La plegaria muda de Doris Salcedo
Dominique Rodríguez
La luz tenue, marcando con suavidad algunos ángulos, le imprime a la sala cierta aura de oscuridad, de pesar. No brilla. No acoge. Apenas señala con un tono de resignado y aséptico hastío una tragedia. Los nueve sarcófagos dispuestos organizadamente en el pequeño espacio bastan para sentirse ahogado. Claro, tiene que ser arrollador el sentimiento en una sala con más de un centenar de ellos, sin embargo, la intimidad que le brinda Flora no impide entrar en un dolor; de hecho, sirve para sentirse casi en un velorio. Estamos ante una “Plegaria muda” de Doris Salcedo.
Estaba sola cuando la vi. Cuando la oí. Llovía con violencia. La sala se tornó aún más oscura de lo que es. Fue algo profundamente cercano, yo, recorriendo con cautela cada camino señalado, deteniéndome y oyendo el suave crujir del piso de madera, acercándome hasta casi tocar, y oler, las piezas, viendo estos muebles construidos con finura, mesas que se anulan unas sobre otras, y que semejan con sus patas los brazos reclamando auxilio de alguien a quien se le arrebató la vida.
Los muebles para Doris Salcedo son cuerpos. Laten, pese a su pesada inmovilidad. Recuerdan al ausente. Lo hizo en “La casa viuda”, en donde enterraba en cemento el mobiliario de una casa insinuando el fin del ritual de la cotidianidad de una familia por la desaparición de uno de sus miembros. O en la pieza monumental que realizó en la Bienal de Estambul, en 2003, en donde rellenó de miles de sillas la ruina de un espacio vacío –construyendo una suerte de edificio fantasma– aludiendo a griegos y judíos desposeídos de su vivienda en los años cuarenta del siglo pasado en Turquía. O, para no ir tan lejos, la conmemoración que hizo a los 17 años de la toma del Palacio de Justicia, cuando descolgó sobre la fachada del edificio de las leyes entre el 6 y 7 de noviembre de 2002, 280 sillas recordando a cada persona que perdió la vida en tamaño desastre de nuestra historia reciente.
Paradójicamente, y dado al silencio, casi reverencial, que producen estos objetos, siempre hay en ellos una señal de vida, de resistencia frente al olvido. Y pasa también en Plegaria muda. De ellos nace una vida, otra, distinta. De entre aquellos que están “enterrados”, o así se siente al ver en medio de las entrañas de estas mesas-féretros esa tierra que representa el entierro, se cuelan, discretos e inevitables, rastros de hierba. Nada más concreto que la vida, de nuevo.
Y así, es suficiente para disfrutar de una pieza poderosa. La explicación que le añade la artista a la obra –que la motivaron las muertes violentas e inexplicables de demasiados jóvenes en zonas marginales de Los Ángeles, y que estos hechos se relacionaban cruelmente con lo que sucedía también en nuestra sociedad–, a mi parecer, es innecesaria. Carga la obra de un halo y de un significado político que, ya de por sí las mesas expresan, justamente, mudas.
Es una experiencia interesante. Contrastante. Extraña. Para algunos, reveladora, para otros, decepcionante. Imposible una posición neutra y ese sí que es el “efecto Doris Salcedo”. Las críticas no se han hecho esperar y para muchos, la instalación no colma las expectativas –que cómo si en otros lugares del mundo, el más cercano, México, había presentado centenares de piezas aquí se había limitado a esa “pequeñísima” selección–. Algunos se sienten insultados por ello. Otros han criticado el discurso militante de Salcedo, repitiendo por enésima vez que el uso de la violencia nacional del que se ha construido en parte la obra de Salcedo, se ha convertido en “gancho” para el coleccionismo internacional.
Lo cierto, más allá de todo el debate surgido y que suena a déjà-vu (o mejor entendu) cada vez que ella mueve un dedo, es que tener la posibilidad de ver de primera mano su trabajo, el refinamiento de su manufactura y la delicadeza con la que construye la escenografía de sus instalaciones, es un privilegio. Solo así se entiende la conocida obsesión de la artista por conseguir el efecto deseado y el infinito trabajo que tiene cada pieza. A ella, por supuesto, no le interesa limitar su trabajo a la explicación técnica, pero es indudable que merece una fina observación porque tanta simpleza está lejos de ser simple. Todo está controlado (algunos dirán que demasiado), así que solo dependerá ya del espectador si se permite entrar o no en el mundo que ella propone.
Puede ser cierto que el impacto inicial no sea el esperado, pues hemos visto incansablemente las fotos de Plegaria muda en artículos de prensa y catálogos. Nunca aquí. Es cierto que la escala es distinta, pero no importa. Porque si le concedemos el tiempo necesario y la miramos sin prejuicios, es verdad que aparece algo muy impactante en ella y con ella. Y que merece la pena ser visto.
Sobre Flora
Flora, el espacio independiente gestionado por el curador José Roca y su esposa Adriana Hurtado, se anota un importante logro con esta muestra y señala el camino que está construyendo con belleza y fortaleza desde hace ya varios meses. Su énfasis en exponer trabajos que tengan relación con la naturaleza ha logrado calar con propuestas inteligentes y sensibles. Como plataforma de investigaciones, que se realizan también en su sede de Honda, es envidiable. Desde la inauguración con la colectiva que le rendía homenaje a Walden o la vida en los bosques, de Henry David Thoreau, pasando por la preciosa investigación botánica de Susana Mejía, a los actuales compañeros de Doris Salcedo, los chilenos Isidora Correa, Patricia Domínguez y Claudio Correa, Flora se constituye en un lugar muy especial en Bogotá. Como producto de la residencia en Honda, el paisaje de Claudio Correa, que se va delineando gracias al sonido, es increíble y el féretro de Isidora Correa, en la terraza de Flora, es una pieza excepcional.