El nuevo despertar de los vinos chilenos
Hugo Sabogal
Aquel trillado estereotipo de que Chile solo produce vinos “buenos, bonitos y baratos” no va más. Ahora el país suramericano, con una tradición de más de cinco siglos en la elaboración de la bebida, está viviendo un interesante momento de renacimiento, en el que se conjugan y conviven las fuerzas del pasado con las de la modernidad.
Varios hechos han contribuido a este repunte. Uno de ellos, de gran trascendencia, es el rediseño del mapa tradicional de las regiones productoras, que, en el pasado, obedecía más a razones políticas que a criterios geográficos y climáticos.
Otro asunto no menos relevante es la redefinición del Cabernet Sauvignon, el vino que ha sacado la cara por Chile en el mundo. Su manejo se había convertido en un estático libro de texto, cuya aplicación arrojaba vinos monótonos y agotadores.
Igual de importante ha sido la consagración de las zonas costeras para la elaboración de blancos y tintos ligeros de categoría mundial.
Pero lo más interesante, quizás, es la aparición de nuevas figuras individuales dedicadas a revaluar los principios tradicionales y a rescatar uvas y técnicas olvidadas.
Con respecto al nuevo mapa del vino chileno, su propósito es mostrar la diversidad y resaltar el papel que ejerce el territorio y los suelos en el estilo de cada etiqueta. Es así como se establecieron tres franjas longitudinales de oeste a este, que se llaman Costa, Entre Cordilleras y Andes. Los vinos producidos en cada una de ellas tendrán una identidad propia. No es lo mismo un Cabernet Sauvignon de altura, que otro elaborado en un valle caluroso o cerca de la costa.
La apuesta por la diversidad está claramente manifiesta en la cosecha de Cabernet Sauvignon de 2001, una de las más sorprendentes de los últimos años. Sin perder su complejidad, estamos ante un Cabernet Sauvignon más austero, menos alcohólico, más fresco, más frutado, más complejo y, sobre todo, más elegante. Tiene poco que ver con sus añadas anteriores, en las que se manifestaba opulento, concentrado en demasía y añejado en exceso. O sea, una explosión de intensidad que ocultaba sus mejores secretos.
Si bien es cierto que marcas tradicionales como Don Melchor (Concha & Toro), Casa Real (Santa Rita), Antiguas Reservas (Cousiño Macul) y Viñedo Chadwick mantienen el espíritu clásico, otros jugadores como Apaltagua, Pérez Cruz, Marqués de Casa Concha y Undurraga TH, entre otros, han comenzado a marcar la diferencia, favorecidos, además, con el beneficio adicional de poseer viñedos en distritos de Maipo como Alto Maipo, Puente Alto, Alto Jahuel y Macul, donde se concentran los mejores productores del país.
Por su parte, la Carménère –la llamada uva perdida de los Andes y estandarte internacional de Chile– tendrá que seguir bajo intensa experimentación hasta que su manejo pueda dominarse completamente. Sin embargo, tan solo 20 años después de su redescubrimiento, ya entrega vinos de excelente factura, en los niveles medios y altos (para mayor información, consulte la sección Hugo Recomienda).
En vinos blancos, Chile ya ha conseguido reconocimientos globales por la excelencia de los Sauvignon Blanc, Chardonnay, Pinot Noir y Syrah de tierra fría, todos procedentes de valles costeros como Casa Blanca, San Antonio, Leyda y Rosario. Los blancos, en particular, son vinos vibrantes de acidez y muy refrescantes, con toques ligeramente herbáceos y una muy convincente sensación cítrica. Son ideales para la cocina del mar, en un país con 8.000 kilómetros de costa.
Otros proyectos, que también apuntan a transformar el panorama de la enología chilena, están a cargo de jóvenes y creativos enólogos, que se están saliendo del molde habitual. Marcelo Retamal, por ejemplo, cosecha todas sus uvas más temprano para ganar mayor acidez, taninos más firmes (en el caso de los tintos) y una sensación, no de opulencia, sino de frescura y elegancia. También ha decidido poner a buen recaudo las barricas de roble nuevas, inclinándose por el uso de barriles ya usados. Y en una de sus líneas usa tinajas de barro, en vez de acero inoxidable. “Así logramos vinos más espontáneos y directos, y menos manipulados”, dijo en un reciente reportaje aparecido en la revista inglesa Decanter.
También están los franceses Louis Antoine Luyt y Marcel Lapierre, radicados en Chile, quienes han rescatado la uva País, traída por los españoles durante la Conquista y que hasta ahora se consideraba una variedad de tercera categoría. “Hacen un tinto amable y jugoso que dan ganas de beberlo por botellas”, dice el periodista Patricio Tapia.
Otro joven innovador es Rafael Tirado, quien ha abandonado el concepto de plantar hileras simétricas y organizadas, implementando un diseño circular, en forma de laberinto, con lo cual consigue nuevas sensaciones porque logra exponer la fruta al sol de diferentes maneras. “No podemos ir contra la naturaleza intrínseca de la vid, que es un organismo agreste y caótico”, explicó Tirado en el mismo reportaje de Decanter. Su marca de vinos Laberinto es un testimonio vigoroso y sorprendente de este nuevo estilo.
Y así podría hablarse de otras marcas creativas como Clos de Fous, Bravado Wines, Casa Marín, Falernia y Montesecano, entre otras.
Todo esto sin mencionar el llamado Movimiento de Viñateros Independientes (Movi), que reúne a otros enólogos poco conformes, quienes como condición para el ingreso a este club es que el interesado haga “el vino con sus propias manos, no tenga expertos en comunicaciones ni mercadeo, ni cuente con socios capitalistas”. Etiquetas como Clos Andino, Erasmo, Flaherty, Garage Wines, Gilmore, I-Latina, Sigla y Polkura son algunas de las más sorprendentes.
Así pues, Chile está dando un giro trascendental en su forma de hacer vinos, tanto en lo tradicional como en lo convencional. Bienvenida la evolución.
FOTOS: ARACELY PAZ