Hijas del agua: un viaje de 3 años por 26 comunidades indígenas
Melissa Serrato Ramírez
Ella se acomoda de medio lado sobre un sofá, al tiempo que juega con su larga cabellera. Él se encuentra sobre una silla de escritorio con la espalda perfectamente espigada y coronada por una cabeza rapada. Ella lleva un cárdigan blanco de cuello abierto en forma de uve. Él, un saco de cuello alto y color negro. Ella habla rápido y fuerte. Él, pausado y bajito. Él cuida que los sonidos de su teléfono no interrumpan y ella que los ladridos de su perro no distraigan. Ella está en Bogotá. Él, en Nueva York. Son Ruvén Afanador y Ana González, un binomio perfectamente opuesto y también simétricamente complementario de artistas colombianos. Juntos crearon Hijas del agua, proyecto que se compone de una serie de exposiciones y un libro, pero que más que nada presenta su visión, a la vez personal y conjugada a dos, del territorio que hoy es Colombia.
Yucumama, de la etnia ticuna, en la portada del libro Hijas del Agua, publicación de Ediciones Gamma y Grupo Bolívar Davivienda.
Ana y Ruvén viajaron juntos durante algo más de tres años a los lugares más escondidos del país para encontrarse con veintiséis culturas indígenas, al estilo de José Celestino Mutis: en expedición a pie, con los sentidos abiertos y la curiosidad con motor turbo. Cada uno conocía el trabajo del otro desde hacía tiempo, pero los reunió la firma de los Acuerdos de Paz.
Desde entonces se sumergieron en un proyecto que en ese momento no tenía nombre, pero sí los roles y los propósitos claros: Ruvén haría retratos de los indígenas y Ana intervendría las fotografías, en un nutrido diálogo y una fértil colaboración sin límites estéticos para mostrar el país a escala humana y también para comprometerse con él. “Es frecuente escuchar que en estos lugares no hay presencia del Estado, así que el proyecto fue también un compromiso para hacer presencia a nuestra manera: desde la mirada de dos artistas”, dice Ana.
Aviyú, de la etnia tucano.
El libro, una publicación de Ediciones Gamma, fue lanzado el 2 de diciembre por el grupo Bolívar Davivienda, y a principios de febrero se abrirá una exposición en el Museo Nacional. Los dos artistas hablaron para Diners sobre el proyecto.
Hijas del agua empezó como una exposición que se hizo en el Museo Santa Clara, en 2018, y ahora es un libro. ¿Cómo ocurrió esa evolución?
Ana: En el momento en que expusimos en el Museo Santa Clara solo teníamos el registro de cuatro comunidades y no sabíamos si íbamos a poder hacer el libro. Entonces seguimos visitando las comunidades y cuando llegamos a veintiséis, Ruvén dijo: “Ya tenemos algo que mostrar” y empezamos a ver cómo hacer el libro y una exposición más amplia.
Ãy Mãkitãm, de la etnia wounaan.
Ruvén: Siempre tuve el gran deseo de hacer un libro que fuera un homenaje a Colombia, sobre la historia de mi vida en relación con el país. Lo busqué durante muchos años hasta que el encuentro con Ana hizo que ese deseo tomara forma en esta colaboración.
¿Cómo fue la experiencia de los viajes?
Ruvén: Superinteresante, porque una de las maravillas de Colombia es que estás en Bogotá y en una hora o menos llegas a lugares que el tiempo no ha tocado. Esa parte fue impresionante, porque sentía como si estuviéramos viajando en el tiempo y lográbamos un contacto humano muy profundo con las comunidades. Eran inmersiones maravillosas en el tiempo, así que con cada viaje nos daban ganas de hacer más. En ese sentido, creo que Colombia es una fuente de formación interminable, de una riqueza increíble, y lo sorprendente es que todavía hay mucho más.
Nana, de la etnia gunadule.
Es decir, les quedaron faltando…
Ana: Sí.
Ruvén: No (risas). Creo que nunca terminas, porque ya le habíamos dedicado tres años y pico. Nos concentramos en las etnias que están más preservadas, con todas sus tradiciones y quehaceres, y que viven en armonía con sus mitologías. Entonces siento que con esas veintiséis ya teníamos el mensaje principal que queríamos compartir.
Yoi, de la etnia ticuna.
Ana: Creo que vamos a tener que viajar de ahora en adelante, al menos, una vez al año juntos, porque como artistas es una experiencia increíble: los dos miramos cosas diferentes, pero nos sorprendemos por todo. Fueron viajes duros en cuanto a la exigencia física. ¡Sudábamos la vida! Ruvén se cayó, nos tocó mambear coca para poder aguantar las caminatas y también nos daba miedo montar en helicóptero, en barca o en lo que fuera, pero podía más la curiosidad de entender un mundo tan secreto.
Bëtscnate, etnia kamëntsá.
Eso nos tuvo vivo el proyecto en todo este tiempo y fue fantástico. Hay gente que nos dice que tuvimos mucha suerte… ¡Pero no fue suerte! Fue un trabajo muy guerrero. Y, claro, finalmente llegamos a todos los lugares que queríamos, gracias al momento en el que Colombia estaba: se acababa de firmar el Proceso de Paz y realmente había paz y tranquilidad en todas estas zonas. Fue una ventana que se abrió y por ahí entramos.
¿Cómo sintieron al país en ese contexto tan particular de paz?
Ana: Todo esto comenzó gracias a la visión que tuvo María Clemencia Rodríguez de Santos en el momento en el que se firmaba la paz. Ella nos juntó en un viaje a Chiribiquete, ahí nos conocimos físicamente, a pesar de que desde mucho antes sabíamos quiénes éramos, y pudimos tener una visión distinta de lo que es Colombia: nuestro origen, ancestros, comunidades, naturaleza. Claro, aprovechamos que estábamos en paz para ir de la punta de La Guajira hasta el Amazonas. No lo habríamos podido hacer cuatro años antes ni ahora.
Kuarimpete, etnia misak.
Ruvén: Se sentía el cambio; además, muchas personas de las comunidades nos hablaban de cómo estaban marchando de bien las cosas después de los Acuerdos de Paz. También fue muy interesante observar que una de las razones por las que estas comunidades se han mantenido intactas, aunque han sufrido mucho, tiene que ver con el hecho de que es casi imposible lograr acceso a ellas. Es decir, han tenido que alejarse para sobrevivir.
¿Desde el primer momento estuvo claro que el proyecto consistiría en que Ruvén tomaría las fotos y Ana las intervendría?
Ruvén: Pues yo no sé bordar, entonces estaba claro que no iba a hacerlo (risas). En realidad, poder fotografiar algo o retratar a las personas es tan parte de mí que se vuelve la experiencia y el recuerdo mismo de los viajes. Llegábamos a las comunidades y a pesar de que éramos un grupo pequeño, nos desbandábamos. Era imposible que todos estuviéramos en el mismo lugar, porque había una enorme diversidad de emociones, de personas y de cosas que se veían. Era alucinante porque cuando me iba a un lado a retratar a las personas, ninguna hablaba español, de manera que nos comunicábamos por señas. Así fuera solo un minuto o dos con esa persona, era un momento de comunicación visual increíble.
Bansus, de la etnia gunadule.
¡La mirada de esas personas era bellísima! ¡Una dignidad impresionante, que nosotros no tenemos! Era un encuentro en el que las personas que fotografiábamos estaban totalmente impresionadas con nosotros: por como nos veíamos y de dónde habíamos aparecido, así como nosotros con ellos: por su belleza, su naturalidad, su vestuario, su piel, la forma como aguantaban el sudor o el frío… Ya me perdí un poco de la pregunta porque fue todo tan impresionante… pero sí, la respuesta breve y concreta es que siempre estuvimos de acuerdo en que eso era lo que íbamos a hacer.
Ana: Al comienzo yo decía: “Qué honor intervenir unas piezas de Ruvén” y me era muy difícil hacerlo. De hecho, hubo algunas que pasaron en blanco, porque no se podían intervenir, pero la verdad es que fue un trabajo en el que estuvimos juntos y experimentamos muchas técnicas, soportes y oficios. Por ejemplo, yo sacaba una foto con mi celular para complementar la conversación que había tenido con un miembro de alguna comunidad para mis propios oficios y luego Ruvén tomaba la misma foto y era una cosa espectacular. Ahí se unían las visiones de ambos y era un complemento muy bonito que, viéndolo en retrospectiva, es el reflejo de un proceso de trabajo de taller en conjunto.
Jocodiy, de la etnia yagua.
Siento que Hijas del agua también es un ejemplo de colaboración en el arte, de cómo dos visiones enriquecen un tema. Hubo pruebas y errores, cada uno desde su lugar: Ruvén manejando su sabiduría de la luz, el contraste y el color en la fotografía, y yo tratando de dominar técnicas según sus fotografías. Aunque ahí no se detuvo la aventura del proyecto, porque cuando íbamos a entrar en la edición del libro comenzó el virus e interrumpió todos los planes que teníamos. Ruvén había estado viniendo a Bogotá. Nos reuníamos en mi estudio y observábamos en persona las obras que habíamos preseleccionado por WhatsApp, y después ya todo fue virtual, pero nos nutría mucho, porque a pesar de que estábamos lejos, lo vivimos muy de cerca.
Ruvén: El virus llegó en la parte más difícil del proyecto, que es la edición, la paginación, la tipografía, todo eso. Pero haberlo hecho dentro del ámbito de lo que se está viviendo ha sido un reto y a la vez un regalo, porque nuestra relación, que ya lleva tres años, ha pasado por todo tipo de situaciones, emociones, lugares, peleas y felicidades; así que la pandemia era el último ingrediente que le faltaba a esta sopa. Este tiempo compartido con Ana no lo he tenido ni siquiera con mis asistentes y retocadores en persona. Así que a pesar de que muchos momentos fueron por medio de la pantalla, la intensidad y la desesperación de hacer las cosas bien para verlo terminado ha sido impresionante, difícil, interesante y hermoso a la vez.
Ana, algunas de las intervenciones a las fotografías son textos. Hablemos de ellos.
Recogí una documentación muy grande de historias que me contaban las personas de las comunidades, mientras que Ruvén hacía los retratos. Hablé principalmente con las mujeres, lo mío era hablar con ellas, sentir el lugar, ponerme la ropa de ellas, ver sus oficios, en fin… Por ejemplo, Jacinta me contó la historia de su vida y del abuso de la mujer ante el hombre. Es un tema muy fuerte y sentí que debía quedar; entonces Ruvén tomó una imagen de ella mirando hacia una pared y ahí quedó el texto de ella como enfrentándose a esa realidad.
In, de la etnia nukak.
Es un deseo por preservar, aunque sea una pequeña parte de lo que significaron estos viajes, teniendo en cuenta que muchas de estas culturas son ágrafas y toda su cultura es inmaterial. Por último, hace referencia a los cuadernos de viajes, en los que uno escribe lo que va conociendo, viendo y sintiendo y luego pega una foto o una flor del lugar. Y creo que si hubiera podido hacer el libro completo de textos, lo hubiera hecho, pero es verdad que podía ser un exceso y llegó un momento en el que Ruvén me dijo: “No más textos”.
Ruvén, ¿cómo escogía a las personas que quería retratar?
Simplemente por instinto. Por el look de la persona, por cómo estaban vestidas, por la belleza que tenían. Este tipo de cosas es lo que más me atrae. Algunas veces Ana o alguna de las productoras con las que viajábamos acercaban a otras personas para que yo pudiera verlas y generalmente se empezaba formar una línea, porque también estaba presente la atracción de ellos por la experiencia de ser fotografiados. Era un proceso muy natural.
Ana: Además era muy bello ver a Ruvén haciendo esas fotos, porque parecía Gulliver en el país de los enanos. Él es muy alto y las personas de estas comunidades son más bien bajitas; entonces, era como un cuento. Y cómo los observaba y les hablaba con señas, con el lenguaje de la fotografía y del arte, que todos los mundos entienden. Era muy mágico, una ceremonia, un ritual de conexión y silencio entre ellos y Ruvén.
Sawinunkuya A’nugwe, de la etnia arahuaco.
¿Cómo hicieron en esos largos trayectos para cargar el equipo fotográfico?
Ruvén: Con una mochila. Solo llevaba una mochila con una cámara, sin luces ni nada adicional. Siempre usé la luz del día y tampoco nunca hubo nadie que nos trajera agüita ni nada (risas). En realidad, fue muy interesante porque no había hecho un proyecto así desde mis comienzos como fotógrafo, cuando no tenía equipo, solo la cámara, y yo mismo me asistía. Volví a mis comienzos y fue muy hermoso porque creo que así es como se debía tratar el tema. Si hubiera sido otra situación, con videógrafo, iluminación y todo eso, el resultado habría sido muy diferente y tal vez habría perdido esa parte táctil que tiene.
Ruvén evocaba hace un momento la belleza de estas personas. A partir de toda su experiencia en el retrato de grandes estrellas y personajes públicos, me pregunto si su idea de la belleza cambió a raíz de este proyecto…
No sé si en realidad cambiara, porque siempre he sentido que el look de la persona indígena es algo supremamente hermoso en todo aspecto; o sea, esa idea ya estaba conmigo. Pero al verlos y al estar tan presente con ellos, me di cuenta de muchas cosas relacionadas con el estilo y la belleza de las etnias, de las que antes no era consciente. Por ejemplo, la manera de llevar el vestuario en los hombres koguis y arhuacos es de un nivel de estilo y de moda increíble.
Pékyu, de la etnia nukak.
Y así podría detenerme en cada cultura; era muy interesante ver que en este mundo en que vivimos, en el que estamos pensando todo el tiempo en qué nos vamos a poner y cuál es el look del momento, las personas de estas culturas lo tienen todo definido. Así como están vestidas pueden llegar a un palacio, a una ceremonia y vivir en sus malocas. Todo con un estilo y con una belleza definida, muy clara. La real belleza ahí está, es la lección para aprender y para admirar.
¿Por qué escogieron un título en femenino: Hijas del agua?
Ruvén: Ana descubrió la idea del título. Está basado en la importancia del agua para las comunidades, pues a medida que viajábamos se enfatizaba más el rol que tiene el agua para ellas, todas son hijas del agua. Así que cuando Ana me lo mencionó, me pareció perfecto. Además, lo femenino en estas etnias siempre está muy presente; por eso creo que es muy precisa esa relación entre lo femenino y el afluente de la vida.
Mocova, de la etnia uitoto.
Ana: Uno de los aspectos que más trabajamos en estos tres años fue el tema de lo femenino en las comunidades, pues no hay casi límites entre lo femenino y lo masculino, a diferencia de Occidente. Allá todo fluye con mucha naturalidad. Entonces, Hijas por eso y del agua porque estas culturas tienen toda una cosmogonía alrededor del agua de la lluvia, del páramo, del río, de la laguna o del mar. El agua les dio vida a ellas y ellas protegen, a su vez, el agua y la naturaleza.
Hablemos de las fotos que escogieron para la portada y la contraportada.
Ruvén: En mis experiencias anteriores, al igual que en esta, a medida que haces el proyecto piensas en imágenes que podrían ser portada. Pero es interesante que, cuando se entra en la edición del libro, empiezan a aparecer imágenes que nunca habías contemplado. De hecho, a esta nunca la sentí como portada ni siquiera cuando la tomé, pero cuando la vi con la tipografía sentí que tenía algo icónico, algo que puede durar para siempre, a pesar de que está de espaldas, porque al fondo se ve el río Amazonas y la líder de esa etnia de los ticunas, con este impresionante vestuario evoca cómo eran ellas hace mucho tiempo. Y la contraportada es como la pareja de la portada, se complementan: ella es una mujer gunadule del Urabá antioqueño, que nos mira de frente.
Pisku, de la etnia inga.
Ana: Son los opuestos que se complementan y conforman un universo entero: el sur y el norte, y las montañas y el río. Ambas con atuendos increíbles y una historia común de maltrato, abuso y casi de exterminio desde la conquista. Se tuvieron que ir a los lugares más recónditos para sobrevivir.