Las líneas de la vida de Hernando “Momo” del Villar
Simón Granja Matías
El agua se mueve mientras el hombre va en su canoa. Alguien lo observa desde arriba, casi como si volara sobre él. El agua no es azul, o por lo menos no toda; es el reflejo de la luz en la vegetación cercana, los sedimentos en el fondo, los peces que pasan debajo de la canoa y las aves que vuelan entre las nubes. “El fondo del mar es rojo”, decía Momo. Esta es La bahía de las Ánimas (1985), un acrílico sobre lienzo.
Detrás de la pared, aparece Santa Marta (1988). Esos ojos se ocultan tras las palmeras, el sol se está poniendo, hay un islote y las sombras se reflejan en la arena. Es un viaje, casi una alucinación. Los colores no se mezclan entre sí, cada uno está enmarcado por líneas definidas, como fronteras. Psicodelia tropical.
Es posible que esos ojos que observan sean los de María Tomasa la Resbalosa sufrió un desmayo cuando el temblor (1966). Tiene unas piernas firmes, azules y grandes, que soportan un trasero igual; viste una blusa naranja, usa candongas y lleva un sombrero grande que la protege de ese intenso sol. ¿Se habrá desmayado de bailar tanto la canción que tiene su nombre?
Pero no, no son de María Tomasa; son los ojos de Hernando del Villar Sierra (1944-1989), conocido también como Momo. Estas son solo tres obras de las 59 que se exponen en La Casita, un espacio de dos casas conjuntas en el barrio El Polo que se dedica a la circulación de obras de artistas colombianos.
Estar frente al arte del Momo y empezar a conocer sobre este hombre y su historia es todo un descubrimiento de un artista cuya obra no se había expuesto en los últimos treinta años, pero que, en palabras del crítico y curador Eduardo Serrano, “dejó una marca indeleble y profunda en la historia del arte colombiano”.
Es fácil imaginar a este samario pintando; cuando se observan de cerca sus obras, se puede ver el camino que recorrió. Las pinceladas claras, los colores marcados, la cinta que delimita las líneas. Mirar sus cuadros es descubrir que no preparaba los lienzos, que pintaba en crudo sobre la tela con colores intensos. Los colores de Momo, aunque mantienen sus espacios individuales, logran enviar un mensaje de calor, trópico, Costa Atlántica. Sin embargo, en su obra hay un reflejo de cierta soledad, de un ruido sordo, de colores que esconden el blanco y el negro.
En el caso de Momo, el lenguaje que caracteriza su obra son las líneas; de ahí el nombre de la exposición: “Entre líneas”. Como prueba están los primeros cuadros, en los que, a través de formas rectas, el artista comienza a estructurar las figuras geométricas clásicas: triángulo, cuadrado, rectángulo, y así sucesivamente. Luego, se empieza a evidenciar un camino hacia las figuras precolombinas, como las esferas de los collares de los indígenas; también comenzamos a descubrir el mar y las montañas. ¿La Sierra Nevada? Sí, por supuesto, la Sierra se ve presente en su obra, al igual que la Costa Atlántica.
Camilo Chico, curador de la exposición, explica que esta muestra cuenta una historia, pero no en sentido cronológico. Esto significa que cada cuadro no está seguido uno del otro según el año, sino según el diálogo que mantienen entre sí. Lo que sí es importante es que la primera parte está enmarcada entre los años sesenta y setenta, y la segunda parte en la década de los ochenta.
“El Momo no está relegado; tiene sus obras en las colecciones públicas más importantes, pero murió en forma prematura (17 de mayo de 1989, a los 46 años), y estoy en una cruzada por esos artistas que murieron jóvenes”, explica Chico.
El samario perteneció al grupo de Los Tirapiedras, bautizados así por Enrique Grau, según cuenta la artista Ana Mercedes Hoyos en un artículo de El Tiempo publicado en 1999. En ese mismo texto, da a entender que ese nombre se lo puso Grau por su irreverencia. “A nosotros sí nos tocaron esas presiones, pero fuimos antipáticos e irreverentes ante los críticos”, dice la artista. Este era un grupo conformado por tres artistas que en los años setenta se reunían y tendían a una geometrización radical. Estos eran la misma Hoyos, Manolo Vellojín y el Momo.
Era el grupo de los hippies, aunque no se consideraban como tales. El Momo, en uno de sus textos que aún se conserva, escribió: “Como pintor, soy el más claro poeta de mi generación, la generación del tan hablado amor, la más individualista de las generaciones, la más anárquica, la más llena de motivos, la menos maltratada, la más influenciada por las costumbres del pasado, la más huraña, la más irascible, la más paranoica”.
Algo muy interesante de la obra de Momo, que se ve sobre todo en los paisajes, es la dualidad que plantea. Es decir, la pintura está dividida por líneas que dan la sensación de ser un reflejo; puede ser de arriba hacia abajo, de lado a lado, o en diagonal.
El recorrido por la exposición pasa luego a figuras más humanas, con una insinuación clara al pop estadounidense. Ahí aparece la mismísima María Tomasa la Resbalosa sufrió un desmayo cuando el temblor. El nombre, según un texto de Serrano publicado recientemente en El Tiempo, lo recogió el artista de la canción popular, un reflejo de su sentido del humor.
De acuerdo con la investigación que ha hecho Chico sobre la obra de Momo, todas las pinturas deben tener un nombre, aunque aún no ha logrado encontrar el de cada uno de los cuadros allí expuestos, pues la documentación sobre este artista es escasa. Al parecer, existe un cuaderno en el que no solo hay reflexiones en torno al arte, sino que incluso tienen una inclinación más filosófica, pero aún no se ha encontrado.
En la segunda parte de la exposición, años ochenta, hay una multiplicación de los colores; mientras en la primera parte casi se pueden contar con los dedos de la mano, en la segunda parte la variedad complejiza más la historia y da más movimiento. Esto permite que haya cuadros sobre arquitecturas y que estas tengan perspectiva, e incluso, como en el caso del cuadro de La bahía de las Ánimas, se refleje el movimiento del agua.
Eduardo Serrano describió la obra de Momo de la siguiente manera: “Su pintura es una mezcla de abstracción formal y de expresión; de asociaciones múltiples y de simplicidad exuberante; de vulnerabilidad poética y de control creativo. Mezcla que pone de presente la seriedad de su trabajo y la actualidad de su actitud artística”.
Y sí, ver al Momo es encontrar la exuberancia de la Costa Atlántica en la simpleza de unas cuantas líneas, de los colores marcados y de la fiesta de la pintura, del goce de pintar. Pero también, como se puede sentir con María Tomasa, o con el barquero de La bahía de las Ánimas, o con la vista de la playa de Santa Marta, hay una sensación de soledad. El mismo Momo escribió: “El arte es causa y efecto de la soledad. La soledad es eterna como el arte”.