La colección de Rosa y Carlos De la Cruz es un tesoro de Miami

Estos coleccionistas cubanos residentes en Miami han hecho de su pasión un bien público.
 
Foto: De La Cruz Collection
POR: 
Adriana Herrera

Rosa de la Cruz, considerada junto con su esposo Carlos, una de las más poderosas coleccionistas del mundo, proviene de una familia de raigambre tradicional en Cuba. Su abuela “tenía una alegría y una generosidad inagotables” y estaba casada con Eugenio Rayneri, el arquitecto que construyó el Capitolio de La Habana, y quien desde niña le enseñó en los viajes a Italia, la grandeza del Renacimiento y le contó la historia de Vasari, el primer historiador de arte. Su madre “jugaba al bridge a la altura de los mejores jugadores hombres de la época” y le legó esa confianza en abrir horizontes que sería indispensable durante los ocho años en que presidió The Moore Space, un lugar cofundado por ella y el coleccionista Craig Robbins en Miami, que conectó a la ciudad con el arte del mundo entero, tuvo entre sus curadores gente de la altura de Hans Ulrich Obrist y fue el espacio de obras claves en la trayectoria de artistas como el colectivo Allora&Calzadilla.

Carlos de La Cruz, descendiente de una familia azucarera, Juris Doctor de la Miami University, graduado también en administración y negocios, ha sido empresario de gigantescas compañías y reconocido gestor de obras filantrópicas. Su madre, Dolores Suero Falla, conoció a Dalí en Nueva York, cuando él estudiaba allá en los cincuenta y habiendo dudado entre encargar un retrato suyo a Picasso o al surrealista, escogió a este último. La citó para conversar y luego la pintó con un traje y unas perlas de su invención e “inmortalizó su expresión”.

La pieza que dio inicio a su colección fue una obra del primer modernista en distanciarse del “único camino” pregonado por los muralistas: Rufino Tamayo. Carlos vio El buscador de estrellas, de la serie de los Astrónomos, en una subasta de Christie´s en Nueva York y se sintió impelido a tenerla. Poco después adquirió en París Femme, de Wifredo Lam, una obra del mismo año de la mítica obra La Junga (1942). En diciembre, ambas obras estarán exhibidas en el tercer piso del enorme edificio de De la Cruz Collection, junto con las obras que dieron origen a la colección en el primer piso. Jugando con la idea del baptisterio antiguo, habrá enormes piezas entre las cuales podrá transitar el público, como un paraje abierto al arte contemporáneo de múltiples escenarios del mundo.

Pero la fama de la colección se debe a la visión con la cual adquirieron desde finales de los años ochenta en prestigiosas galerías neoyorquinas obras de tres artistas latinoamericanos que hoy son una leyenda y que entonces estaban lejos de alcanzar la dimensión que adquirirían con el tiempo: Ana Mendieta (1948-1985), cuyo crucial aporte en términos de crear un nuevo arte de la tierra con performances solitarios fotografiados o filmados tardaría años en ser realmente comprendido; Félix González-Torres (1957-1996), con quien tuvo una cercana amistad y cuya obra es una de esas apariciones excepcionales que alteran las fronteras del arte y la mente; y Gabriel Orozco, quien nació en 1962 –el mismo año en que ella se casó con Carlos que entonces hacía su máster en Pensilvania– y era un artista emergente cuando los De la Cruz empezaron a adquirir la más importante colección suya, sin saber que llegaría a ser el primer mexicano, después de Diego Rivera, a quien el MoMA le haría una gigantesca exhibición.

Para entonces, esa única posibilidad que tiene el arte contemporáneo de extender las fronteras de la afectividad o el pensamiento, los había llevado a adquirir obras de otros artistas que con el tiempo acrecentarían su influencia como Guillermo Kuitca o Ernesto Neto, pero también sumarían obra de Sigmar Polke, Martin Kippenberger, Albert Oehlen, Cosima von Bonim, entre otros artistas que acrecentaron la colección a tal punto que llegó el momento en que su importancia y extensión llevaron a los De la Cruz a “abrir la casa” y convertir el privilegio de dialogar con esas piezas en una posibilidad al alcance de cualquiera.

Por ello, el único distintivo exterior del enorme edificio que desde 2009 alberga De la Cruz Collection Contemporary Art Space es una valla con una de las imágenes del ave solitaria que González-Torres reprodujo también en copias apiladas, sin firma, como una escultura pública que cambió la relación entre la obra y la audiencia, y la misma noción de la posesión privada del arte. Su valor no está en su carácter único y no reproducible, sino en que fueron concebidas de tal modo que exhibirlas implica reproducirlas para que el público tome gratuitamente una impresión. Siempre volverán a ser renovadas.

Ese espíritu de hacer público y gratuito el goce del arte caracteriza la proyección de esta coleccionista a la que uno puede encontrar pegando periódicos para instalar ella una pieza de Ugo Rondinone, o inmersa en las representaciones de la mujer en la historia del arte para dictar ella misma una charla, aunque jamás ha pretendido ser crítica ni curadora ni nada distinto a expandir el acceso de la gente al arte contemporáneo.

Si bien reconoce que el arte se gestiona hoy como un evento social en una escena de escala global, continúa intentando “mirar al siglo XXI” y la apasiona sentir que más allá del espectáculo puede seguir preservando un espacio para experimentar –y compartir– ante una obra de arte el incomparable entusiasmo de las revelaciones. Por eso defiende el gesto de abrir la casa al mundo.

         

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noviembre
1 / 2012