La historia oculta de la gastronomía mundial
Lácydes Moreno
La gastronomía como la conocemos hoy está llena de sensibilidad, tiene conceptos claros de belleza y estética, así como una armonía entre la naturaleza y la buena alimentación. Sin embargo, no siempre fue así, antes de este avance -incluso antes de la agricultura- vivimos una brutal depredación de los animales y la vegetación. La humanidad se debatía entre sobrevivir en un mundo salvaje y encontrar algo con lo que podía llenar su estómago. Sin embargo, aunque no lo parezca de estos tiempos venimos preparando las recetas más conocidas del mundo.
Así lo heredaron los griego, en el periodo clásico, cuando la gastronomía trata de perfilarse con los salmonetes, las anguilas, los corderos, los lechales asados, las perdices y la implementación del aceite de tomillo o de cebolla para enriquecer el sabor. A esto se le sumó la carne de buey, los intestinos, la sangre y las grasas que vienen de la alimentación prehistórica, así como el hecho de comer en compañía como un acto que expresa la conformación de la sociedad como la conocemos hoy.
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¿La gastronomía viene de Roma?
En el caso de Roma su esplendor está entre la formación de la República y el primer siglo del Imperio. Esta época la marcó Lúculo, considerado el paradigma de culto y delicado anfitrión. Este personaje nos enseñó las prácticas junto al fogón y se diferenció por ser un elocuente orador, humanista que las artes y las letras, pero su leyenda ha pasado a la historia por el primor de sus atenciones tan esmeradas para la gastronomía en la que decía: “Sírvenos en el salón de Apolo”.
El mayordomo sabía que el coste del cubierto en aquel salón era de veinticinco mil setecientos, es decir, el más sencillo, pese a lo exorbitante de la suma, ya que era el mínimo que gastaba por comensal.
Aunque Lúculo quiso les dio una comida mezquina.
Otro día Lúculo por casualidad, no tenía invitados. El cocinero pidió la orden.
“Estoy solo”, le dijo Lúculo.
El cocinero pensó que un cubierto sería suficiente, por tanto, actuó en consecuencia. Cuando terminó de comer Lúculo llamó al cocinero y le reprendió severamente por la mezquindad de la comida.
-Señor, dijo el cocinero, estaba usted sólo…
-Justamente, los días en que como solo, son cuando más se han de esmerar – replicó el romano-, pues ese día Lúculo come en casa de Lúculo.
Refinamiento de los platos de hoy
El refinamiento romano se reflejaba especialmente en la disposición de los platos, sobre todo cuando se trataba de actos llenos de esplendor. Los entremeses consistían en erizos de mar, ostras a discreción, diferentes almejas, tordos con espárragos, gallinas cebadas o pastel de mariscos. A continuación, aparecían variados platos de mariscos, papahigos, riñones de ciervo y de jabalí, aves empanadas. Y como si toda esa vendimia gastronómica fuera poca, reclinados en el triclinium, después de lavarse las manos, les llegaban pecho de cerdo, cabeza de jabalí, pastel de pescados o filetes de corzo.
Los romanos se apasionaban por los sabores fuertes. De sus largas conquistas traían muchas y exóticas especias. Apicio, quien dejara uno de los primeros libros de cocina que se conocen, registra la siguiente receta, con el nombre de patina quotidiana:
“Hágase una pasta de sesos previamente cocidos y sazone con pimienta, cominos, extractos de especias, caldo, vino cocido, leche y huevos. Se cuece al baño María o a fuego lento”.
Entre más impacto sensorial en el gusto mejor
Muchas de sus salsas eran, para nuestros días, bastante desconcertantes en la gastronomía, por las bruscas combinaciones. La más popular era el garum, condimento básico, cuyos milagros han llegado hasta nosotros, con los siguientes ingredientes: jugo de pescados de España, generalmente arenques y caballas, puestos en salazón en toneles y aplastados con grandes piedras; después, se mezclaba con otros productos como vinagre, agua, aceite o vino para la gastronomía de la época.
Pero ninguno de estos ejemplos dio motivo para que los platos, las salsas, las tortas, los corzos, mariscos o aves fueran bautizados con nombres de figuras, cocineros o magnates.
En los días de la Grecia clásica no aparece un cordero a lo Homero, ni unas codornices a lo Pericles, ni una salsa a lo Píndaro. Como tampoco durante el imperio romano un corzo a lo Tiberio, ni una merluza a lo Julio Pontiano, ni un urogallo a lo Julio César. Posiblemente esos nombres aparezcan en los menús sofisticados de los restaurantes a la moda de la hora actual para pescar intonsos o turistas en trance de figuración internacional, pero no se conocieron, en aquellas calendas, ni siquiera con la inspiración de una batalla célebre.
¿En qué época aparecen las salsa de hoy?
Sólo con el auge y preponderancia de las clases medias urbanas en el siglo XVIII y XIX, aunque ya en el siglo XVII, aparecieron las salsas Bechamel, la Richelieu o a la Colbert, como lo ha observado Revel, se produce una alianza entre la cocina popular y la sabia, la inconsciente y la voluntaria que ha venido en llamarse “cocina burguesa”, calificada en muchos tratados y que, manteniendo la solidez y los aromas de la cocina campesina, añade la inquietud y “clase” de la alta gastronomía.
Esta feliz simbiosis se fue extendiendo y afianzando en Francia, especialmente, con el éxito de los restaurantes que, desde 1760, comenzaron a funcionar, suministrando apenas algunos caldos de gallina para convalecientes o a quienes necesitaban restaurar las energías después de la dura brega diaria.
Mas la sensibilidad abría la flor de su expresividad y los fonderos, chefs o simples marchantes, aguijoneados por la clientela emergente o por el carisma de los dueños del poder, de las nuevas glorias que encendía el alma popular, se les dio por aprestigiar las creaciones gastronómicas con sus nombres, o en razón de situaciones imprevistas a la hora de elaborar un plato o por contingencias históricas.
El paso a las recetas refinadas
En otras oportunidades, pero siempre con el mismo vuelo de la simpatía, muchos platos de la gastronomía nacieron a la identificación universal por el enamoramiento desfalleciente, por el prestigio del genio literario o el músico de renombre; en el zar lejano pero atractivo o en el recuerdo de un sitio evocador y tierno a los sentimientos.
En aquella tarde del 14 de junio de 1800, cuando las tensiones agitan su corazón “y golpea nerviosamente el suelo con su látigo mientras pasa ante él su ejército vencido”, llega el refuerzo de Desaix, el mejor de sus generales, y gana el gran corso la batalla de Marengo.
Sólo hay desolación en aquel campo piamontés y 15.000 cadáveres, entre ellos el de Desaix, quien ha perecido heroicamente allí. En el día Napoleón no había pasado bocado y le pide al suizo Dunan, jefe de las cocinas de Bonaparte, algo de comer. Por desgracia las reservas alimenticias no habían llegado.
La gastronomía poética de la guerra
Pero, como en todo buen cocinero que se respete, su imaginación alzó el vuelo y, junto con varios soldados, se fue al pueblo semidestruido y arruinado donde aún ardían muchas casas por el fuego de la batalla. Y allí descubrió: tres huevos, cuatro tomates, algo de harina, media docena de cangrejos de río, un pollo, unos dientes de ajo, un poco de aceite, una botella de vino blanco.
Con esos elementos, especialmente con los cangrejos, le fue servido al fatigado general un plato que devoró ávidamente. Y un crítico esclareció la situación. Al día siguiente, por la noche, Dunan le sirvió lo mismo pero sin los cangrejos de río y, por primera vez desde que servía al gran jefe, fue llamado a la mesa y, después de terminar el pollo, le dijo:
-Oiga, Dunan, aquí falta algo ¿no?
-Sí, mi general. Ayer puse unos cangrejos de río, pero hoy no encontré y, además, pensé que…
-¿Qué pensó, Dunan?
-Mi general, cangrejos y pollo…
-A partir de ahora quiero que me sirva ese pollo con cangrejos despuésde cada batalla victoriosa. ¿Me oye, Dunan? ¡Y no vuelva a cambiármelo!
El pollo a la Marengo había nacido
Luego salió por los caminos del mundo, en versión aproximada, la ternera a la Marengo. Pero, lo que es más dramático, la receta original ha sido tergiversada, falsificada, y en cualquier figón le dan al desprevenido parroquiano un simple pollo estofado, sin el toque primordial de los cangrejos, ni siquiera con el vino blanco y el caldo con que se le quiso mejorar después.
Aunque Revel sostiene que la idea de Dunan no dejaba de ser un pollo a la provenzal frito en aceite, con tomate y ajo. En sus orígenes era una fritura, y hoy es un estofado. Doctores tiene la santa gastronomía.
¿Qué pasó con la cocina en Rusia?
Durante los Romanov, la dinastíaque tanto hizo para unificar a Rusia, y tal vez más que un Pedro el Grande o Catalina I, en homenaje a Alejandro I, admirador del primer cónsul, aparecen los medallones de corzo Romanov.
¿Sería inventiva de Antonin Careme, el genio de la cocina del primer imperio francés y de la Restauración? Posiblemente, si advertimos que después de estar en la casa del príncipe de Condé, luego durante once años en la cocina de Talleyrand, quien lo llevó como uno de sus auxiliares más importantes al congreso de Viena, estuvo como cocinero del zar de Rusia en San Petersburgo.
Y a propósito, la tradición recoge que, visitando el zar de Rusia las magníficas cocinas del palacio de Talleyrand, sólo un personaje continuó con su gorro blanco puesto en la cabeza.
“¿Quién es este insolente?”, preguntó el zar.
“La cocina, majestad”, respondió Talleyrand, con su acostumbrada solemnidad. Pocos meses después Careme viajaba hacia San Petersburgo, rendido sin duda el zar ante su prestigio sobre la gastronomía.
El secreto de la cocina
La constelación de perfumadas salsas y estofados, de terrinas y patés, salamis y muselinas, bogavantes y supremas de ave, de jabalí y liebres, fueron apareciendo así en el firmamento de la gastronomía. Ragout Talleyrand, justo reconocimiento a Charles Maurice de Talleyrand, primer obispo de Autun, quien así como era consumado intrigante político, ambicioso y sutil en el juego diplomático, no sabía freír ni un huevo, cuando de cocina se trataba.
Él se reservaba, en cambio, para ejercer el arte cisoria con suprema habilidad y elegancia, al cortar en sus espléndidas mesas un jugoso solomillo o un suculento pernil de cordero primaveral. La salsa a la Colbert, en recordación del famoso ministro de Hacienda de Luis XIV; alcachofas a la Grimod de la Reyniere, en homenaje al célebre e ingenioso epicúreo, primer periodista sobre temas gastronómicos con su El Almanach des Gourmands y el Manuel des Amphytrions.
Es cuando Rossini abandona sus áreas y se convierte en virtuoso de la cocina, de donde se conocen los canelonis a la Rossini y la salsa Rossini, siempre con trufas y patés foies, como distintivo de su estilo, así como huevos “peche” o en “cocottó” a la Rossini, enriquecidos con vino de madera.
Los comilones y sibaritas aprueban esta evolución
El señor vizconde Francois René de Chateaubriand, quien llenó la época del romanticismo francés con su prestigio político y, sobre todo, literario, dejó fama también de sibarita y comilón. La carne era su predilección, a veces él mismo la preparaba, especialmente a la parrilla, mas respetable de espesor. Al visitar el restaurante que le era familiar, el propietario pedía enseguida al chef:
“Un chateaubriand”. Quizá en sus días de esplendor diplomático en Suecia o Prusia, Montmireil, el cocinero que lo acompañó por largos períodos, perfeccionó la forma de preparar este bistec. Que en una receta antigua que leí hace tiempo, era muy diferente y más opulento que hogaño, pues el trozo de carne, de unos cuatro dedos de ancho, se cortaba del centro del lomo y encerraba en otros dos más delgados, sujetándolos con un bramante, pues la intención era conservar jugosa la carne central y servía apenas una porción principal.
Pero hay variantes sobre el mismo tema…
Chateaubriand a la parrilla., a la sartén e inclusive en el horno. A la Parmentier, que en este caso, después de freír en la sartén la carne, apenas en unos 220 gramos, se enriquecen con una salsa a base de mantequilla, hongos cortados en lámina, harina, salsa de tomate y azúcar y, finalmente, papas hervidas en rebanadas. Y por ahí salió Sir Harris Luke con su chateaubriand”Victor Hugo”, acompañado de otra salsa.
Pero el original chateau bríand, cuyo nombre perdura en menús y menús, sin autenticidad y cierto nihilismo cibario que lo troca en chocante falsificación, es sencillo hasta cierto punto, pues apenas saltéis el grueso bistec y dora por ambos lados; y aunque se indica como salsa acompañante a un base de mantequilla, perejil picado, ajo, sal, pimienta y jugo de limón, prefiero otra chaperona para esta jugosa carne, como la salsa bearnesa, mi predilecta, dentro de las emulsionadas, y sin que falten unas papas fritas como mandan los cánones.
En fin, la lista es interminable, todo un mundo de sensaciones gulusmeras, en el que entran un sentido positivo del arte, la creación sutil, la predilección por el refinamiento de la vida.
La cocina de Francia y China para el mundo
Pero estas proyecciones del espíritu son dables sin duda, cuando la cocina toma alturas superiores. Y, ese privilegio no se le puede quitar a Francia, ni posiblemente a la China, pueblos que han conseguido tal grado de sutileza, de decantación en el tratamiento de elementos bárbaros, naturales o simples, que es asombroso y delicioso apreciarlos luego, por qué no decirlo.
Entre nosotros las posibilidades de recrear un plato y bautizarlo con dignidad oprimir son casi imposibles. Tenemos otro sentido del acto mandatario, y que hay tendencias a ciertos cambios, nos resignamos con lo que recibimos y nos dan. Apenas nos alimentamos si hablamos de la gastronomía.
El Bebé de Colombia
Pero afloran casos. Ernesto Carlos Martelo, el Bebé, para quienes lo quisimos desde temprana edad, pasó por la vida con dones magníficos y condiciones humanas excepcionales. Tenía la herencia soterrada de la gente de su tierra, en cuanto hacía a una discreta pero tácita elegancia; un sentido vital y de la vida.
Como había viajado muchísimo y visto el mundo el mundo con ojos enamorados, sabía escoger la flor y el perfume excepcional para la mujer reclinada sobre sus propios sueños. O sabía seleccionar un buen plato, un vino capitoso para compartirlo con fraternos amigos, en quienes depositaba siempre su clara simpatía, su talento su cordialidad sin sombras. Era el amigo y el personaje inolvidable de la gastronomía.
Su tiempo quizá no fue este. Yo lo imagino más bien en la Europa, en el París de la “Belle Epoque”, cuando se dieron en aquella ciudad “la mayor gracia,las delicadezas del cuerpo y las gentilezas del espíritu”. Período en que la música y el sentido del encanto tenían un tono ligero, sonriente, si se quiere algo decadente tal vez, pero al mismo tiempo y por lo mismo palpitante de vida.
Para el Bebé, André Sabouret, chef galo que aprestigió por algunos años la cocina del Hilton de Bogotá, creó, no podía ser para otro, los Langostinos a la Martelo, exquisitos y por los que pasa un perturbador acento pagano. He querido rescatar la receta de esa creación gastronómica, plato que estuvo incluido meses en el menú del antiguo Le Toit, el restaurante más exigente del Hilton, como regalo navideño a los amigos, que fueron muchos, del siempre presente Bebé.
Receta de lujo para compartir en familia
A continuación encontrará los ingredientes para seis personas:
36 langostinos grandes sin cáscara
15 tomates sin semillas y picados finamente
1/2 taza de aceite de olivas
2 dientes de ajo machacados
1 cucharada de perejil picado
1 cucharadita de hierbas de provence
1 cucharadita de jugo de limón
1 taza de crema de leche
1 copita de coñac o brandy
300 gramos de queso Mozzarela
6 fleurones (galletitas hojaldradas en forma de pescado)
6 porciones de arroz blanco cocido salsa negra sal y pimienta al gusto
Preparación
1. Saltear en la mitad del aceite de olivas los tomates, los dientes de ajo machacados y el perejil. Poner las hierbas de provence y mezcladas. Incorporar la crema de leche y Sazonar. Hacer reducir un poco a fuego lento. Rectificar la sazón.
2. Marinar los langostinos con sal, pimienta, jugo de limón y la salsa negra durante 10 minutos.
3. Saltear en el resto del aceite de olivas los langostinos.
4. Flambear con el coñac o brandy y agregar la salsa provenzal. Dejar cocinar 5 minutos. Tomar seis cazuelas: en cada una de ellas se colocan seis langostinos, salsa provenzal encima, se cubren con una tajada de queso mozzarela y se gratinan bajo la salamandra o el horno.
5. Se sirve cada taza con un fleuron (galletas hojaldradas en forma de pescado) encima y una porción de arroz blanco por separado. Si se desea, se puede servir con una porción de legumbres aparte.