría tomar.
“Hace poco vi un artículo en The New Yorker, escrito por Gary Shteyngart, en el que este escritor hace un recorrido por Nueva York buscando los mejores martinis de la ciudad”, le cuento. Le muestro un video y él, sorprendido, dice: “Eso es en Le Rock, acá al lado. ¿Quieres ir?”.
“¿Ir a donde Shteyngart tomó uno de los mejores martinis? Por supuesto”.
“One dirty martini, please!”.
Si el jazz me ha sonado en la cabeza durante todo este viaje gracias a mis audífonos, esta vez suena a causa de este espléndido martini. Me siento en la barra a disfrutar mi bebida, mientras todo a mi alrededor enmudece; en ese momento, entiendo el secreto de Nueva York: el azar.
Baja el telón. La audiencia estalla en aplausos. Broadway es Broadway, no hay nada que hacer. En ese momento, recordé que cuando era niño mi papá alquiló alguna vez Volver al futuro y no comprendía bien qué significaba todo eso. Hoy, después de haber visto esta tremenda obra, entiendo más los chistes y me sigo sintiendo como ese niño de hace décadas.
Dos
“El universo está hecho de historias, no de átomos”, dice una placa en el piso citando a Muriel Rukeyser. Es otro día, camino hacia la Biblioteca Pública de Nueva York, y me van guiando esta serie de placas con citas de autores de la literatura universal. Fran Lebowitz lo dijo: “Hay muchas cosas en el suelo de Nueva York”. De pronto me encuentro de frente con este gran edificio, camino por entre sus salones rodeados de libros. Me siento y miro; la gente lee, el afán y el ruido de la ciudad acá no existen.
Camino por el barrio Williamsburg, que se caracteriza por su arte callejero, por los mercados pequeños, librerías y tiendas de ropa de segunda. Pero mi objetivo es McNally Jackson, una librería que mi esposa me recomendó. Entre los libros, hay algo que me llama; meto la mano y saco A Book of Days, de Patti Smith. Lo empiezo a ojear y noto que tiene la firma de la misma autora. Creo en el azar.
Cruzo el río en un ferry, desde donde puedo ver la magnitud de Manhattan. Llegamos a SUMMIT One Vanderbilt, un lugar que es lo más cercano que estado a vivir el surrealismo, el cubismo, el infinito, el vacío y la inmensidad al mismo tiempo. Para llegar allí es necesario subir en el ascensor más rápido de Nueva York, que logra llegar a 330 metros en tan solo 45 segundos. En total, son 427 metros de altura los que tiene el One Vanderbilt, inaugurado en 2020, uno de los edificios más altos de Nueva York. El SUMMIT está entre los pisos 91 y 93 del edificio, a más de 330 metros de altura.
Y en este lugar, con un juego de espejos y una de las mejores vistas de Nueva York, el infinito se hace una realidad más concreta cuando la imagen de uno mismo se multiplica. Además, hay una sala con cientos de globos plateados flotando, y unos cubículos de cristal que lo paran a uno sobre el vacío del edificio. Una locura absoluta.
Nueva York es una ciudad que le permite a uno entender las dimensiones: se vive desde lo alto, desde lo subterráneo, desde lo ancho y lo estrecho. Veo el cielo de Nueva York que se empieza a convertir en círculos.
El sol se va acostando y el cielo se ve estrellado; me paro frente a la obra de Van Gogh. Luego, me percato de que frente a mí está La persistencia de la memoria, de Dalí, y el tiempo se derrite. El mundo es más cuadrado ahora que veo a Las señoritas de Avignon, de Picasso. Este es el MoMA, en una guía privada, un privilegio que ofrece el museo.
Me siento a tomar unos cocteles con dos periodistas brasileñas. Entre tragos, les cuento sobre mi experiencia en Zinc, que conocí a Sacha Boutros, la cantante, y me preguntan si me gusta el jazz.
“Tenemos entradas a The Carlyle. ¿Quieres ir?”.
“¿Donde han tocado los más grandes del jazz? ¿Ese Carlyle? ¿El que aparece en varias películas de Woody Allen?”.
Al escenario sube Aaron Tveit, actor y cantante estadounidense que ha estado en Los miserables y en varias presentaciones de Broadway. Y sin duda, logra cautivar a la audiencia gracias a su gran voz. Pido un cosmopolitan.
Una vez que termina el espectáculo, pasamos al Bemelmans Bar, en el mismo hotel. Hay una mesa reservada, pero el mesero nos deja sentarnos ahí. En ese momento me doy cuenta de que es el mismo lugar desde donde Woody Allen pone la cámara para grabar a Timothée Chalamet interpretando a Gatsby Welles en Un día lluvioso en Nueva York, cuando se sienta a tocar el piano.
Tres hombres canosos cogen sus instrumentos: el piano, el bajo y la guitarra. El jazz se toma el lugar. Las amigas brasileñas piden canciones y los músicos les hacen caso, mientras yo bebo ron; una de ellas se para y baila. Miro a los lados y me pregunto: “¿Estoy en una película de Allen?”.
Uno
El avión despega y veo Nueva York alejarse. Llego a mi casa, abrazo a mi esposa y a mi hija, pongo el libro de Auster en la mesita de noche y empiezo a contarles sobre los cinco días de verano que viví en Nueva York.