“Hago películas para gente que tiene gustos como los míos”: Óscar Ruiz Navia
Alejandro Aguirre
Óscar Ruiz Navia va de un lado a otro, el celular lo tiene en el oído y su rostro se ve descompuesto. Es domingo en la tarde y hay caras aburridas. Camina con sus tenis desgastados y camiseta descolorida a las afueras de las piscinas Panamericanas de Cali. Hay afán porque es el último día de filmación de Sal, la cinta que produce para su mejor amigo, William Vega. El lío es el de siempre: pedir permiso para abrir un escenario a destiempo. Querían falsear el mar Pacífico metiendo un par de buzos en la piscina de clavados. Cuelga entonces el teléfono y el director-productor dice lo impensable: “No se puede hoy”. No se podrá jamás, se sabrá luego. Se lleva su mano derecha a la cabeza. “Cada uno a sus cosas. Los que tengan que viajar, viajen. Los demás, a la oficina. Mañana miramos”, dice. Ya no hay mañana.
Y es que este joven de 34 años –Papeto, como le dicen– sabe de infortunios. Estudió en un colegio –el Hispanoamericano– cuyo énfasis era la matemática pura y en su casa lo más cercano al arte era que a su padre le gustaba la música. Sabía entonces que tenía que resolver con lo que tuviera. Mientras unos deshojaban fórmulas para aclarar algún algoritmo, él se inventaba historias y las llevaba al teatro.
“Siempre me relacioné con el escenario: actuaba, imitaba, contaba chistes, recitaba poemas y escribía pequeñas obras”, recuerda. Pero fue en la experimental Calicalabozo, de Jorge Navas, que quiso desorbitarse. Se presentó al casting de actor, pero no llegó. Esa desdicha –otra vez– terminó vinculándolo al detrás de cámara y sellar su suerte. “A través de esa experiencia llegué al cine”.
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Pasó a la Universidad Nacional de Bogotá y solo duró tres semestres, porque le pareció impersonal y porque su amigo Vega cuando lo veía le hablaba de ese contexto cinematográfico caleño –el llamado Caliwood– y de la Universidad del Valle, donde terminó por entrar. De ese proceso quedaron sus amigos del cine como Ciro Guerra y Rubén Mendoza, y el corto Sunrise (2003), que hizo con Vega.
La columna vertebral de su cine se inició en su forma de mirar y reproducir el pasado, a través de la ficción. En El Rey, de Antonio Dorado, asumió el rol de asistente de luces. Luego fue luminotécnico en Yo soy otro, de Óscar Campo. Y para cerrar ese ciclo de estudiante aventajado fue asistente de dirección de Perro come perro, de Carlos Moreno. Ese recorrido terminó desafiándolo.
“Por esa época ya tenía la versión de El vuelco del cangrejo, pero no sé qué faltaba para seguir”, repasa. “Pero un día veo en la primera página del diario que la película La sombra del caminante, de Ciro Guerra, se estrenaba y ganaba premios. Eso me impactó porque Guerra era amigo mío y había hecho posible lo imposible: filmar. Allí, decidí hacer mi película” (su ópera prima).
Solo faltaba un paréntesis: ser cineclubista. Óscar Campo, docente de Univalle, le encomendó coordinar el cineclub de Lugar a Dudas, ese espacio que promueve la creación artística y que fundó el gran artista Óscar Muñoz.
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“Todos los sábados, durante tres años, coordinaba el cineclub e iba desde poner las sillas y la pantalla hasta hacer la reseña de la cinta y programar ciclos de directores desconocidos. Me lo tomé en serio y fue clave en mi proceso formativo porque aparecieron directores como Kiarostami o Béla Tarr”, dice.
Campo terminó de director de la tesis de grado de Ruiz Navia cuyo resultado fue El vuelco del cangrejo, considerada el primer filme de lo que podría llamarse “la nueva ola del cine caleño”.
Ideas y preguntas
[diners1] La obra de este Óscar Ruiz Navia es considerada la precursora de la llamada “nueva ola de cine caleño”[/diners1]
Cuatro años después llegó Los hongos, pero entre ellas La sirga, de su mejor amigo William Vega, en la que hace las veces de productor bajo la batuta de Contravía Films y Solecito, un corto romántico. Tanto la cinta de Vega –filmada en la laguna de la Cocha, otro lugar extremo– como el corto hecho en Cali llegaron a Cannes. “Algo importante se hacía y todo comenzaba a dar resultado”.
“Mi ideología es un universo de elementos comunes. Los personajes de mis películas trabajan por sí mismos, no son actores profesionales, sino actores de la vida, de sus experiencias. Mi madre, por ejemplo, es protagonista de mi última cinta, Epifanía. Esa línea ambigua entre la ficción y la realidad es un tema que siempre me ha interesado. Me gusta hablar de mi propia vida, de mis experiencias, pero me falta mucho para encontrar un estilo. Uno sigue buscando un pensamiento cinematográfico. Ando indagando y me interesa lo que le pasa a mi mundo. Cuando se parte de una pretensión tan amplia, digamos, de abarcarlo todo, hay oportunidad de equivocarse, de hacer estereotipos, pero si se mira en su propia experiencia, lo que uno quiere entregar podría ser más auténtico.
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“Cada cinta deja ideas y preguntas. El cine no lo veo aún con pretensión económica. Yo hago una película por expresión artística; produzco, luego la vendo. El que quiera ver cine comercial que lo haga. Personalmente no es el dinero el que me motiva. Mejor creo ideas, polémicas, intento inspirar a la audiencia. A través del cine uno puede cambiar una visión, por eso creo que la relación con el público debe ser fuerte. Creo en el público. La gente consume porque no hay nada más para mostrar. Hago un cine que se sale del estereotipo, pero me interesa el público, que es la esencia del cine. Hago películas para gente que tiene gustos como los míos. Busco un espectador de experiencia en el cine. No son historias convencionales, pero se encuentran ancladas a situaciones comunes y allí está la conexión con la audiencia. Quienes disfrutan, se interesan”.
Epifanía
[diners1] La producción de epifanía duró tres años y las escenas fueron rodadas en Colombia, Suecia y Canadá[/diners1]
En esta nueva legión de cineastas caleños exitosos, Ruiz Navia aporta de nuevo. Esta vez con Epifanía, un largometraje codirigido con la cineasta sueca Anna Eborn. La historia se teje sobre dos cineastas provenientes de distintos países que intervienen las memorias sobre sus propias madres para construir una ficción acerca de la recuperación de la vida.
Tras el premio de Solecito como mejor corto en Biarritz, el cineasta caleño fue visto por una productora danesa que tiene un laboratorio cinematográfico (CPH-Lab) que consiste en poner a una pareja de cineastas a dirigir. La regla es que sea un director nórdico y un director del sur.
“Tenían un capital semilla. Pregunté qué persona me iban a poner. Solo sugerí que le gustara el documental. Entonces, me hablaron de Anna Eborn. Cuando la conocí hubo una conexión inmediata. Ella había trabajado en una cinemateca, yo también; era un lenguaje común”, recuerda.
[diners1] Epifanía cuenta la historia de dos cineastas que intervienen las memorias de sus madres para construir una ficción sobre la recuperación de la vida.[/diners1]
La temática de la cinta era libre, así como su duración. Tras pensar, decidieron hacer un largometraje que duró tres años en producción. Sin embargo, no fue fácil. Una vez el director le contó la idea de que quería que su madre actuara, a la directora no le sonó. La razón: la madre de Eborn había muerto de cáncer. “Pero un día decidimos contar la historia de nuestras madres. La idea era mezclar y hacer una mutación de nuestras memorias”, anota.
Añade que “una vez terminamos de hablar de nuestras madres, a Eborn su vida le cambió, mientras mi relación con mi madre trascendía, tal vez por la edad, sentí una especie de sanación y también me afectó”, recuerda. “Era, también, filmar, en la isla de Bergman (Faro) y mostrar los paisajes de El sacrificio, de Tarkovsky, con un ambiente muy cinéfilo y con un guion corto”.
El proceso que debía de ser de seis meses, terminó luego de tres años, con diferentes fases de filmación que incluyó Suecia, Canadá y Cali. El nombre, Epifanía, era inspirado en la literatura de James Joyce, que significaba profunda revelación, algo sublime.
Ruiz Navia concluye diciendo que “Epifanía es mi película menos narrativa; es un ensayo, desde el punto de vista del género, cinematográfico. Es una narrativa sensorial, mística; de alguien que está muerto y puede volver a vivir. Una experiencia que va de la ficción a la realidad o de la luz a la oscuridad. Es la cinta más radical que he hecho y en la que más arriesgo como director”. Y no le teme a eso.