Víctor Mallarino, homenaje a toda una vida en los Premios India Catalina 2024
Enrique Patiño
A los 7 años, Víctor Mallarino entendió el enorme poder que tenía su padre, y en esa revelación se definiría el oficio del resto de su vida. Lo evoca, y es como si pudiera escuchar la voz de su papá a través de los velos del tiempo.
“Recitaba versos del Siglo de Oro y poesía contemporánea, y los teatros enmudecían. Era poderoso: su voz y su presencia lograban que los espectadores se silenciaran y estuvieran en la misma página narrativa y emocional. El público se volcaba y conectaba con el escenario”. La sensación trascendía el ego y estremecía el espíritu, recuerda el actor colombiano, homenajeado con el premio India Catalina a Toda una vida durante el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, FICCI 2024.
La sensación de que la presencia escénica tocaba almas marcó al niño de entonces.
Su padre era el también actor y director del Teatro Colón Víctor Mallarino Botero, y su madre, Ascensión de Madariaga, una española aguerrida y revolucionaria que sobrevivió a tres intentos de fusilamiento. El entonces niño creció entre la poesía y las artes en ese teatro colmado de voces y acústica precisa, buscando el fantasma de una bailarina rusa que se había suicidado en un foso, y decidido a generar la misma mística que su padre para conquistar un escenario grandioso.
Su primera salida al ruedo sucedió en 1964, cuando su padre dirigía un taller de la Escuela Nacional de Arte Dramático en el Teatro Colón, y le pidió al pequeño Víctor que se animara y expresara lo que le naciera ante los jóvenes. Su papá pudo oler sus deseos, y lo empujó a sacarlos a flote.
Pero Víctor no se sintió capaz. Los alumnos fueron despidiéndose, la sala se desocupó y solo cuando se apagó la luz pudo salir al escenario y recitar en soledad. Aunque no fue un momento épico, sí resultó definitivo. Con los años ganaría confianza. De ese instante conserva la llama pura del arte cada vez que entra a un escenario: se abandona y se olvida de lo externo, como si se hubieran apagado las luces y se hubiera vaciado de nuevo de personas, y no tuviera reto distinto a enfrentar a su propio personaje.
Una mística que revive, sin importar si lo ha hecho ciento cincuenta y dos veces o más, si conoce al dedillo el parlamento o si debe construirlo sobre la marcha. Cuando emerge a la luz del escenario entra en un estado de tranquilidad absoluta. Quizás los fantasmas que buscó en su niñez fueran espantos, pero en realidad Víctor encontró allí a las musas.
Los primeros años
Más de cincuenta años atrás comenzó a vivir la responsabilidad y el goce de ser actor en una época en la que se grababa en vivo y se emitía para todo el país en tiempo real, o con diferencia de pocas horas entre la grabación en la tarde y la edición y musicalización para salir al aire en horas de la noche. No había manera de equivocarse. Todo se inventaba sobre la marcha: los oficios y las soluciones.
“Recuerdo a los operadores de sonido que lograban empatar la música moviendo a mano los discos de vinilo; o a los apuntadores, como la actriz Yolanda García, que te iba diciendo el parlamento. Una vez salió de la cabina y saludaba gente en el pasillo, por lo que uno terminaba diciendo en una obra de Dostoievski ‘quiubo mijito, ¿cómo le fue anoche?’. Todo era caótico, pero poseía una mística brutal”, recuerda.
Entiende los avances de tecnología y sabe que donde había equipos analógicos ahora dominan los digitales, y donde se alojaban las cámaras enormes ahora se puede operar con dispositivos portátiles. Pero sí tiene en claro que había algo supremo en esa capacidad artesanal de solucionar las dificultades. Él mismo, en una de sus primeras experiencias como director, usó su Renault 4 verde para halar una silla de ruedas que hacía las veces de Dolly y crear así un movimiento fluido de cámara.
A él, que se ha transformado tantas veces, le gusta la mutación, y defiende que los significados vayan migrando, pero tiene en claro que construir un elenco a partir de los likes y no del talento es un despropósito y un error. Es ceder ante la necesidad de gustar.
Los maestros
Cuando recuerda a sus maestros, evoca cómo cada uno lo impregnó de su sello personal y lo educó profesionalmente. Pepe Sánchez, por ejemplo, manejaba los ambientes sin prisa ni tensiones. Fue él quien rompió las estructuras en Víctor para hacerle entender que la escritura no debía ser rígida ni los diálogos tenían que heredar el estilo de la radio. La televisión necesitaba otro lenguaje.
De Bernardo Romero aprendió la intuición y la disciplina, y de David Stivel, su afición tan argentina por la construcción psicológica de los personajes. Víctor viajó a Londres a estudiar Dirección y producción de cine y televisión, y el mismo día de su regreso a Bogotá fue a ensayar con María Cecilia Botero, Consuelo Luzardo, Luis Eduardo Arango y Gustavo Angarita. Eran los tiempos de El cuento del domingo, un dramatizado que se emitía los domingos en la noche, protagonizado por los más grandes del momento.
Con el bagaje adquirido por el oficio y los estudios, Víctor se puso detrás de la cámara en Suspenso 7:30, cuando David Stivel dejó la serie para dedicarse a otro proyecto. Aquellos capítulos escritos por Julio Jiménez y dirigidos también por Ali Humar lograron marcar una época en el país durante tres años al posicionar en horario estelar el suspenso como género. A Víctor le propusieron que dirigiera telenovelas, pero se negó. Quería aprender poco a poco.
Como director, el proyecto más inesperado posible fue Leche, una parodia a las telenovelas que le costó entender cuando lo leyó por primera vez porque, además de disparatado y cómico, era un musical —con canciones escritas por Jorge Maronna, de Les Luthiers–. Terminaría recibiendo el India Catalina como mejor director por esta serie y sumando sus propias ocurrencias para crear situaciones absurdas tras escena. Aún se ríe al recordar cómo la historia de una joven obsesionada con las telenovelas y de un hare krishna “mineraliano” que busca en una vaca a su mamá pudo alcanzar tanta recordación nacional.
Sus personajes
Una explicación puede ser que el país recuerda aquello que lo representa. De hecho, cuando David Stivel montó El rehén, la primera obra del recién fundado Teatro Nacional de Fanny Mikey, Víctor actuó allí junto con Luis Eduardo Arango y Pepe Sánchez, entre otros grandes nombres. En una salida a comprar pizza junto con el elenco, decidió bromear… con éxito. “Empecé a hacer estupideces. Conduje imitando a un anciano, haciendo las veces de gomelo, y se me ocurrió al final hacer de conductor de buseta. Luis Eduardo Arango se sumó e hizo de asistente. Pepe Sánchez nos dijo que quería esos personajes en Don Chinche. Los escribió y de allí salieron Eraos Pedraza y William Guillermo”.
Fue la maquilladora Irma Jaimes quien creó el personaje a su gusto: le puso grandes patillas y un copete diseñado con exceso de gomina. Solo con eso, Mallarino entendió las características de su papel. A los días ya los saludaban en la calle por los nombres de los personajes. “A Luis Eduardo le tocó quitarse el personaje de William Guillermo con estropajo como por 15 años”, recuerda. Fueron épocas de riesgo y risa, como cuando viajó desde Bogotá hasta Choachí con el elenco de Don Chinche en una buseta cundida de cables, que arrastraba una unidad móvil desde las que se ponchaban todas las cámaras y a un camión adicional con la planta eléctrica. “Yo era el conductor que ponía en riesgo la vida de 45 personas”, recuerda.
Dos personajes terminaron llevándole a ganar premios India Catalina como mejor actor: el de Saín, “un tipo muy malo pero muy bruto, al que todo le salía mal y quería matar a su hermano Abel” en Quieta Margarita, y el de El inútil, en donde actuó junto con Ruddy Rodríguez, “una obra maestra del mestizaje latinoamericano”, recuerda. De un papel más se siente orgulloso: de haber personificado al presidente Mariano Ospina Pérez en la producción El bogotazo.
En su etapa más reciente ha incursionado en la presentación, primero en El desafío, y ahora en Masterchef. “Son proyectos que me van porque no tengo un tipo de energía animado de youtubero”.
El legado
Hoy tiene en claro que la actuación le dejó amigos; un método de trabajo propio, que recoge y bebe de todos los que aprendió de otros; y la capacidad de no desconcentrarse fuera del escenario, sino de poner todo su ser en los ojos de la persona a la que se dirige.
“Cuando tengo frente a mí un actor o actriz que no me mira ni tiene fuego, no sé qué hacer o cómo trabajar”, explica. La actuación también le cambió la vida, incluso recientemente, como cuando decidió irse a vivir a España en 2017, pero sobrevino la pandemia y otros proyectos. Años después, la actuación misma lo llevó a Madrid en un proyecto breve, pero allí apareció Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara, y con ella, el amor.
Pero más allá de vivir los sucesivos cambios de tecnología, de mutar del teletipo al fax, del blanco al negro al color, de los televisores de tubos catódicos a los HD, más allá de cambiar los lenguajes y las dinámicas, Víctor Mallarino sigue apasionándose por su oficio, agradeciendo cada proyecto y desea seguir aprendiendo.
Cuando uno le pregunta qué lo emociona, su voz pausada se pausa otro poco más. No fabrica una frase oportuna ni aguda, bien estructurada o pensada, sino que trata de aprehender algo intangible con sus palabras. Cree que no ha podido transmitir bien el mensaje, pero no es cierto.
Lo que intenta decir es que el niño que corría seis décadas atrás por las butacas y los bastidores del Teatro Colón y luego se detenía en éxtasis a escuchar a su padre recitar poesía o a ver a los actores clásicos interpretar sus personajes, sigue habitándolo. Porque sigue persiguiendo el silencio, el asombro y, sobre todo, la errática, necesaria y constante belleza.
Cada vez que actúa o hace su trabajo en pleno, alcanza una iluminación que no responde al concepto del nirvana oriental, ni tampoco a la creación de algo nuevo ni a la improvisación, sino a algo más sutil: entender que “la misma frase dicha mil veces puede —por una vez—, con una nueva entonación, cambiar la emocionalidad del público”. La luz que se enciende, como el reflector de un escenario, para iluminar las almas.
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