La magia de dejar ir lo que no sirve y enfocarse en los cambios positivos

Si todo parece estar saliendo mal, puede que usted necesite un cambio de pensamiento en su vida. Al menos, a esto lo invita Diana Álvarez en su último libro. 
 
La magia de dejar ir lo que no sirve y enfocarse en los cambios positivos
Foto: Processingly via Unsplash
POR: 
Diana Álvarez

La periodista y escritora presenta Un duende en mi cabeza, una fábula que invita a identificar los errores que está teniendo en su manera de pensar y lo alejan de la felicidad, para así poder cambiarlos de manera consciente. 

Diners le comparte el primer capítulo de este libro

No lo podía creer: otra vez me quedé dormido en la hamaca mientras mis amigos, con los que había­mos estado compartiendo el día en mi finca, se regresaban para la ciudad. 

Cuando decidieron que era momento de emprender la marcha, acordamos que me esperarían en la estación de gasolina, máximo, diez minutos, mientras tanqueaban el carro y com­praban una botella de vino para llevar de regalo. 

Ya sabían de mi exceso de tranquilidad con el reloj, y por eso me ponían bajo presión cuando de llegar a una cita se trataba. 

Por mi parte, era solo cuestión de levantarme de la hamaca, ponerme los zapatos y echarme un poco de agua en la cabeza para esconder lo despeinado que estaba. 

De la puerta de la finca hasta la carretera principal donde está la estación de gasolina, que también es tienda, granero, billar, café y baño público, y que funciona hasta las nueve de la noche, solo hay doscientos metros; lo justo para llegar a tiempo y estirar las piernas antes de montarme una hora larga, en carro y sin derecho a ventana. 

Mi puesto con mis amigos siempre es el del medio; aun así, la idea de perderme el aventón no la considera­ba, pues detesto tomar el autobús para ir a la ciudad cuando ya el sol entrega su testigo a la noche. 

Si no llegaba a tiempo, ellos arrancarían para no faltar a la fiesta de cumpleaños de nuestra amiga Maribel, y yo tendría que llegar por mi cuenta. 

Siempre ten­go la costumbre de acostarme en la hamaca de mi casa de campo cuando se destiñe el cielo en las horas finales del día. Y justo eran las seis y cinco de la tarde cuando decidieron que era momento de salir.

Me embelesé con los colores del cielo, y… El caso es que me quedé dormido y cuando desperté ya eran las diez de la noche.

Me había perdido la celebración de mi amiga y me había ganado la bronca de todo el grupo de amistades en el chat; y lo peor, tenía mucha hambre y no había casi nada para comer.

Esculqué en los gabinetes de la cocina y encontré una bolsa de pan y un par de tajadas de queso en la nevera. Improvisé un sándwich. Lo acompañé con un jugo de tomate de árbol. 

Ya era tarde para salir a hacer mercado. Tampoco tenía mucho en los bolsillos. Volví a la hamaca. 

Cuando estaba por el segundo mordisco estiré mi brazo, sin mirar, para alcanzar el vaso de jugo debajo de ella, pero no lo tocaba, así que me giré hacia el piso, con pereza, y reparé en que no había nada debajo de mí. 

Al levantar la vista vi el vaso puesto sobre el marco de la ventana que del corredor da al salón principal. 

Sostuve el sándwich entre los dientes, y con ambas manos me aferré a los bordes de la hamaca para tomar impulso, pero al poner los pies sobre el piso de madera empujé el vaso de jugo y lo regué.

La piel se me puso de gallina. Hacía solo tres segundos que había visto el vaso en el marco de la ventana y ahora estaba debajo de la hamaca ha­ciendo un charco de líquido ácido que se metía por entre las tablas del corredor.

Cuando quise saltar el charco en puntas de pie, sentí que algo invadía mi espacio. No era algo: era alguien, diminuto respecto a mí.

Y por el susto volví a caer sobre la hamaca dando la vuelta completa hacia atrás por encima de la tela wayúu cayendo sobre mi cabeza y de espalda al piso.

Casi hasta mis labios llegaba un pequeño río na­ranja ocre, con sabor a tomate de árbol. Sentí más sed. Le pregunté quién era y me dijo que de nada serviría su respuesta, pues, igual, no le creería.

Era del tamaño de mi mano, un poco más gran­de, sonriente y de mejillas muy rojas. Como si se hubiera quemado por exponerse a un sol canicular. Llevaba botines, chaleco sin camisa y pantalones tipo Capri, de flecos en sus rodillas.

Con precaución me acerqué a la hamaca, y él, en dos brincos, como si tuviera resortes en sus botines, alcanzó el marco de la ventana por donde alguna vez pasó mi vaso de jugo.

—No creo lo que estoy viendo —le dije—. Tú no existes.

—¿Entonces por qué me hablas?

—Para disimular el miedo —respondí.

—¿Tienes miedo de algo en lo que no crees? ¡Qué tal que no me vieras!

Esa respuesta me sacó de mi estupor y solté una gran carcajada.

—¡Y ahora te ríes! —me dijo—. ¡Eso sí que es tener miedo!

Yo seguía riendo y, como pude, le dije, o me dije, no lo sé:

—Esto no está pasando. Esto es una locura. ¡Estoy hablando con un gnomo!

Sus ojos aguamarina me miraron fijamente y sus orejitas puntiagudas se levantaron como el hocico de un perro con rabia. Me frené y casi pedí discul­pas con mi gesto.

—De eso hablamos después —dijo, no muy a gusto—. Y no me hagas perder más tiempo, que no es tan temprano como crees; por lo menos, para mí.

Resolví entonces creerme lo que estaba pasando y, casi con vergüenza, accedí a su seña de volver a la hamaca, mientras él se paraba en la parte alta de ella tomando con sus manitos las cuerdas tensadas, como en un acto de circo.

Me atreví entonces a preguntarle su nombre y me hizo conformar con que más tarde lo sabría. Pero enfatizó en que no era un gnomo.

De mí sabía todo, y de mi familia, y de mis amigos y de casi todo aquel que me hubiera visitado o hubiera pasado por el corredor de la finca en el último año.

—Bueno, Hans —me dijo con firmeza—, debo mudarme mañana, así que tenemos poco tiempo y tengo un montón de cosas que solucionar contigo.

Mi extrañeza no se hizo esperar. Me explicó que nunca pasaba más de un año en un mismo lugar, o estudiando a una misma persona, para ser más exactos. 

Durante la última semana trató de acercárseme, pero como yo siempre estaba acompañado no se había dado la oportunidad de este grato en­cuentro, según él.

—Mañana parto, pero antes debo cumplir con mi deber —dijo con solemnidad.

—¿Y cuál es tu deber? —pregunté.

—En palabras sencillas, revolcar tu cabeza un buen rato.

—Pues ya lo lograste, porque casi me parto la ca­beza y la espalda por tu culpa.

—¿Ves? Siempre le estás echando la culpa a los demás de todo lo que te pasa —dijo mientras sus orejas se volvían a levantar—. Y ni qué decir de la forma como te quejas cuando estás con tu familia y amigos; eres el rey.

La verdad, no sabía qué decirle, pues lo veía tan indefenso que ni pelear me provocaba, pero advierto que sí me dolieron sus palabras, no sé por qué.

—Pero, Hans, créeme que te entiendo —dijo con gravedad llevándose la mano al pecho, casi de manera teatral—, pues contrariar tu propia verdad no es fácil, ya que has convivido con ella durante mucho tiem­po.

Cada noche te oigo quejarte de que quieres una nueva vida, y al parecer lo único que no quieres cambiar es esta hamaca, que, por cierto, no huele nada bien. ¿Nunca la has lavado?

Levanté mis cejas, asombrado y sin respuesta, pero el sujeto, que parecía ponerse verde, me si­guió hablando:

—Si en realidad deseas generar un gran cam­bio en tu vida, no tendrás alternativa y deberás replantear un montón de creencias antes de dar el siguiente paso.

Esto te lo digo porque de tanto verte, y sobre todo oírte, te he tomado algo de cariño.

Mi sorpresa no pudo ser mayor, pero, por algún motivo, sentí que debía hablar con ese… no sé cómo llamarlo… nuevo amigo.

— Ok—le dije—. Vamos a conversar.

Y lo primero que le pregunté fue por mis quejas, porque, la verdad, no me había dado cuenta de que me quejara tanto; de hecho, pensaba que casi nunca me quejaba. 

Y fue así como esa noche, que imagi­né sería larguísima por perderme y atormentarme por no haber llegado a la fiesta de mis amigos, comenzó a cambiar mi vida.

—Dejémoslo en “duende”, primero que todo—solicitó—, y veamos cuáles son esas creencias que tienes que cambiar: así reflexionarás sobre todo aquello de lo que te quejas, según tú, sin darte cuenta.

Puse toda mi atención. Él se acomodó arrellanándose en la hamaca fren­te a mí, y comenzó:

—Las creencias son esas ideas, conceptos y formas de interpretar los sucesos de la vida de acuerdo con la información y la educación recibidas en la in­fancia y en diferentes momentos que nos han marcado, y que se guardan para siempre en la memoria.

Creencias que se van arraigando de tal manera que nuestros comportamientos dependen de ellas, y son las que nos hacen reaccionar ante las situaciones o los sucesos de la vida diaria: desde cómo reaccionamos al escuchar una noticia cualquiera hasta el tipo de pareja que elegimos en la vida.

”En la forma como el cerebro digiere e interpreta los sucesos y cómo actúa frente a ellos, se ve clara­mente el condicionamiento de las creencias.

”Las creencias se basan en las teorías escucha­das, en lo que te enseñaron de niño en la escuela, en tu propia casa, en lo que escuchaste de tus ami­gos y de las personas mayores, en lo que te inculca­ron desde la religión, o las noticias que escuchabas.

Con base en esas teorías, ciertas o no, es como tus emociones y tu actuar se verán afectados al enfren­tar la cotidianidad”.

—¿Entonces dejo de creer en lo que siempre he creído? —lo interrumpí.

—Tranquilo; sigue escuchando.

Las creencias son tan poderosas, y se arraigan en tu cerebro de tal manera, que hasta las riquezas, materiales y no materiales, que tengas o no en tu vida dependen del tipo de creencias que tienes en el disco duro de tu cabeza. 

Tus creencias crean tu realidad, lo que vives. Si te convences de que algo “es verdad”, siempre buscarás confirmación. Y como el cerebro es literal y te hace caso, la vivirás y la creerás.

”Aprende a cambiar tu enfoque: donde pones tu atención, pones tu energía. Y en vez de poner tan­tos límites y vivir con la mente cerrada, conviértete en protagonista de tu película y cocrea tu destino, más allá de lo que sucede a tu alrededor.

”Si te dijera, entonces, que reseteando una parte de ese disco duro, tu vida puede cambiar, que puede cocrear la vida que deseas, ¿estarías dispuesto a cambiar esas viejas creencias para instalar las que sí serán válidas para lograr ese objetivo? 

No tengo la verdad absoluta, pero sí a tantas y tantas personas estas teorías les están cambiando la vida, ¿por qué no aceptar el reto?”

         

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septiembre
2 / 2022