Entre el acervo y la sorpresa, así es la cocina de Colombia
Claudia Arias
l bofe no ha formado parte de mi dieta. Creí que el único que lo disfrutaba era mi perro Yeiko. En él pensé durante mi visita al restaurante Oda, en noviembre del 2022, al probar por primera vez la cocina de Jefferson García. El pulmón integraba un plato colorido, complementado con wasabi, rábanos, cebolla, kale y vinagreta; una combinación de texturas y sabores que, entre la contundencia de la proteína animal y la frescura de los vegetales, me cautivó.
Hoy, ya por fuera de Oda y al frente del proyecto Afluente, mientras recorre el país antes de abrir su restaurante, Jefferson recuerda que, de niño, los sábados o domingos su mamá les preparaba papa salada, bofe y arroz con leche. “La combinación más rara, pero era lo que nos hacía. Nos comíamos lo de sal y cerrábamos con el arroz con leche”. A ella acudió cuando pensó en incluir pulmón en el menú; sumó otros ingredientes de productores cercanos y su mirada de cocinero actual.
Mientras apostamos por la difusión de la cocina colombiana y de sus ingredientes, parece inevitable volcar la mirada sobre productos como el tucupí, el pirarucú, el sacha inchi, el mambe o las hormigas. Su exotismo y desconocimiento antojan, pero no son los únicos que tienen algo para contar. Existen muchos productos de origen vegetal, animal y hongos, en ocasiones más próximos, y quizás por eso a veces ignorados.
Esto lo confirma Álvaro Clavijo, de El Chato, que abrió hace una década sabiendo qué quería cocinar, pero sin tener claro el tipo de restaurante. “Entonces empecé a identificar ingredientes, muchos de ellos desconocidos y en riesgo de desaparecer, pues los productores dejan de cultivarlos si no se venden. Nada tan exótico: zanahorias y remolachas de colores, lima y hojas de kaffir, guascas…”. Habla también de los tubérculos —chuguas y cubios, en particular—, que prepara ahumados y además constituyen otro mundo por descubrir.
¿A qué sabe Colombia, entonces? Cocineros que visitan el país alucinan con la variedad de frutas, muy consumidas frescas y en jugos, pero llenas de posibilidades menos exploradas. Clavijo las usa en fermentaciones y clarificaciones, para potenciar sabores. En su opinión, la de este país es una cocina que sabe a achiote: “Cocinar con achiote me recuerda por qué hago lo que hago; los olores y las mezclas de nuestra cocina son maravillosos”, señala. Los postres son, por supuesto, otro camino para esa despensa. Hace poco utilizó mamoncillo en una cena en Hong Kong, inspirado en el lichi, “pero este es astringente, no dulce, un aporte de sabor interesante”.
Sobre las frutas también, Jefferson García recuerda que en la carta de Oda ofrecían una tartaleta de helado de queso de cabra con pera. Un día, una periodista le preguntó por qué usaba esa fruta, que le daba a la preparación un aire francés, teniendo tantas opciones aquí. Este interrogante lo puso a pensar y a explorar, y terminó preparándola con mango biche. “Quedó diez veces mejor”, recuerda.
Modas pasajeras y peligrosas
Catalina Vélez lleva dos décadas dedicada a recorrer Colombia, conocer productores y aprender de las cocinas tradicionales. En sus restaurantes Kiva y Luna, formatos más de alta cocina que abrieron camino en Cali por allá en 2008 y 2009, ya mostraba ese interés. Tras cerrarlos y seguir su exploración, hoy regenta Domingo, concepto gastronómico, y Domingo Amasa, panadería, conservas y fermentos.
Reflexiva y crítica, llama la atención sobre cómo “todo se pone de moda, pero en ese camino los productos dejan de estar protegidos. Algunos alimentos se ven amenazados por sobreúso o exceso de demanda: el cacao, el aguacate, el açaí o naidú, el coco, el atún”. Y coincide con Clavijo en que otros tienden a desaparecer porque no los conocemos o no los compramos.
“Pero esto se trata de una celebración”, dice, para que quede claro que la exploración de los sabores propios es algo para exaltar, sin olvidar que “el equilibrio natural depende de la explotación, pero lamentablemente queremos tener productos a toda costa”.
Habla del uso de la hoja y la harina de coca. Esto le parece interesante, pero implica además resignificar la planta, estigmatizada por el tráfico de drogas; no se trata solamente de utilizarla en la cocina, debe haber una reflexión. También se pregunta si cuando queremos ponerles tucupí a muchas preparaciones o incluir palmitos vegetales en las cartas, hemos indagado si las comunidades que lo producen, en el caso del primero, tienen yuca suficiente para prepararlo para ellos, antes de suplir una demanda para la que no están preparados. Se cuestiona si hemos pensado en qué implica el monocultivo en el que se constituye la palma de la que proviene el segundo.
“Hay que celebrar el territorio, la identidad, pero no como moda, sino como recurso sostenible, para hablar de nosotros desde las posibilidades, extensas, pero también desde nuestras responsabilidades en un planeta sobreexplotado. ¿Cómo asumimos la magnificencia de lo exótico para que sea sostenible para todos?”, cuestiona. Entonces saca otra lista de productos llenos de posibilidades que empleamos poco: balú o chachafruto, mamey, piñuela, chirimoya, granadilla de quijo, papas nativas, papas mashas y arracachas.
Diversidad y aprovechamiento
Quizás este momento de florecimiento culinario sea la oportunidad de pensar qué estamos dispuestos a aportar para hacerlo sostenible, en términos ambientales y económicos, así como a lo largo del tiempo. El uso de la totalidad de los animales es una de esas prácticas. Los cocineros apuestan por cortes que han sido menos valorados, crean platos diferentes y sabrosos con técnicas e ingredientes novedosos, que muchos comensales, por desgracia, no están dispuestos a probar.
A García le pasó con las mollejas. Al principio no las encontraba en el mercado, le decían que salían muy pequeñas y nadie las compraba, pero igual se las comenzaron a despachar; entonces las incluyó en la carta y algunos comensales empezaron a pedirlas con cierta resistencia. Seis meses después, su proveedor había subido el precio porque otros restaurantes principiaron a interesarse, además de que algunos clientes querían comprarlas para prepararlas ellos mismos. “Hay que atreverse”, dice.
Clavijo cuenta que cuando trabajó en España, “me resultó extraña esa mezcla de casquería, más en lugares que están junto al mar, pero el reto es superar las propias taras mentales”, reflexiona. Así, en El Chato han tenido vísceras diversas, corazones de pollo muy apreciados y, en general, exploración de productos que ni el mismo cocinero tenía entre sus favoritos: “No hay ingredientes malos, sino mal cocinados”, recuerda.
Colombia sabe a abundancia, a riñón de res, a cachete de cerdo, a bofe y asadura. Sabe a limón mandarino, guanábana y anón. Colombia sabe a pirarucú y a cachama, a rescoldo, a cacao y café, a guiso, a hogao. Sabe a hierbas de azotea. Sabe a los secretos que guardan desiertos, bosques, selvas y páramos, algunos con productos que, en aras de la sostenibilidad, es mejor no explotar. Jefferson García, explorador de los páramos, cuenta que encontró una hoja muy especial: “Al probarla, picaba como un chili, pero se iba en segundos. Una hoja divina. La publiqué, se la mostré a la gente, pero no la voy a usar, no tenemos que caer en eso. He encontrado muchos ingredientes en el páramo, pero decidí no tocarlos. Punto. Hay que dejarlos quietos y que la naturaleza siga”.
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