Ana María Giraldo: la colombiana que conquista las cimas más altas del mundo
Enrique Patiño
Ana María Giraldo no lo dice, pero lo sabe. Lo sabe bien, luego de haber ascendido seis de las siete montañas más altas de cada continente: cada meta que se alcanza en la vida es una cumbre ascendida y cada vez que se alcanza un logro es como si se colocara una bandera en la cima.
Hay momentos, por supuesto, en los que es necesario renunciar a las montañas y verlas como parte del paisaje, y otros en los que, llenos de coraje, arremetemos contra esas metas imposibles y ascendemos hasta donde podemos, con garra, conscientes de que podemos fracasar, pero que en intentarlo está la vida.
Hay muchas cosas que no dice la montañista colombiana Ana María Giraldo, pero que se pueden concluir. Como, por ejemplo, cuando recuerda la calma que se regaló a veinte minutos de coronar el Everest: en vez de darlo todo por llegar al sueño supremo de todo escalador, se detuvo a contemplar el amanecer. “El amanecer se habría ido. La montaña, en cambio, estaba ahí”, recuerda. Ana María respiró hondo y se dio cuenta de que en ese momento no tenía preguntas y que el runruneo de su mente se había detenido a 8.840 metros de altura. Vivió un momento de iluminación en el que entendió que no necesitaba ni le faltaba nada.
Justo ahí, la respuesta de por qué había hecho aquel esfuerzo brutal fue tan nítida como la que recibió hace casi un siglo George Mallory, antes de ser visto por última vez a 300 metros de la cima, cuando le preguntaron por qué estaba tan empecinado en subir esa montaña inhóspita: “Porque está ahí”, dijo. Los suyos eran otros tiempos, sin rutas establecidas y climas menos benévolos.
Así se ve desde el camino de expedición del Monte Everest.
Lo mismo dijo el alpinista Reinhold Messner cuando se convirtió en el primer hombre en escalar la montaña más alta del mundo sin oxígeno. La voz de esos pioneros pareció unirse en su ascenso y empujó a Ana María a seguir, junto con Mónica Bernal y Katty Guzmán, para convertirse en una de las tres primeras mujeres colombianas en alcanzar la mayor cumbre del planeta. Simplemente lo hizo porque estaba ahí. Y esa respuesta es suficiente para todo, para la vida.
Así empezó todo
Ana María fue nadadora de largas distancias desde los nueve años. Aunque era deportista consumada, nunca le pasó por la mente hacer algo más que cruzar piscinas o romper a brazadas kilómetros de aguas abiertas, al menos hasta que su hermano montañista, Juan Diego, la invitó a su mundo. Ella quedó cautivada con la belleza de las altas montañas y terminó por formar parte de la Liga de Caldas de Montañismo y Escalada.
Hasta ese momento, su atracción por las cumbres se resumía en una fascinación suprema por la naturaleza, que ella relacionó con el amor que le tenía tras haber vivido su infancia en medio del verde en Villamaría (Caldas). Con sus hermanos Santiago y Juan Diego ascendió hasta la cumbre del Nevado del Ruiz en su viaje iniciático y vio por primera vez la magnitud del cráter Arenas, sus glaciares y su ciudad natal de Manizales a sus pies, así como las cordilleras Occidental y Oriental. La visión le tocó el corazón. No le importó que la ropa con la que había ascendido fuera prestada y que nada combinara, sino el llamado de la montaña.
No fue casualidad que empezara a trabajar en el refugio del Parque Los Nevados, a 4.800 metros de altura, y que dedicara sus vacaciones a ascender en bicicleta hasta allí para vigilar sus cumbres de nieve y frío. En ese periodo subió también al Nevado del Tolima y al Santa Isabel para ver su propio Nevado del Ruiz desde otra perspectiva. Cuando pensaba que su montaña le había dicho todo, una sorpresa cambió el rumbo de la vida.
El equipo de montañistas colombianos que había ascendido al Everest en 2001 llegó al refugio y coincidió con ella. El escalador Nelson Cárdenas la presentó al grupo y todos se admiraron de verla ascender en bicicleta sin esfuerzo a una altura que roba el aire con facilidad. Fue una charla breve, casi mítica, y Ana María la guardó como el encuentro de una fanática con sus ídolos.
Dedicada a carreras de aventuras, olvidó el tema hasta que su mamá la llamó a Mosquera, Cundinamarca, donde acababa de correr una travesía extrema. Le dijo que la había llamado el escalador Juan Pablo Ruiz. Ana no se lo creyó. Solo la insistencia de su madre logró que devolviera la llamada. Quince días después pudieron hablar. El montañista fue directo y al grano: la invitó a escalar el Aconcagua, la cima suprema de Sudamérica. Hacía falta una mujer en el grupo y una serie de coincidencias los llevaron hasta ella.
Durante la expedición al Aconcagua.
La expedición consiguió su teléfono con la Unidad de Parques Nacionales. Gracias a esa llamada, la joven pasó de pensar en coronar las cumbres locales a comenzar a soñar con escalar las más altas del planeta. Del sueño al hecho hubo mucho trecho.
Entró en un periodo de preparación en el que se dio cuenta de la importancia de su tremenda capacidad pulmonar, ganada en sus años como nadadora. De hacer rifas y bazares para competir llegó a un universo de escaladores expertos que dominaban técnicas que ella desconocía y contaban historias fascinantes. Formó entonces parte de una expedición patrocinada, en la que debía demostrar que merecía ser la elegida.
En apariencia delicada por su contextura física, en el Aconcagua demostró de qué estaba hecha, aunque hubo un momento en que quiso rendirse. Nelson Cardona le recordó el compromiso de darlo todo hasta el final y Ana María siguió, sumida en un cansancio extremo, hasta coronar la cumbre a 6.969 m s. n. m. Mientras firmaba el libro de ascensos que hay en el Aconcagua, entendió algo nuevo en su vida: el poder del trabajo en equipo. Juntos habían logrado aquella hazaña. La unión sí podía hacer milagros.
Momento de sumar cumbres
Luego vinieron todas las demás. En 2003 escaló la cumbre más alta de Europa, el Elbrus, junto con la también escaladora colombiana Katty Guzmán, de quien aprendió su particular visión de la montaña, y el equipo de la expedición, con una ruta definida, y alpinistas tan diversos que le fue necesario aprender a trabajar a partir de la diferencia.
De camino a la cima del monte Elbrus.
La montaña siguiente fue un reto sobrecogedor: el monte McKinley o Denali, en Alaska, a 6.194 m s. n. m., “una de las montañas más hermosas y frías, en un paisaje remoto de dimensiones enormes, tanto de sus glaciares como de sus grietas, clima y geografía”, recuerda. Lo que marcó más su memoria fue el hecho de ascender siempre de día en el verano del círculo polar ártico. En ese paraje, casi irreal y en medio de una ascensión compleja, tuvo que acudir a su convicción de por qué estaba allí. Dudó. Sufrió. Se sintió desfallecer y se enfermó, pero alcanzó la cumbre.
En 2005, cuando se graduó como ingeniera industrial, surgió la posibilidad de formar parte de la primera expedición al Everest en la que participarían mujeres colombianas. Dijo que sí, sin dudarlo. “Una fuerza interior me condujo”, anota. Se mudó a Bogotá y dividió su tiempo entre conseguir recursos y ganar experiencia. Para estar a tono con semejante intento, viajó con el equipo a escalar el Sisha Pangma, la decimocuarta montaña más alta de la Tierra.
Allí vivió una de las experiencias más profundas de su vida. En el Himalaya experimentó la belleza pura e incluso se bañó desnuda en un río helado rodeado de majestuosos glaciares, pero también allí se dio de bruces contra una montaña superior a sus fuerzas y a las de la expedición. “Estábamos muy fuertes, pero éramos novatos en montañas de ese tipo. Solo llegamos a 7.000 m s. n. m. Nos devolvimos con lágrimas, dolidos por tener que irnos y alejarnos de esa meta. Una avalancha sepultó el campamento”. Ana María vivió la nostalgia y la pérdida, y entendió que toda derrota es una profunda enseñanza. Tanto, que gracias a ella pudo acometer, en 2007, la escalada al Everest.
Doce personas en un viaje de dos meses permitieron que cinco alcanzaran la cumbre, entre ellas, tres mujeres. Ana María ascendió consciente de que la acompañaban los espíritus de los grandes héroes que había conocido en libros y visto en documentales. A medida que subía, agradecía. Esa oración constante fue un canto a la montaña por permitirle estar allí, sin importar lo que sucediera. Finalmente vio el amanecer, coronó, lloró de emoción, vio el degradado de tonos en el firmamento y dio gracias a la vida.
Siguió el Kilimanjaro, la imponente montaña africana. Pero la vida es la vida, y después de casarse en 2012, la maternidad le recordó que hay otras metas y otros retos, no menos importantes, y que alcanzar la cima en ese caso significa dedicarse de tiempo completo a disfrutarlos. Primero Simón y luego Rafael llegaron a su vida. Siguió entrenando y subiendo nevados, hasta que en 2018 su esposo, abogado ambiental, le dijo que debía retomar su reto. Entre los dos planearon la búsqueda de recursos y él se comprometió a cuidar a los niños. Con empeño, Ana María coronó en agosto de este año el monte Carstensz, en Papúa Nueva Guinea, una escalada en roca que conquistó en un ascenso solitario por primera vez en su vida.
En la cima del Kilimanjaro.
Solo le queda una cumbre: el monte Vinson, en la Antártida. Ya se entrena y busca patrocinio para acometer la hazaña en 2020. Llevará consigo dos muñequitos de madera que simbolizan a sus hijos y un Yeti de Lego, que le recuerda a su esposo. Cuando corone, les hará una foto en la cumbre.
¿Por qué lo hace? ¿Para qué tanto empeño, tanta lucha y tanto riesgo? Porque está ahí. En la claridad de la vida, esa respuesta es más que suficiente.