Un viaje a Roma, por Juan Esteban Constaín

La ciudad de los tres nombres, Roma, nació para ser venerada. Y como cuna del cristianismo es el motor espiritual de Occidente.
 
Un viaje a Roma, por Juan Esteban Constaín
Foto: Caleb Miller on Unsplash
POR: 
Juan Esteban Constaín

Hay ciudades –Nueva York, Venecia, Londres, Samarcanda, Constantinopla, San Francisco, Popayán, todas santas– que se vuelven importantes con el tiempo. Roma es la única que siempre lo fue, desde el principio.

Desde cuando Rómulo, descendiente del troyano Eneas que llegó a Italia huyendo del fuego, la fundó en el monte Palatino el 21 de abril del año 753 antes de Cristo: la fecha desde la cual se contaba la cronología antigua de la ciudad, con sus reyes y sus patricios y sus fuentes, su olor amargo de la primavera, Ab Urbe Condita: desde el principio, el año 0.

Eso dice la leyenda, en boca de Tito Livio y de Plutarco: que Rómulo y su hermano Remo les confiaron a los augures y al cielo la decisión del sitio para levantar su nuevo reino. El uno quería el Palatino, el otro el Aventino. Cada cual se fue a su esquina.

Roma, la tierra de todos

Coliseo romano

Foto: David Köhler on Unsplash.


Entonces volaron las aves, cuyo vuelo era el anuncio del futuro, pero hubo una gran confusión: las primeras volaron por Remo, las segundas, muchas más, por Rómulo. Hasta en eso estaba dividida la suerte de los dos gemelos porque los sacerdotes no sabían qué hacer: si privilegiar al tiempo o a la cantidad, al orden o al poder.

También ellos se dividieron, los unos gritaron por Rómulo y los otros por Remo. Un muro se levantó entre los dos hermanos. Hasta que un día Remo, casi en chiste, casi con ternura y nostalgia, quiso derribarlo. Su hermano lo mató y así fundó a Roma: la ciudad eterna.

También lo dijeron los augures: “Esta ciudad tiene tres nombres: Roma, Flora, y uno secreto que nadie habrá de pronunciar, solo los dioses…”. ¿Cuál era ese nombre oculto, ese misterio? El gran poeta Giovanni Pascoli, recogiendo viejas historias, desenredando viejos latines, dio en el blanco; y si no es cierto es más hermoso, se non è vero è ben trovato.

Dijo que el nombre era el del Amor: un anagrama que era también casi un palíndromo, “Roma-Amor”. Hasta en latín: “Roma tibi subito motibus ibit amor”: Roma, te moverás hasta ser el amor. Hasta hacer el amor.

El seno de la historia occidental

Roma

Foto: Carlos Ibáñez on Unsplash.


No es extraño, entonces, que esa ciudad nacida entre un río y siete colinas fuera desde el principio –Ab Urbe Condita, desde su origen–, también, una metáfora y un símbolo; una ruina evocadora aun antes de llegar a serlo. Hay lugares que existen para poder convertirse en recuerdos. De la belleza, de la nostalgia, de lo sagrado.

Allí nacieron la monarquía y el Senado, luego la República, luego el Imperio. La capital del mundo, el peñasco más grande del Mediterráneo. Con sus elecciones corruptas y sus candidatos repartiendo vino, y sus poetas huyendo al exilio por decir la verdad; “que tú no puedas ver nada más grande que Roma”, cantaba Horacio.

Y el foro imperial, claro, y los arcos del triunfo y el anfiteatro. Las calles por las que desfilaban vencedores los generales y los emperadores y el pueblo los volvía dioses tirándoles rosas y laurel. Entraban en un carruaje arrastrado por caballos (según Mary Beard, según Tertuliano, según Censorino, según Ray Bradbury y Javier Marías) y un ser insignificante iba a su lado, susurrándoles:

“Recuerda que eres mortal”. Mortales todos, como los comensales de Heliogábalo que fueron sepultados por un alud de pétalos recién cortados, mientras el emperador reía. Está en la Historia Augusta. Mortales todos, pero no la ciudad.

Roma, la ciudad de Cristo

Iglesia primitiva

Foto: Chad Greiter on Unsplash.


Por eso, y por ser la capital del Imperio que llevaba su nombre, el cristianismo tuvo que hacerse fuerte allí. Había nacido en la vieja provincia romana de Judea, entre los seguidores de Jesús de Nazaret, el Cristo.

Pero no habría pasado de ser una secta mesiánica más si la prédica de esa “nueva verdad”, el Evangelio, no se extiende hacia las provincias de la Syria y la Cilicia, donde vivían miles de los judíos llamados “helenistas”: judíos de la diáspora y el exilio cuya lengua, ahora, era también el griego y no solo el hebreo.

Fueron ellos quienes propiciaron ese primer encuentro, definitivo en el surgimiento de la fe cristiana, entre la teología monoteísta del Antiguo Testamento y la filosofía griega, aun en sus muchas versiones místicas y herméticas del Oriente Próximo.

Solo cuando la doctrina de Jesús empezó a enunciarse con las categorías filosóficas de los paganos, el cristianismo comenzó a ser un fenómeno universal. Solo cuando el Dios único e innombrable de los judíos se encarnó en el hijo hasta volverse un dios griego, tangible y humano, solo entonces se cumplió su misión redentora.

Por eso la cruz es un símbolo cultural y no solo religioso: porque en ella se dieron cita los profetas de Israel y los poetas de Grecia. Como dijo alguna vez don Nicolás Gómez Dávila, el paganismo grecorromano es el otro Antiguo Testamento de los cristianos. El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.

La influencia de Pablo en Roma

Pablo, Roma

Foto: Michele Bitetto on Unsplash.


Fueron tres siglos de persecución hasta que el Imperio también cedió; los perseguidos se hicieron perseguidores, los mártires se hicieron verdugos. Teodosio I, en el siglo IV, hizo oficial al cristianismo como religión romana. La única y verdadera religión del Imperio.

Fue así como Roma se volvió la capital de la fe cristiana; el papa, vicario de Cristo, fue también Pontífice Máximo: como los augures de la fundación de la ciudad que leían el cielo, el vuelo de las aves. Sobre el monte Vaticano, entre las basílicas y las plazas y los obeliscos, y las heladerías.

Mientras el Tíber corre hacia el Castel Sant’Angelo. La única ciudad que lleva todo dentro de sí, cuyas esquinas son la historia del mundo entero: la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento, el Barroco, el Romanticismo. La tumba de John Keats.

Roma en nuestros tiempos

Roma 

Christopher Czermak on Unsplash.


La ruina más bella del mundo, la única ciudad cuyo himno es el grito de sus habitantes, el ruido de sus motos bajando por la vía Prenestina. El olor de la estación de Termini en el verano, las termas mismas, el cielo, las fuentes. Quien no se enamora de Roma –Ab Urbe Condita, el amor– es porque no se va a enamorar jamás. Quien no cree allí, sea pagano o cristiano, es porque no tiene fe ni la tendrá.

Lo dijeron los augures: “Esta ciudad tiene tres nombres: Roma, Flora, y uno secreto que nadie habrá de pronunciar, solo los dioses…”. ¿Cuál era ese nombre oculto, ese misterio?

Es la única ciudad que lleva todo dentro de sí, cuyas esquinas son la historia del mundo entero: la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento, el Barroco, el Romanticismo. La tumba de John Keats.

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marzo
30 / 2021