La importancia de prestarle atención a los sonidos de nuestro entorno

Julia Cameron
Julia Cameron cree que los sonidos que nos rodean afecta nuestro día a día si no sabemos filtrarlos y entenderlos.
En el primer capítulo de su libro ‘El arte de escuchar’, la autora pone ejemplos de su vida junto con Lily, su perra, y explica cómo se puede transformar nuestra relación con los sonidos y las otras personas si se aprende a escuchar mejor.
Diners le comparte una parte del primer capítulo de su libro:
El arte de escuchar
Nuestro paisaje sonoro es fascinante y, cuando decidimos escucharlo, nos damos cuenta de que está repleto de información. Una de las maneras más sencillas de practicar la atención en nuestro entorno es fijarnos en los constantes cambios atmosféricos que se producen a nuestro alrededor: el tiempo. Hoy he decidido hacer justo eso.
Como dispongo del tiempo justo para dar un paseo, engancho rápidamente la correa al collar de Lily y me dirijo deprisa a la puerta, donde activo la alarma.
Una vez puesta, salimos. El ambiente huele a ozono; se avecina tormenta. Aún no está aquí, pero es inminente.
«Por aquí, Lily», le digo, y emprendo el itinerario circular más corto montaña abajo. Lily tira de la correa, quiere ir más rápido. Yo, sin prisas, la freno. El repiqueteo de los truenos suena más allá de las montañas, al este.
Me rindo al apremio de Lily. Si nos apresuramos, dispondremos del tiempo justo para realizar el trayecto circular. Lily está decidida a acelerar.
Voy trotando atrás hasta que llegamos a medio camino,el punto de regreso.
«A casa, Lily», ordeno, y emprendo el ascenso por la montaña. Tras unos instantes de renuencia, Lily obedece. Un segundo trueno nos obliga a apretar el paso.
Nos dirigimos a casa a toda prisa. De momento hace buen día para caminar, sopla una brisa fresca. Los nubarrones se ciernen sobre los picos, pero no descienden.
Lily continúa la marcha y ahuyenta a dos lagartijas que le obstaculizan el paso. Lily es rápida, pero las lagartijas lo son más. Se camuflan raudas bajo una roca, un escondrijo oscuro y a salvo de Lily. Ella olfatea con avidez su rastro.
Vamos, pequeña, estiremos las piernas», le digo en tono festivo, y tiro de su correa. Abandona la búsqueda de mala gana. Me pregunto si las lagartijas son las versiones perrunas de los caracoles.
Ahora vamos remontando la montaña. Al aproximarnos al final de la pista de tierra, una repentina ráfaga de aire nos empuja de frente. Lily se detiene para olfatear los aromas que arrastra el viento.
Me pregunto qué estará percibiendo. ¿Un ciervo? ¿Un oso? ¿Un coyote? Inquieta, aúlla al detectar algo salvaje en el viento. Su estado de alerta me intranquiliza.
«Vamos, chiquitina. A casa», le ordeno con mi tono más firme. Lily corre como una flecha hasta el extremo de su correa. Tira de mí para que apriete el paso. Entiende la palabra «casa».
Al entrar en mi patio, salta al jardín, se pone a olisquear los protuberantes lirios y se embadurna la boca de polvo naranja. Una curiosa lagartija rayada se camufla bajo el macizo de lavanda. Lily la ignora. Las lagartijas le resultan indiferentes.
«¡Salmón, Lily!», exclamo para que mi perrita abandone el jardín y entre. Veo el tira y afloja mientras piensa: «¿Jardín? ¡No, salmón!». Gana el salmón.
Me adelanta como una exhalación en dirección a la nevera. La abro y despego una loncha de salmón salvaje ahumado de Alaska. Lily se yergue sobre las patas traseras para tratar de alcanzar el premio. Se oye otra sucesión de truenos.
Me siento pagada de mí misma; hemos logrado dar el paseo sorteando la tormenta. Más truenos resuenan a lo lejos. Los nubarrones descienden de los picos montañosos.
Enciendo cirios y los coloco sobre los tableros. Busco linternas potentes y las dejo al alcance de la mano. Ayer se fue la luz durante horas. Aquí, en las montañas, los apagones son habituales.
Hoy me he preparado, aunque me aterra pasar la noche a oscuras. Lily ronda junto a mis pies. Le asusta la tormenta que se avecina.
Prestar atención a nuestro entorno
Las tormentas son impresionantes en Nuevo México. Las carreteras se inundan. Llueve a cántaros. Los conductores se apartan al arcén, con las luces de emergencia encendidas, hasta que escampa.
Los avisos de riadas llenan nuestros teléfonos móviles. Los torrentes convierten las pistas de tierra en ríos. En las carreteras asfaltadas se forman charcos de quince centímetros de profundidad.
Los conductores imprudentes que se atreven a enfrentarse a la tormenta avanzan pegados a la línea central de la calzada, incapaces de distinguir su carril.
A salvo en casa, escucho el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado, mientras el agua se derrama sobre el porche. Lily suelta un «guau» temeroso cuando el estruendo de los truenos resuena más cerca.
Un tremendo rayo ilumina el jardín. Los lirios se mantienen derechos soportando el aluvión que, en cambio, comba los rosales. Me sorprende la fuerza de los lirios; los tenía por delicados, pero ni mucho menos.
Lily se ha escondido debajo de la mesa de centro de la sala de estar. Está diluviando sobre el tejado. Las gotas producen un agudo tintineo metálico. Lily odia ese sonido. Un trueno aumenta su desasosiego.
Viene a mi encuentro, en busca de compañía y cobijo. Se estremece al oír otro trueno. Un rayo horada el cielo. Es una tormenta eléctrica con todas las de la ley. Truena de nuevo.
En la convivencia con Lily, he ido acostumbrándome a sus numerosos cambios de humor. El tiempo —cualquier cosa que no sea un sol radiante— la saca de quicio. La nieve, el aguanieve, el granizo, la lluvia…son el enemigo.
La casa está llena de escondites: debajo de la mesa de centro, detrás del perchero, bajo los cobertores de mi cama. Si hay una tormenta especialmente fuerte, como esta, Lily se arrulla a sí misma con un suave aullido que contrarresta la tronada.
La tormenta está arreciando. Lily se hace un ovillo a mis pies. De pronto nota un ligero movimiento: una lagartija que probablemente se ha colado por la trampilla. Lily se abalanza sobre ella pero esta se escabulle.
Lily insiste pero no consigue atraparla. Este juego podría durar horas. Por suerte, distrae a Lily de la tormenta. Pero me consta que el juego terminará con la muerte de la lagartija.
Presenciarlo es superior a mí. Me retiro a otra habitación y no salgo a echar un vistazo hasta que el silencio reina de nuevo.
En efecto, la lagartija está muerta. Lily ha perdido a su compañera de juegos. Todavía con incomodidad, recojo la lagartija con delicadeza y ternura y la tiro a la basura.
La tormenta es fuera de lo común. Llueve a mares sobre el tejado. Continúa lloviendo durante toda la noche, que paso con una linterna encendida y sin pegar ojo.
El amanecer trae consigo una pausa en la lluvia. Los lirios aún montan guardia. Los capullos de las rosas yacen alicaídos. El mundo ha sido zarandeado.
A la mañana siguiente, la pista de tierra que conduce a mi casa es un barrizal. No voy a sacar a Lily a pasear.
Trato de explicárselo, pero ella quiere salir, a pesar del barro. Le prometo que la sacaré más tarde, una vez se seque el barro.
La tormenta deja caer las últimas gotas. Cuando escampa, Lily se acerca a su trampilla, quizá en busca de más lagartijas. Sale de caza y, cuando regresa, lo hace con una ramita en la boca.
No es un manjar tan bueno como una lagartija, pero sí lo bastante sabroso como para que se acueste para pasar un buen rato mordisqueando.
El día ha recuperado la calma. Lily suelta su ramita, dejando astillas chafadas sobre la alfombra. Recorre la casa en busca de lagartijas, pero no hay ninguna.
Se acomoda detrás del perchero. Cuando la llamo, se muestra reacia a salir. A lo mejor se esconde a modo de estrategia.
Si no hace ruido, quizá una lagartija osará cruzar se por su camino. Esa es su esperanza.
Estoy preparando café fuerte. La cafetera borbotea y chifla. Su sonido reverbera en el interior de la casa, despejada de lagartijas. Lily se aventura a salir de su escondite y entra con cautela en la sala de estar.
Trepa al sofá y se tiende para echar una cabezada a mi lado. Cuando le doy unas palmaditas en su sedoso pelo, se rebulle, enojada. Se ha dado por vencida con las lagartijas y quiere dormir.
Me dirijo a la cocina y apago la cafetera. El sonido del reloj se oye con claridad: tic-tic-tic. Me sirvo una taza de café. Relevo a Lily en la tarea de la caza de lagartijas. Estoy superalerta, aguzando el oído para detectar su inconfundible ris ras.
La taza de café fuerte me pone los nervios de punta, me empuja a pensar en la probabilidad de que aparezca otra lagartija. Digo para mis adentros que las lagartijas son inofensivas, pero el café me ha puesto los nervios a flor de piel.
Para colmo, se está levantando viento. Una vez más, las ramas del pino piñonero azotan la ventana. Lily se espabila de su siesta. No le gusta el viento.
De nuevo, se camufla detrás del perchero, pendiente del desagradable viento. «Qué tranquilidad se respira aquí», comenta con frecuencia la gente que viene a visitarme.
«No en los días de viento», contesto.
Mi casa está apartada de la carretera. «¿Oyes el camión?», pregunto a mis visitas, pero solo oyen la quietud. Sus oídos no perciben el camión que se aproxima.
El tiempo que paso centrada en el arte de escuchar ha aguzado mi sentido auditivo.
Me despierto temprano, con la aurora despuntando al este. Ha llovido de nuevo esta noche, y ahora el cielo pálido se vuelve a encapotar.
Lily, inquieta, camina de aquí para allá. Las tormentas la ponen nerviosa, y esta, con repentinas tronadas, es peor que la mayoría. Las granizadas estivales en Nuevo México son asombrosas y extraordinarias.
Lily ronda a mi lado en busca de cobijo. «No pasa nada», la tranquilizo. Pero se avecina lo peor. Una segunda tronada anuncia una sorpresa. Con un sonido parecido al redoble de un tambor, el cielo lanza un aluvión de diminutos proyectiles de hielo.
A mí el sonido del granizo me resulta reconfortante, pero no a Lily. Mi casa tiene grandes ventanales, y Lily evita mirar fuera.
«Solo es granizo, cielo», le digo. Me gustan los ventanales con su vista panorámica de la tormenta.
Mientras observo como la granizada tapiza el jardín de diminutas bolas plateadas como canicas. Una tercera tronada nos avisa de que la tormenta va para largo.
Me acerco a la ventana más grande y contemplo, embelasada, cómo la granizada deposita su reluciente carga. Para mí, el granizo es más misterioso que la lluvia, más milagroso que la nieve.
Lily se resiste a dejarse cautivar. Se esconde debajo de la mesa de centro de la sala de estar. Y acto seguido, tan repentinamente como comenzó, el redoble de tambores de la granizada cesa por completo.
Lily recela. Tengo que convencerla para salir, la cojo en brazos. Desde la ventana que da al jardín tenemos buenas vistas de la granizada. Sujeto a Lily junto al cristal.
«No hay peligro», le aseguro. Ella se retuerce y se acurruca contra mi pecho.
«No hay peligro», repito en un tono lo más tranquilizador posible. Juntas, nos quedamos mirando por la ventana. El manto argénteo de la tormenta no tardará en empezar a derretirse.
«Granizo, Lily», susurro. Nos acurrucamos en el sofá, disfrutando de nuestra mutua compañía. Miro por el ventanal en dirección a las montañas. Un rayo de luz ilumina las cumbres.
Al echar un vistazo por otra ventana que da al jardín distingo resplandecientes trozos de hielo. Pero ya ha parado de granizar. De pronto, escuchamos de nuevo el reloj de la cocina.
El crepúsculo llega más oscuro y antes que de costumbre. Voy a la ciudad a reunirme con unos amigos. Al meterme en el coche, caen unas cuantas gotas de lluvia gruesa que salpican el parabrisas. Echo marcha atrás por el camino de entrada con un incesante y creciente tamborileo.
Esta no es una tormenta cualquiera: va in crescendo. El cielo vuelve a descargar un aluvión de granizo del tamaño de cubitos de hielo. Es como si unas fuerzas superiores hubieran cogido una gigantesca bandeja de hielo y le estuvieran dando una sacudida celestial.
Conduzco hasta la carretera principal; el granizo gana en tamaño y velocidad. Los cubitos de hielo se transforman en copos de nieve. A cuatrocientos metros de mi casa decido dar la vuelta con la esperanza de llegar sana y salva al amparo de mi garaje.
La tormenta arremete con fuerza, y temo que el parabrisas se haga añicos. Me meto por el camino de entrada, oprimo el mando de la puerta eléctrica del garaje y entro despacio.
La alarma emite un pitido estridente: ha saltado a causa del granizo. Tecleo el código dos veces y el pitido cesa. Lily corre despavorida a mi encuentro. La nueva granizada la ha asustado.
«No pasa nada, chiquitina», le digo. Recelosa, se queda rondando junto a mis pies. Me acerco a una ventana y echo un vistazo fuera. El granizo se ha esparcido como bolas de billar. Los pedazos de hielo están desparramados por el porche. Hay un ruido incesante.
«Mi pobre jardín», pienso. Miro por la ventana y lo contemplo cubierto de hielo blanco. Mis lirios continúan altaneros; mis rosas, vapuleadas, languidecen. Los iris están recibiendo una buena tunda. El macizo de lilas yace doblegado.
Lección aprendida: si cae una lluvia recia y con fuerza, se avecina una granizada, no un aguacero. De ahora en adelante procuraré no salir en coche.
Las granizadas pueden ser violentas: nada de canicas de hielo, más bien enormes bolas congeladas estampándose contra el suelo.
Mi teléfono suena con estridencia. Es uno de mis amigos, que llama para cancelar la cena; comenta que había salido a pasear con su mujer cuando les sorprendió la granizada.
Un coche que pasaba se apiadó de ellos y los recogió: la salvación en la amabilidad de los desconocidos.
A la mañana siguiente, el sol brilla en mi finca. El hielo ha desaparecido, como si nunca hubiese existido.
Llamo a mi amigo Nick Kapustinsky y quedamos para comer. Conforme desciendo por la montaña en dirección a la ciudad, me apena ver el destrozo que han sufrido los árboles.
La granizada ha baqueteado los árboles frutales, marchitando sus delicadas flores rosas y blancas. «A lo mejor el año que viene los árboles salen mejor parados», digo para mis adentros.
Este año han sufrido las secuelas del granizo. Me siento culpable al recordar lo que disfruté con la tormenta. Su manto argénteo resultó ser mortífero. Lily no se equivocaba al temer el aguacero.
Al torcer hacia el oeste por una carretera muy transitada paso junto a un cúmulo de forsitias. Ayer lucían un dorado radiante, pero el granizo ha hecho de las suyas y ha apagado su manto áureo.
Pero ¿qué es esto? Un macizo de lilas púrpura resplandece altanero. No han sucumbido al granizo. A continuación veo un manzano silvestre en todo su esplendor. Formulo una teoría: las flores púrpura resisten el granizo.
Recuerdo que, en mi jardín, los iris púrpura perforan el aire. A lo mejor he acertado con mi teoría. El púrpura real ejerce su dominio. En dirección oeste, pasando junto a más lilas, mi teoría de la supervivencia del más fuerte supera la prueba de fuego.
Los albaricoques y peras de un primoroso huerto tienen marcas marrones, mientras que en las inmediaciones, unas cuantas manzanas silvestres conservan su tonalidad púrpura.
Los albaricoqueros parecen dañados, mientras que los manzanos silvestres tienen un aspecto esplendoroso. El granizo es un villano.
Sé que la próxima vez que granice el embate me provocará sentimientos encontrados.
Nick y yo quedamos en uno de nuestros restaurantes favoritos: el Santa Fe Bar & Grill, donde la comida siempre está sabrosa.
Delante de tacos de carne y enchiladas de maíz azul rellenas de verdura, Nick me pone al corriente de que cometió la estupidez de desafiar la granizada para cubrir su coche con una lona con el fin de evitar que se dañara.
—Tuve suerte —señala—. Si una de esas bolas de granizo me hubiera golpeado la cabeza, habría sangrado.
—Y tanto que tuviste suerte —le digo, pensando en lo vulnerable que era a pesar de su alarde de hombría.
La granizada ya ha cesado, pero me ha dejado tocada. Ha sido tremenda e imprevisible, como los tornados de mi infancia. Mi parabrisas ha sobrevivido a la tormenta, pero el capó de mi coche tiene abolladuras circulares.
—Seguro que es posible arreglarlo —me dice Nick. Y acto seguido añade—: O puede que no. A lo mejor la lona ha servido para algo. Mi coche no tiene ni un rasguño.
Le comento a Nick que la granizada me ha dejado con los nervios de punta, y también a mi perrita. Nick sonríe de oreja a oreja.
—¿Con los nervios de punta? Mi gato sí que está con los nervios de punta. Estaba fuera cuando empezó, pero enseguida entró disparado y me miraba como diciendo: «¿Qué es esto? Arréglalo».
«Sí —afirmo para mis adentros—. Exacto». El granizo es un acto de Dios; los seres humanos no pueden arreglarlo.
Una de las maravillas de Nuevo México es que, con la misma rapidez con la que estallan las infernales tormentas, escampa. El viento sopla y cesa bruscamente.
La humedad se disipa y el barro se seca enseguida. El granizo transforma el paisaje en un mundo fantástico de hielo, pero a la mañana siguiente hace un caluroso día de verano como de costumbre, con árboles baqueteados y las abolladuras de mi coche como únicos vestigios de la tormenta.
Una vez en casa después de comer, Lily se retira a mi estudio, se acurruca en el sofá y se queda frita enseguida. Me hago un hueco a su lado y registro el tiempo de los últimos días: despejado, luego nuboso.
Lluvia, luego granizo. Frío, luego sol. Recuerdo el sonido del granizo, fuerte y metálico, del tamaño de monedas de veinticinco centavos cayendo con fuerza.
Lily sigue durmiendo mientras los recuerdos de los numerosos sonidos de la naturaleza se agolpan en mi memoria.
Prueba esto
Coge un bolígrafo y redacta un parte meteorológico. ¿Hace un día despejado, nublado, soleado, lluvioso…? ¿Qué impacto tiene el tiempo en tu entorno? ¿Y en tu estado de ánimo? ¿Te encuentras de un humor gris o radiante? Registra los sonidos del día.
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