Crónica desde la primera fila de los desfiles de Colombiamoda
Rocio Arias Hofman
En esta ciudad templada al calor podrán faltar abanicos pero, desde luego, hay “aires” por montones. Uno de los episodios más divertidos de estas convocatorias en torno a la moda es que todo el mundo se siente con derecho para revelarse, camuflarse, entretener su imagen ante los demás y jugar con esas otras tantas identidades que anidan en cada quien.
Según Larisa, una comunicadora social que hace fila en cuanto evento se programa, ella misma se da licencia para vestirse de colores neones (¡con la excusa de la tendencia, cuánto abuso de zapatos luminosos hemos visto estos días!) y para pintarse el pelo de colores. “Luego -me dice- cuando se acabe Colombiamoda volveré a mis camisetas grises, los jeans ajustados y el pelo recogido”. No es fácil distinguir, entre tanta pinta propia, a los 1.500 compradores internacionales que me aseguran los organizadores pululan por los pabellones en busca de marcas y productos colombianos. Si fueran suecos, filipinos o malayos sería más sencillo, su fisonomía los delataría enseguida. Pero la mayoría son latinoamericanos y son fundamentales para alcanzar la cifra de US$ 95 millones que Inexmoda se ha puesto como reto (US$ 15 millones más que en 2011). El grueso de los negocios se dará al finalizar una reunión a puerta cerrada el segundo día de Colombiamoda, de manera casi secreta, entre empresarios en el restaurante El Cielo.
Así, al rompe, los únicos que se diferencian con claridad son el grupo de modelos que se desplazan como garzas por los pasillos y los grupos de mujeres entre 30 y 50 años (la mayoría que acuden a esta cita) que se distinguen porque las licencias personales son una confesión a voces: turbantes, joyas y accesorios de enorme tamaño, bolsos colgando del antebrazo, algún hombro casi siempre al descubierto, vestidos muy mini con plataformas muy maxi, gafas Lumete (las más pudientes), Prada (las más chic) y cualquiera de lente enorme (las que prefieren los ojos a la sombra, por si acaso). Miro a las riadas de gente caminar con su estilo particular y no puedo evitar acordarme de la frase que Ian McEwan pone en boca de Clive Linley, el compositor musical que en la novela “Amsterdam” se pregunta ¿cómo se produce la mutación del pensamiento en obra?” “Pues así, deseándose ante el espejo, quizá”, me digo.