La eterna noche de las doce lunas, el documental de las mujeres wayuu

La eterna noche de las doce lunas es un documental sobre lo que puede parecer una polémica tradición wayuu pero que para ellos es un ritual sagrado dentro de sus costumbres.
 
La eterna noche de las doce lunas, el documental de las mujeres wayuu
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Ángel Unfried

Priscila Padilla recorría los sembrados de algodón de Córdoba a mediados del año 2003. Estaba haciendo entrevistas para un capítulo de la serie Las mujeres cuentan, cuando una joven guajira le habló sobre una costumbre practicada en las rancherías de la comunidad wayuu: al momento de tener su primera menstruación las niñas son aisladas en un rancho donde viven un encierro de hasta tres años, como se le ve en La eterna noche de las doce lunas.

“Esa imagen se clavó en mi cabeza. Yo tenía que contar esa historia”, recuerda Priscila con la voz atropellada por la emoción.

Había conocido a fondo a las mineras chocoanas, a las recolectoras de flores en Antioquia, a las de tabaco en Santander, a las de café en el Quindío; pero sentía que no había hecho con esos personajes mucho más que un registro de la memoria.

La intensidad emocional que implicaba el largo encierro de una niña, la complejidad cultural alrededor de una tradición celosamente conservada por una cultura que cada vez asume más rasgos occidentales y el potencial visual y sonoro de la inhóspita Guajira representaban la oportunidad de alejarse del formato televisivo y asumir nuevos retos narrativos y estéticos en la búsqueda de un lenguaje propio.

El proyecto de La eterna noche de las doce lunas

Priscila Padilla se entregó a ese proyecto. Dedicó a él cinco años de su vida. Recorrió rancherías tras los pasos de una niña todavía inexistente, lo arriesgó todo, armó un equipo de producción para convertir esa historia en un documental y lo llamó La eterna noche de las doce lunas.

La historia comienza décadas atrás en un pueblo de Cundinamarca. Los primeros recuerdos de Priscila Padilla relacionados con el cine pueden remitirse a su infancia campesina en Viotá. Allí conoció a la pareja de documentalistas conformada por Jorge Silva y Martha Rodríguez. Priscila tenía apenas diez años y pasaba las tardes jugando en fincas vecinas, mientras ellos rodaban el documental Campesinos.

“Toda la región del Tequendama, donde yo crecí, había vivido un proceso de reforma agraria. El campesinado se organizó para redistribuir la tierra que antes pertenecía solo a dos grandes terratenientes. Yo me críe al lado de los hijos de Manuel Marulanda, de Jacobo Arenas, crecí en ese medio sin comprender muy bien por qué pasaba tanta gente con uniforme, por qué venían tan cansados de caminar.

Ir a la guerrilla o estudiar

Yo solo tenía dos opciones: irme a la guerrilla o salir del pueblo y estudiar. Jorge y Martha cambiaron mi vida. Gracias a ellos llegué a Bogotá, y después Jorge me consiguió una beca para estudiar cine y televisión en París. Yo tenía 21 años. Parecía un cuento de hadas: había pasado de ser una niña campesina a encontrarme estudiando en Francia. Estaba allá cuando Jorge murió, fue un golpe muy duro, toda una tragedia; el final del cuento de hadas”.

Jorge Silva y Martha Rodríguez dejarían una huella profunda en los temas sociales sobre los que Priscila Padilla regresaría una y otra vez. Su obra audiovisual, protagonizada por mujeres, campesinos y comunidades vistas apenas de reojo por los medios, es una forma de volver sobre la propia historia para descifrar conflictos personales y de trazar con sensibilidad femenina un mapa de los protagonistas ignorados de la vida cotidiana en el país.

Un documental polémico

En La eterna noche de las doce lunas ese lenguaje permite abordar una tradición potencialmente polémica con los elementos necesarios para registrar su complejidad e intensidad estética. La cuidadosa investigación y la predominancia de mujeres wayuu en la narración permite situarse en la posición de una comunidad para la cual este ritual tiene un significado esencial.

“La primera vez que me hablaron de esa costumbre me golpeó con mucha fuerza. Pensé: ‘Esos wayuu son unos salvajes, ¡cómo van a encerrar a una niña meses enteros!’. Pero después me di cuenta de que no tenía la menor idea de cómo era eso. Sentí la necesidad de comprenderlo, de ponerme en su lugar”, afirma Priscila.

A comienzos de la investigación Priscila se cruzó con un libro de la escritora wayuu Estercilia Simancas Pushaina. El encierro de una joven doncella era una versión infantil de la historia que Priscila quería contar. De inmediato se puso en contacto con la escritora y tan pronto pudo viajó a La Guajira.

La crudeza del desierto

“Era la primera vez que iba a ese lugar increíble. Llegué en medio de un intenso verano. El golpe de vista al momento del aterrizaje fue tremendo: solo desierto, no había un punto verde. Desde el avión comencé a ver la tonalidad de mi historia. El mar muy azul y la arena dorada, encendida”.

A diferencia del impactante paisaje guajiro, la ranchería de Estercilia la decepcionó un poco. Era un lugar moderno, lejos del barro, los chivos y los techos de zinc que imaginaba para su película. Guajira arriba, en un encuentro de palabreros en Nazareth, conoció a la maestra Cecilia, un personaje sin el cual jamás habría hallado esa locación que tenía en mente, la ranchería Jaresapain, y a Filia Rosa Uriana, Pili, su protagonista.

“Inicialmente pensamos en rodar en la Alta Guajira, donde tradiciones como ésta se conservan más puras. Sin embargo, las dificultades de producción me hicieron reconsiderar la locación y por lo tanto la protagonista. La seño Ceci me dijo: ‘Véngase para mi ranchería y allá la conseguimos’. Entre sus alumnas estaban Pili y otra niña que a mí me gustaba más porque parecía estar más cerca de desarrollarse. Fue Ceci la que me ayudó a decidirme por Pili debido al bagaje de su familia y a una rara premonición de su marido”, recuerda Priscila.

Protagonistas para identificar

Es imposible ver la película e imaginar a otra niña como protagonista. Pili tiene unos ojos enormes y brillantes, y una belleza indígena todavía infantil pero con algo perspicaz en la mirada gacha que esquiva la cámara. Además, su ranchería está casi totalmente conformada por mujeres que han vivido la tradición del encierro a lo largo de doscientos años.

La abuela y tías de Pili recibieron la propuesta con inesperada emoción. Al momento de solicitar el permiso, Priscila Padilla llevaba cuatro años viviendo en la ranchería, ya no era una extraña. La familia abrió completamente las puertas para ella, incluso las celosas puertas del rancho en que la niña estaría encerrada.

Todo el equipo de producción, conformado solo por mujeres de acuerdo con la exigencia de la familia Uriana, se había trasladado a la ranchería a la espera del momento del encierro. Las semanas se convirtieron en meses.

Aprovecharon ese tiempo para hacer el documental Nacimos el 31 de diciembre, basado en otro libro de Estercilia Simancas sobre la humillante costumbre de notarios guajiros que ponen nombres como Cabezón, Borracho o Raspahierro en las cédulas de wayuus que no entienden español.

Después de ese respiro, apoyado por el Fondo de Cinematografía, siguieron soportando estoicamente la angustia y la presión de los productores, sin atender a las voces de amigos pragmáticos que les recomendaban inyectarle hormonas a Pili o darle hierbas para acelerar la llegada de su primera menstruación. Después de siete meses, llegó la hora.

La luna de las wayuu

En el calendario wayuu doce lunas equivalen a un año. Es el tiempo que Filia Rosa Uriana estuvo encerrada recibiendo baños de luna, aprendiendo las tradiciones y el comportamiento adecuado de una mujer wayuu. El encuentro de la lluvia y la tierra transcurre en los alrededores del rancho como eco de los orígenes de lo masculino y de lo femenino, de los árboles y de los hombres, según la tradición wayuu.

Entre las paredes de barro, la niña prepara su cuerpo para los cambios físicos y su mente para alcanzar la madurez que implica el hecho de convertirse en majayut (señorita). Reposa horas enteras en el chinchorro, estudia la tradición matrilineal de los clanes a la que debe su apellido y, lo más importante, aprende a tejer junto a sus tías: “Tu tejido debe ser parte de ti, debe reflejar tu valor. Ya eres una majayut, tienes que cantar a la tela con tus dedos”.

Ese “valor” que adquieren frente al telar no es solo simbólico, se trata también de una valorización material que hace del paso por el encierro una razón para merecer dotes más altas. Ser comprometida con algún hombre que pague su dote mientras está encerrada es uno de los temores más grandes de Pili, una de las ideas que irán endureciendo su mirada a lo largo de prolongadas cavilaciones sobre su futuro durante las largas noches de tejido y soledad.

Un tobogán de verdades

El documental logra sostener ese prolongado encierro sin caer en la monotonía. El contraste entre los exteriores captados por la cámara de la boliviana Daniela Cajías y la Handy atada al interior del rancho por una de las tías de la niña mantiene el equilibrio y permite acceder a una auténtica perspectiva wayuu.

“La abuela me había permitido entrar con la cámara a todos lados, pero yo no quise perturbar la intimidad del encierro. Por eso acordé con la directora de fotografía que le enseñaríamos a Rosita, la tía de Pili, a usar la cámara para que ella grabara esas tomas interiores. Rosita decidió amarrar la cámara a un cabo del rancho y solo darle play. Teníamos pánico de que eso fuera a quedar mal, pero el resultado fue perfecto. Con grano, con la oscuridad necesaria, con la calma y silencios propios de la tradición”.

A lo largo del documental, las atmósferas más tradicionales contrastan con elementos de la cultura occidental. La directora conserva esas imágenes atípicas para dar cuenta de la occidentalización de estos indígenas, quienes con sus BlackBerry, camionetas cuatropuertas y ropa de marca cada vez se parecen más a los arijunas, como ellos llaman a los no-wayuu.

Las imágenes inevitables de ranchos de barro, chivos, jagüeys llenos de niños jugando y mujeres bailando descalzas sobre el desierto son cuidadosamente logradas por una cámara íntima, cálida, que las hace parecer nuevas, alejadas del estereotipo. El paisaje guajiro es impecablemente captado por un diseño sonoro que permite sentir los pasos sobre la arena dorada, mientras el océano Atlántico golpea el desierto y un coro de voces femeninas narra en wayunaiki los mitos fundacionales y la esencia de la tradición wayuu.

Un relato íntimo

Esta película no es un recorrido turístico por el trepidante paisaje guajiro, tampoco un tratado antropológico sobre una tradición a punto de desaparecer. Es la propuesta audiovisual de una realizadora avezada en historias sociales y de mujeres, que ha encontrado, muy lejos de su atmósfera habitual, un relato tan sorprendente como íntimo, humano y poético: la historia de una niña que enfrenta el momento de convertirse en mujer de un modo intensamente consciente y conmovedor.

“Durante proyecciones del documental con madres solteras en Bogotá y con jóvenes de colegios alemanes en cine-foros de la Berlinale, me di cuenta de que, contrario a lo que uno creería, estos temas siguen siendo tratados como tabú por cultura que se suponen ‘más avanzadas’. En ese sentido las wayuu tienen una ventaja: hablan abiertamente de ese momento de su vida y preparan a sus niñas para asumir de modo consciente esa transición tan importante”, afirma Priscila.

La eterna noche de las doce lunas ha hecho parte de la selección oficial en la Berlinale, Sao Paulo y Nueva York. Ganó en el Festival Internacional de Cine de Cartagena y fue reconocida como mejor documental en el festival Internacional de Cine Latinoamericano de Toulouse. Gracias a este exitoso recorrido por festivales, Pili ha conocido Bogotá, Cartagena y Berlín. Una cineasta fue hasta su ranchería a revolverle la vida y rodearla de cámaras y micrófonos. La historia de una niña campesina de Viotá, que cambió su vida después de conocer a una pareja de documentalistas cerca de su pueblo, se repite quinientas lunas después.

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febrero
15 / 2021