“Un artista debe trabajar duro y llamar la atención de los curadores”, Nadín Ospina

Margarita Posada
Nadín Ospina nunca duerme más de seis o siete horas. Cuando su sueño se ve interrumpido a medianoche, las imágenes del sueño le provocan insomnio, el cual lo trae sin cuidado.
La vigilia es para él un momento importante de creación. Lo vívido de sus sueños lo recuerda con avidez y los íconos de su propio imaginario popular cuando era niño recobran un espacio en su memoria.
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Indios pieles rojas, mujeres marchantes, califas, nanas, jirafas, budas, toros. Todos aparecen en sus sueños dentro de espacios con puertas y ventanas que llevan a habitaciones, calles conocidas o a lugares emblemáticos de ciudades visitadas, como el Coliseo Romano o la Torre Eiffel. Nadín se sienta y apunta. Esboza las figuras que tiene frescas. Busca en la red las páginas que interpretan sueños. No cree en eso, pero le divierte.
Nadín Ospina y su obra Oniria
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Le divierten tanto sus sueños que una de sus exposiciones, en la que no hay piezas separadas, hace una gran puesta en escena en la que las esculturas de dichas figuras están iluminadas como lo está el protagonista en el escenario de un teatro oscuro en el que los colores rechinan.
Y en cierta manera los sueños de Nadín nos llegan desde ese universo lejano que él ha llamado Oniria, y en el cual muchas veces sueña que se cae, su pesadilla más recurrente. “Les tengo pánico a las alturas”.
Muy a pesar de su acrofobia, Nadín Ospina ha llegado muy alto. También a pesar de haber sido el decano de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que hace tres décadas le dijo que él no servía para el arte. Irónica o, mejor, oníricamente, su última obra está en la sala de exposiciones de la universidad de la que se graduó a los totazos.
Detrás del artista
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De aquel Nadín arrogante, vanidoso e iconoclasta, según sus propias palabras, el artista actual solo extraña la energía física. “Ahora he ganado astucia y capacidad para tomar atajos. Uno se vuelve marrullero en sus prácticas artísticas. Ahora veo más, tengo más tiempo, y sobre todo más serenidad”.
La primera obra que Nadín vendió en su vida fue Los estrategas, una instalación de tapires que le compró un museo en Perth (Australia). “Con los diez mil dólares que me dieron por ella pagué el parto de mi hija, que nació al otro día”. No fue en un abrir y cerrar de ojos que una obra de Nadín ha llegado a costar hasta cien mil dólares.
“Un artista solo debe pensar en trabajar duro y en llamar la atención de los curadores que pueden ayudarlo a tener alguna oportunidad en el exterior. En los salones nacionales en los que participé, la mirada de críticos como Camnitzer y Sullivan ayudaron mucho para catapultarme, hasta poder salir y estar en bienales como la de La Habana”.
Todo un maestro del pop art colombiano
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Desde entonces, a Nadín Ospina le gusta que lo comparen con artistas como Warhol y otros grandes del pop. Le parece fundamental el trabajo de su equipo (siempre hay siete u ocho personas trabajando con él).
Lo honra que su obra figure en colecciones tan prestigiosas como la Daros o la Cisneros, pero no pasa de parecerle una curiosidad que Bill Clinton tenga una de sus piezas precolombinas con la figura de Bart Simpson.
Sabe que los golpes de la vida (su madre murió de una terrible esclerosis y ahora su mujer padece de cáncer) han hecho que decante su ímpetu y aprenda a ser feliz con cosas más sencillas. Ya no le interesa que su arte sea el vehículo de un mensaje político.
“La violencia y el factor político se han convertido en una camisa de fuerza en el arte colombiano, y para mí la libertad artística está por encima de cualquier consideración”. Nadín prefiere soñar su sueño favorito, en el que flota en medio de una arboleda llena de humedad y murmullos y se ve a sí mismo y a su obra como un Uroboros, aquel dragón que se come la cola, y que vuelve siempre a donde comenzó.
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