La moda desfila en un museo

Diego Senior
Nunca pensé ver un par de botas Dr. Martens dentro de un cubo de acrílico transparente, exhibidas cual pieza de Rodin en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Pero ahí están. Traídas desde Londres, luego de haber sido usadas por un punk real en los ochenta y tras ser donadas a una galería que se las prestó al equipo del MoMA para su nueva exhibición, una muestra en la que se preguntan: ¿Es la moda algo moderno? Como los trabajadores en los museos suelen ser historiadores, artistas e investigadores, la respuesta siempre resulta compleja. Pero en últimas, sí: la moda no solo es –en términos históricos– parte de la modernidad humana, sino que también ha sido y será arte. Sæcula sæculorum.
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El vestido negro diseñado por Thierry Mügler en 1981, es uno de los que marcaron el estilo de esa década / Foto cortesía Indianapolis Museum of Art/Lucille Stewart Endowed Art Fund © Thierry Mügler, 2017
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La relación entre arte, modernidad y moda no solo obsesiona al MoMA. Otro museo neoyorquino, el Met, ha llevado su obsesión al extremo con la Gala anual que hace junto a la revista Vogue para rendir honores a los diseñadores que logran cruzar el umbral separador entre costureros y creadores. Esa noche se hace la fiesta más influyente y costosa de Nueva York. De lejos. Las uñas que Gigi Hadid llevó a la fiesta el año pasado costaron 2.000 dólares. Según el propio museo, la boleta vale unos 30.000. Todo para homenajear a un diseñador, una cultura o un respectivo estilo de vestir. Por ejemplo, en 2015 la moda de un siglo en China se constituyó en la protagonista. Los videos de la exhibición fueron curados por nadie menos que Wong Kar Wai. Ahí me topé con uno de los invitados de honor a la apertura: Henry Kissinger, el hombre que le llevó China a Nixon y viceversa. En todo caso, los museos no miden esfuerzo para recordarnos que la moda, de efímera, ni un pelo tiene.
De regreso al MoMA, hoy me recibe una de las curadoras de la exhibición, Michelle Millar Fisher. Una joven británica, amable y profunda. En un delicado tono de voz y vocabulario estudioso me dice que para ella “la modernidad es la condición del ser en flujo, no una progresión lineal hacia adelante. Es una fricción entre temporalidad e intemporalidad. Y eso también es, en resumidas cuentas, una definición de la moda”.
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Harem Pant, 1933-35, realizado por Paul Poiret, Kobe Fashion Museum. A la derecha, el prototipo comisionado al colombiano Miguel Mesa Posada / Foto: Vista de la exhibición ‘Is fashion modern?’ Museo de arte moderno de Nueva York, Octubre 1, 2017-enero 28, 2018. © 2017 The Museum of Modern Art. Foto Martin Seck
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Este trabajo en particular consta de 111 piezas y comenzó hace cinco años con un listado inicial que el museo llamó “vestimentas que cambiaron el mundo”. Millar, nuestra anfitriona, formalizó la investigación en 2016 y recuerda que lo más difícil fue la edición: “Una de las partes más complicadas fue reducir el listado de 500 ítems a los 111 finales. Usamos prendas prestadas de 140 fuentes y compramos un montón más. Otro reto consistió en elegir maniquíes porque la verdad es algo nuevo para el MoMA”.
En su artículo sobre la exhibición, la revista Vogue dice que “el sentido de universalidad es lo que hace de esta presentación algo tan divertido”. Por su parte, The New York Times recuerda que han pasado siete décadas desde que el MoMA intentó hacer un acercamiento entre la moda y el arte de una manera tan directa. Fue en 1944, realizada por el curador Bernard Rudofsky, y se llamó “¿Es la ropa algo moderno?”.
La pregunta casi no cambia en esta nueva edición, 73 años después. Y como si el propio Andy Warhol hubiese sido el curador, la muestra se despacha en resaltar lo pop del siglo XX. Desde la camiseta Polo hasta el Wonderbra, pasando por el Panama Hat, los Nike Air Force Ones, las gafas de aviador, la camiseta de los Rolling Stones y, de entrada, su majestad: The Little Black Dress. El vestidito negro, un regalo de Chanel para las mujeres del mundo entero.
Hay once versiones de este vestido en la exhibición. “Esta prenda nos abre la presentación como si estuviéramos gritándole al mundo: ¡Moda!, con eme mayúscula y signos de exclamación. Pero también es una sutil manera de explorar la silueta femenina, ya que el vestidito negro siempre cambia en forma”, me dice Millar.
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One-Star Perfecto Leather Motorcycle Jacket, 1950 / Foto cortesía de Schott NYC
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Otro lugar protagónico lo ocupa el vestido de seda corto, con delgadísimas tiranticas. Los que fuimos adolescentes en los noventa no podemos olvidar a Alicia Silverstone usándolo en el filme Clueless, saliendo de fiesta en lo que más parece una pieza de ropa interior.
Este vestido, el Slip Dress, es el favorito de Stephanie Kramer, la historiadora de moda que colaboró con la exposición y que se nos une momentáneamente. De hecho, mientras hablamos ella cae en la cuenta de que justamente tiene uno puesto. “Los dos ejemplares que tenemos vienen de la colección de primavera 1994 de Calvin Klein. Esa colección representó un momento en el que el minimalismo en la moda se transformó en una forma de subversión. En la superficie este vestido es una prenda sensual que exhibe el cuerpo de una mujer, pero con unas botas y una chaqueta se vuelve algo más matizado y rebelde”, me cuenta Kramer. Y para la muestra de esa rebeldía, dos botones: Courtney Love y Kate Moss.
Hay una guayabera. De hecho, hay dos. La prenda tiene una esquina propia en el piso sexto del museo, con pantalla de video adjunta mostrando momentos en los que protagonistas de la historia la lucieron (Hemingway y Castro, entre otros). Incluso, la pieza está acompañada de una re-interpretación artística en tamaño gigante, confeccionada por un diseñador japonés.
Millar explica que decidió “incluir la guayabera por su gran impacto y significado en niveles globales y locales durante los últimos cien años. Y como amamos el trabajo de Ryohei Kawanishi, le pedimos que eligiera uno de los 111 ítems en la lista para hacer una creación nueva y trasportar esa pieza al futuro. Él escogió la guayabera y la llevó a un nivel más allá de la realidad. Le cosió la historia de Estados Unidos y Cuba con hilo negro”.
La curadora, entre emocionada y un poco dudosa, defiende la guayabera repensada por el japonés enfatizando que “el resultado final respeta la historia de la pieza y, a la vez, es una nueva interpretación muy poderosa”.
Y si la guayabera no es representación suficiente o exclusivamente colombiana, también está presente Miguel Mesa Posada, diseñador de Medellín que vive en París y que esta misma publicación ha llamado “el antropólogo de la moda”. Mesa Posada trabajó los pantalones Harem, usados por cientos de DJ en verano y otros tantos de miles de asistentes a Burning Man cada año. La prenda tiene su origen en el pantalón Dhoti, usado por hombres en el Oriente Medio desde hace siglos, y popularizados en la década de 1930 por el diseñador francés Paul Poiret. Su gran aporte, aunque hoy pocos lo recuerdan, fue lograr que las mujeres usaran pantalones. El joven diseñador colombiano le dio a los Harem un tratamiento de transparencias con verdes claroscuros y aterciopelados aguamarinas.
Justo como le sucedió al equipo de MoMA, se me quedan por fuera muchas otras piezas. Cierro con las siguientes joyas: el cuello de tortuga que globalizó Issey Miyake y que convirtió a Steve Jobs en una fotografía andante; el canguro, que no falta en toda ciclovía bogotana; el bikini y su némesis: el burkini; el siempre amplio caftán, los Converse de universitario, la bandana roja de motociclista forajido, la Hijab, los agringadísimos pantalones de yoga, el muy aseñorado pantalón de cuero y, por qué no, la eterna camiseta blanca.
Unos dirán que el buen vestir, la moda y el estilo son sinónimos de frivolidad. Otros, con la lupa justa, dirán lo contrario con una mirada gélida, por encima del marco de las gafas puestas a media nariz, levantando ceja y citando una frase de El diablo viste de Prada. Pero tras visitar esta exposición del MoMA y hablar con sus creadoras, me atrevo a decir que ambos grupos tendrían cierta razón. La frivolidad es parte de la moda tanto como lo ha sido la modernidad. Al entender las razones que tiene un historiador para glorificar un objeto que considero mundano, salgo del museo sintiéndome menos prejuicioso y la verdad, un poco más liviano.