Un viaje más allá de las playas de Bahamas
Simón Granja Matias
Al buscar Bahamas en internet, parece que de la pantalla brotaran aguas turquesa, palmeras y el calor del mar. Solo con ver las fotos de este archipiélago de 700 islas es fácil imaginarse acostado en la playa con un coctel, un libro y gafas de sol. Sin embargo, como en cualquier viaje, el azar puede cambiarlo todo y hacer que la ilusión se desvanezca con una tormenta. O, por lo menos, eso fue lo que me pasó cuando viajé a este destino.
Para llegar a este archipiélago es necesario volar de Bogotá a Ciudad de Panamá, y de allí son tres horas hasta Nasáu, la capital del país. Estoy sobrevolando territorio bahameño y puedo atestiguar que todo es tal cual lo había visto en internet: playas blancas, soleadas, y un mar extenso y turquesa en el que se refleja el avión. No obstante, una vez en tierra, el panorama es distinto. Al cruzar la puerta de salida del aeropuerto internacional Lynden Pindling, el choque es inmediato, pero no por el calor, sino por la fuerte ventisca que me golpea la cara. El sol que había visto desde el avión era una ilusión. Empieza a lloviznar, así que nos subimos corriendo a la camioneta con el grupo de periodistas y nuestros guías para dirigirnos al lugar donde nos hospedaremos los primeros cinco días: el resort Baha Mar.
“Este clima así no suele durar mucho”, asegura el siempre entusiasta Phelan Ferguson, gerente general para América Latina del Ministerio de Turismo, y el único del grupo de nuestros anfitriones que habla español. De resto, como este país fue territorio británico hasta 1975 —y, de hecho, Bahamas sigue siendo parte de la Mancomunidad de Naciones—, hablan inglés e incluso conducen por la izquierda.
El casino
Entrar a Baha Mar es como entrar a un palacio romano moderno, con enormes columnas pero también con leones chinos o leones de Fu, un sello de los propietarios, que están en Hong Kong. En total, este resort cuenta con tres hoteles de perfiles distintos: el Grand Hyatt, el SLS y el Rosewood. El Grand Hyatt, con 1.800 habitaciones, es el más grande y en el que nos hospedamos.
Después de pasar por la recepción, es necesario rodear el casino más grande del Caribe. El ruido de las máquinas tragamonedas, más el entusiasmo de los apostadores, lo transportan a uno a lo que podría ser Las Vegas caribeña.
Tenemos el resto de la tarde libre, y me arriesgo a ir a la playa para tomar algo. Siento la arena en los pies y veo que no hay nadie, tal vez por la bandera roja. Hace frío, pero encuentro un pequeño carro-bar que me lanza un salvavidas: el Rum Runner, un delicioso coctel, famoso en la isla. El bartender me explica que es una combinación de por lo menos dos tipos de ron, uno claro y uno añejo, que soportan los otros sabores: licor de plátano, zumo de piña, naranja, lima y granadina, todos recién exprimidos. Me siento a disfrutar de esta bomba que hizo que el sol saliera solo para mí. Anochece y nos encontramos con el resto del grupo en Fi’lia, un restaurante que hace honor a la mejor gastronomía italiana.
Yoga con flamencos
Amanece y empiezan las actividades. La primera de la mañana es yoga en compañía de flamencos. Es temprano, no hemos desayunado y allí estamos, al lado del spa. Cada uno tiene su esterilla. La instructora nos pide no hacer movimientos bruscos, y explica que es probable que las aves se quieran acercar, pero nos asegura que no hacen daño.
De pronto, se escucha una exclamación de sorpresa: “¡Wow!”. Las dos aves hacen su entrada magistral y nos miran de reojo, un poco arrogantes, mientras intentamos hacer las diversas poses que la profesora nos indica. Todos esperamos la famosa pose del flamenco, porque dicen que a veces la repiten; sin embargo, no pasa. Estas dos hermosas aves rosadas caminan entre nosotros, revisan nuestras mochilas con su pico y en alguna ocasión extienden sus majestuosas alas.
Después de esta experiencia que deja los músculos y la mente despejados, nos dirigimos a desayunar en Madeleine, una panadería francesa dentro del hotel, recomendada para desayunar o para tomar un café en la tarde. Cogemos fuerzas y recorremos este complejo hotelero desde las habitaciones más lujosas hasta las más sencillas.
Nos queda la tarde libre, y pese al optimismo de Ferguson, el clima no cambia. Definitivamente, somos testigos de una tormenta tropical. Una lástima porque, sin duda, los guías están ansiosos de mostrarnos las playas y nosotros de disfrutar del calor, el mar, las piscinas y hasta del parque acuático que tiene el hotel. Varias de las actividades planeadas involucraban el mar, bien por desplazamiento o simplemente para conocer algunas de las playas más espectaculares del mundo, como Big Mayor Cay, conocida porque en ella habitan varias decenas de cerdos salvajes que reciben a los visitantes nadando en las aguas cristalinas a cambio de algo de comida.
Ron y piratas en Bahamas
En el siglo XVIII, cuando al Caribe se lo disputaban las potencias europeas del momento, en medio de embarcaciones de corsarios que se dedicaban a asaltar navíos cargados del oro extraído de las Américas, existieron varios puertos que eran verdaderas repúblicas independientes de la piratería. Las Bahamas, cuyo nombre se deriva de “baja mar” en español, no solo fueron las primeras tierras de las Américas pisadas por Cristóbal Colón, sino que siglos después se convirtieron en uno de los grandes fortines piratas de la época, pues hay registros de más de mil corsarios que vivieron en Nasáu entre 1706 y 1718.
Hoy en día, es fácil ver los vestigios de esta época. Tan solo en el mercado central de Nasáu es abundante la venta de espadas de madera con la famosa calavera o también se puede visitar el museo de los piratas. Además, hay dos planes más con temática pirata: visitar Graycliff y degustar rones.
Conocer el Hotel Graycliff es una experiencia de lujo con historia de piratería. Allí, las tablas del suelo crujen al pisarlas y cada esquina parece contar una historia. El inmueble, que conserva aún su arquitectura original de hace 300 años, está al lado de la Casa de Gobierno y a solo unos minutos de las playas de arena blanca. Me atrevo a decir que Graycliff, que cuenta con dieciséis habitaciones y amplias suites tipo cabaña, ofrece un mundo escondido y diferente al de los casinos y el brillo de Nasáu.
El capitán John Howard Graysmith, un famoso pirata del Caribe que comandaba la famosa goleta Graywolf y saqueaba barcos del tesoro a lo largo del Main español, fue quien construyó esta casa en 1740. Irónicamente, décadas después, con la política antipiratería promulgada por la corona británica, se convertiría en un cuartel general; de ahí las rejas que se observan en la bodega. Y así pasó el tiempo, hasta que los italianos Anna Maria y Enrico Garzaroli compraron la construcción en 1970 y la convirtieron en el hotel y restaurante que es en la actualidad.
Enrico nos saluda; los años se apoyan en un bastón, pero la sonrisa le hace contrapeso. Del cuello le cuelga un gran medallón de oro, recuperado de un náufrago español en tiempos de la Colonia, según cuenta. Luego nos acompaña a la mesa y nos narra historias de la casa y de su familia. El restaurante, uno de los más lujosos de Bahamas, ha recibido la visita de varios personajes célebres, como Winston Churchill, Aristóteles Onassis y Martin Luther King Jr.
Enrico es un excelente sommelier. No por nada conserva en el sótano, construido por el pirata Graysmith para huir en caso de ataque, la cuarta colección privada más grande del mundo de vinos con 250.000 botellas, y otros tesoros como una Rudesheimer Apostelwein de 1727, considerada la botella más antigua del mundo con vino bebible y una de las más costosas, y un Château Lafite de 1865. “¿Lo quieren recorrer?”, nos pregunta.
El sótano es un laberinto de botellas de vino. Da miedo que alguno de nosotros, por torpeza, pueda tumbar una botella y desencadenar un desastre vinícola. Todos, curiosos, preguntamos por la botella Rudesheimer, imaginando que iba a estar resguardada en una caja fuerte, hasta que el guía nos señala una pequeña botella en un cofre de vidrio, ubicado en una esquina cualquiera del lugar.
En la casa también hay una fábrica de tabaco y otra de chocolate. En ambas se puede contratar un tour para vivir la experiencia de ambos productos.
Y para seguir con la experiencia pirata, qué mejor que hacerlo tomando la bebida que los protegía contra el escorbuto pero que también los convirtió en los más famosos marineros borrachos de la historia: el ron. Se sabe que los piratas tenían una particular afición por este destilado de caña. Hoy, Bahamas mantiene evidencia de este legado con una excelente producción de ron, especialmente en su postre más famoso: el ponqué de ron. Una vez que lo probamos, entendimos el origen de su fama: suave, esponjoso y con un equilibrio perfecto de sabores.
Así mismo, no podíamos dejar de visitar destilerías de ron, como la John Watling, donde se puede conocer la historia de esta bebida insignia del Caribe y, por supuesto, participar en catas.
Una despedida de lujo
Ya para cerrar el viaje, y con el clima sin mejorar, cambiamos de hotel y nos dirigimos al The Ocean Club, A Four Seasons Resort. Desde su apertura, en 1962, ha sido un lugar de descanso para celebridades y viajeros exigentes, localizado a lo largo de un tramo de ocho kilómetros de playa natural de arena blanca en la isla Paraíso. Allí, uno está aislado de todo, en medio de la naturaleza, de árboles nativos y de un mar que es un absoluto paraíso. Los edificios, al contrario de los demás hoteles que hemos visto, tienen poca altura y están rodeados de jardines inspirados en Versalles.
Es tan espectacular este hotel que cuando grabaron Casino Royale no le cambiaron prácticamente nada, pues su ambiente es perfecto para caminar con un smoking y tomar un Vesper martini como James Bond lo hace. Y es que su estilo colonial se mezcla con una estética de lujo, incorporando piezas únicas como un claustro agustino del siglo XII, traído piedra por piedra desde Francia.
Al día siguiente de haber llegado de Bahamas, entra al WhatsApp un mensaje de Phelan Ferguson. Me envía una foto del cielo claro y el mar tranquilo. Al parecer, fuimos nosotros quienes llevamos la tormenta a Bahamas.
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