Cocinando con Jorge Isaacs

La cocina del Valle del Cauca es una de las más ricas en aromas y sabores de toda Latinoamérica. Diners rescata las delicias que aromatizan las páginas de la María y las lleva a su mesa. Buen apetito y lectura romántica.
 
Cocinando con Jorge Isaacs
Foto: Pixabay
POR: 
Tina Alarcón

Cali: ríos, árboles, pájaros, periquitos verdes, loros viejos que no olvidan, mangos biches con sal, panela, cilantro cimarrón, la brisa de las cinco de la tarde, el punto del dulce. Cali posee aromas que ninguna otra ciudad de Colombia tiene.

Las tardes huelen a camias. Las mañanas de sol, a piña; las de lluvia, a tierra fértil. A las cuatro sale del horno el pan de yuca, luego las almojábanas. En la noche el aceite crepita con los patacones y los aborrajados.

Y yo le dije que no, que era mentira, que el río había crecido con la luna y que confundía los sentidos, que los pi­­­­­­tazos eran el canto de las aguas y de los pájaros, los man­gos maduros que caían al suelo sin partirse, los lo­ros viejos que viven tres siglos y nunca olvidan…”, An­­­­­drés Caicedo, Destinitos Fatales (1971).

Desde el principio de las cosas, las verdes tierras del Valle del Cauca siempre contaron con una naturaleza generosa. Naturaleza: alacena, punto de partida y encuentro para ser felices, para vivir en la prosperidad por generaciones y generaciones hasta el fin de los siglos.

Ese pedazo de tierra es un resumen del trópico, de infancias lejanas, de los amores perdidos de Efraín: “Veraneras, caballos, acequias plagadas de pececitos de colores que los niños pescábamos con vasos de mermelada de boca ancha, pomarrosos, madroños, caimos, mangos, guamos, guayabos, grosellos, granadillos, nísperos.

Todos sabíamos de aromas y texturas, del punto de maduración exacta para armarse del garabato y empezar a tumbar frutas”. Las plazas de mercado eran pieza clave en las vidas de los caleños. Santa Helena, La Alameda. Negras enormes detrás de sus canastos, aun más grandes que ellas, adentro a la venta, en cucuruchos de papel: moras, lulos, piñuelas, ciruelas, icacos. Las plazas tenían su ritmo propio, La Alameda aún lo conserva. La algarabía de las marchantas, el canto negro que llegó al Valle en tantas voces africanas de las castas arará, lucumí, mandinga, chemo, chamba, nagón, congo, chalá.

Puerto Chontaduro: sonriente, los racimos del fruto mágico, baratos, coloridos, crudos. Cómprelo y cocínelo usted mismo: patas de res, algo de sal… que la grasa salga sola, olla enorme y ojalá fogón de leña. Deje hervir durante dos horas, luego permita que los frutos se enfríen sin presión, lentamente. Sírvalos en una fuente amplia, a su lado disponga de un salero.

No haga caso de modas nuevas donde embadurnan al buen chontaduro de mieles y limones. El chontaduro sólo cuenta sus misterios a medias, amor al primer mordisco o el desprecio eterno, no caben términos medios.

El champús es otro misterio develado a medias de la cocina del Valle del Cauca. A la hora en que los hombres volvían del campo se preparaba un jugo de varias frutas: piña, lulo, naranjas agrias y, para darle consistencia, maíz trillado y quebrado. El champús se endulzaba con miel aún caliente del trapiche familiar.

Banquete en el paraíso

Cali se hizo ciudad gracias a sus haciendas vecinas. Haciendas de esclavos, casas solariegas que la literatura costumbrista del siglo XIX inmortalizó en dos novelas inocentes y combatidas. Una de ellas, la más cercana, es El Alférez Real, de Eustaquio Palacios, que se desarrolla en la hacienda de Cañasgordas a muy pocos kilómetros de Cali.

La segunda, María, de Jorge Isaacs, tiene lugar en El Paraíso, casona ubicada en las faldas de la sierra, a la vera del camino que conduce a Amaime. En aquellas haciendas se hizo la primera cocina vallecaucana y caleña. Grandes galpones vecinos a las casas, donde siempre estaba prendido el fogón de leña, un poco más lejos el trapiche con sus aromas a melaza y el zumbido eterno de las abejas golosas.

“Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí. Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas: y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora”.

De esta comida en El Paraíso se deduce cómo fueron influyendo preparaciones venidas de otras partes de Colombia y del mundo. Cuando se habla de colaciones, nuestras mentes vuelan a las clausuras de los conventos castellanos. Pan de yuca, cucas, acemas, panderos, arepitas y envueltos con corazón de dulce de piñuelas.

“José me condujo al río y me habló de sus siembras y cacerías, mientras yo me sumergía en el remanso diáfano desde el cual se lanzaban las aguas formando una pequeña cascada. A nuestro regreso encontramos servido en la única mesa de la casa el provocativo almuerzo. Campeaba el maíz por todas partes: en la sopa de mote servida en platos de loza vidriada y en doradas arepas esparcidas sobre el mantel.

El único cubierto del menaje estaba cruzado sobre mi plato blanco y orillado de azul. Mayo se sentó a mis pies con mirada atenta, pero más humilde que de costumbre. José remendaba una atarraya mientras sus hijas, listas pero vergonzosas, me servían llenas de cuidado, tratando de adivinarme en los ojos lo que podía faltarme. Mucho se habían embellecido, y de niñas loquillas que eran se habían hecho mujeres oficiosas. Apurado el vaso de espesa y espumosa leche, postre de aquel almuerzo patriarcal, José y yo salimos a recorrer el huerto y la roza que estaba cogiendo”.

La influencia paisa se siente en muchos platos regionales del Valle. Los viajeros que de la gran Antioquia llegaron al Valle a construir sus hogares, trajeron entre sus alforjas recetas llenas de maíz y anís. De nuevo el gran mortero de la cultura universal une y empuja.

Del arroz que los árabes habían llevado a España y que en la península se había cocinado en paellas de todo calibre, en el Valle se hizo una adaptación muy a lo Nuevo Mundo: el Atollado. Plato bandera, plato único y de mucha más importancia que el sancocho, que en todas partes se cuece. Dicen los que saben que el arroz atollado fuera de ser pariente de la paella española es primo lejano del risotto italiano, cuestión de consistencia y del consabido toque de azafrán.

Recetas

Arroz atollado de pato

Ingredientes
1 pato de 3 libras, despresado
2 tazas de arroz
10 tazas de agua
Taza y media de hogao
1 libra de papas amarillas o criollas, mejor pequeñas para ponerlas enteras
1 cucharada de raíces de azafrán molidas
2 ajíes criollos en rajitas
2 cucharadas de cilantro y de perejil bien picados
Sal
Ajo
Cominos al gusto

Preparación

-Cocine el pato en el agua durante una hora hasta que esté blando. Sáquelo y remuévale el pellejo, píquelo y frítelo en aceite para que quede como chicharroncitos. Desmeche la carne del pato. En un caldero, sofría la carne, el hogao, el ajo, añada el agua y llévelo a fuego medio hasta que reviente el arroz y empiece a secar.

-Revuelva con frecuencia, agregue las papas, revuelva, baje a fuego lento y deje cocinar por 25 minutos, revolviendo hasta el fondo para evitar que se pegue y se ahúme, rocíele las yerbas y deje reposar unos minutos. El arroz debe quedar bastante asopado, si es necesario agregue más agua. Esta receta es original de Carlos Ordóñez.

-Finalmente decore con huevo duro y con rodajas de chorizo, acompañe siempre con tajadas de plátano verde bien a lo caleño.

Champús

Ingredientes

5 litros de agua fresca
1 libra de maíz trillado y quebrado
Panela y media para el melado o más si se quiere bien dulce
10 lulos cortados en dos, sacándoles la pulpa con una cucharita
1 piña pelada y picada finamente
2 tazas de jugo de naranja agria
6 hojas de naranjo agrio
6 clavos de olor
5 astillas de canela
2 cucharadas de ralladura de cáscara de naranja agria

Preparación

-Cocine el maíz en el agua durante una hora, hasta que esté tierno. Sáquelo y muélalo. Regréselo al agua, disuélvalo. Con otro poco de agua prepare el melado de panela, añada los clavos, la canela, las hojas de naranjo. Mezcle todo con el aguamasa de maíz.

-Mezcle las frutas, algo de hielo para enfriar y la ralladura. Este champús con un buen toque de vodka es un aperitivo muy especial. Esta receta es también de Carlos Ordóñez, el grande de la cocina vallecaucana al igual que el inolvidable Eladio Muñoz.

         

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noviembre
17 / 2017