Máximo Flórez, el inventor de aparatos sutiles
Camilo Sánchez
La casa donde el artista Máximo Flórez crea esas cajas de madera surcadas por hilos data de los años cuarenta. De forma descomplicada accede a mostrarnos el entorno a través de la cámara de su computador. Una vez el visitante entra en el taller, se encuentra con un patio central techado con materiales que dejan colar la luz. Alrededor se ven unas butacas negras, apostadas antiguamente en el demolido Teatro Unión. Al fondo se divisa una mesa de comedor redonda y amarilla. Y retrocediendo unos pasos hacia la entrada, a mano derecha, hallamos el lugar con la extensa mesa de trabajo. Un espacio blanco con un gabinete de donde se entresacan cajones atestados con todas las curiosidades que, posiblemente, entrarán a encajar como fichas de rompecabezas en alguna de las piezas expuestas en galerías o muestras de arte.
Saca un trozo de madera salitroso que encontró en Santa Marta. Un juego de hilos que rompió uno de sus dos hijos, a los que llama sus “pequeños duendes”. Pedazos de alambre y viejas cuerdas de guitarra. Máximo Flórez (Bucaramanga, 1979) cuenta que los aromas de su niñez están vinculados a las esencias que utilizan los escultores y pintores para trabajar. Sus padres son artistas y han vivido y trabajado desde que Máximo era niño en un taller rodeado de vegetación en un lugar que se llama Casas del Cacique, en medio de las montañas orientales de la ciudad. Sus recuerdos van y vienen entre lo rural y lo urbano. Desde hace tres años trasladó su taller a la ciudad, donde encuentra lugares que describe como “terapéuticos”. Por ejemplo, el Parque Bolívar, adonde suele llegar para hacer una pausa y disfrutar de un sabor a barrio viejo. “Me gusta el ritmo de las ciudades pequeñas. La escala de casas bajas, que tristemente van desapareciendo, con sus balconcitos y árboles frondosos son cosas que aún se conservan y que me parecen muy especiales”.
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El artista y arquitecto cuenta que el sitio donde instaló su taller está situado en una calle que ya había recorrido antes y que lo jalaba porque a pesar de estar en pleno centro era una calle muy tranquila y con tres casas que como buen arquitecto le llamaban la atención. Luego surgieron los intricados mecanismos del azar en la repentina aparición de un letrero de SE ARRIENDA. Resulta que en el garaje de la vivienda funcionó durante años una tienda a donde su padre, que se llama también Máximo, lo llevaba para tomarse un refresco o alguna golosina. De eso ya hace 25 años, cuando su familia regentó una galería que hacía esquina sobre la misma calle. El dueño de la casa recordó a sus antiguos clientes y le dio prioridad para el arriendo. El creador no dudó un segundo y se trasladó al barrio Bolívar, en pleno corazón de la ciudad. Una manera, afirma, de tomarle el pulso al caos que no tiene en su apacible casa de Ruitoque, a las afueras de la capital de Santander.
El artista de 38 años dice que imágenes como la del vendedor de hierbas que los fines de semana cruza por el frente, de camino al mercado campesino, tienen su propia poesía y es material que puede nutrir su trabajo. “Esa figura sin forma definida”, apunta Máximo Flórez, “de espaldas, con bultos de albahaca o cilantro, y unos pies que a duras penas se distinguen, van entrando en el caldero de lo que después puede ser creación”. Ya le había pasado antes con un conejo que vio en la plaza de mercado de Bucaramanga y que terminó siendo eje central de una muestra audiovisual. En su trabajo, así mismo, aún ronda el espíritu del arquitecto que nunca ejerció. En el más reciente de sus proyectos, al que dedica mitad de su tiempo, queda latente el gusto intacto por un objeto tan versátil como puede ser una maqueta.
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La quijotada, porque no es otra cosa, se llama Museo Rodante Audiovisual (MURA). Se trata de una camioneta con un remolque que este año recorre escuelas y colegios de la vereda El Duende, en el municipio de Piedecuesta, cargado con una amalgama de grandes fichas para armar una casa de árbol para niños, imágenes caleidoscópicas que se ven a través de agujeros o la llamada luciérnaga, que es un artefacto verde, con una cámara filmadora empotrada dentro, y que registra los juegos de los pequeños para luego proyectarlos en un ejercicio que evoca las linternas mágicas de hace un siglo. El papillón, el murárbol y las luciérnagas son artilugios itinerantes para soñar. Flórez cuenta que las actividades van acompañadas de talleres con acuarelas y exposiciones de fotografía y de maquetas que se arman y se desarman y abren una propuesta algo insólita para percibir el mundo a través del arte. Al final todo se recoge para seguir hacia la próxima parada.