“A mí me interesan el fracaso y la derrota”, dice el escritor cubano Carlos Manuel Álvarez

Sergio Alzate
No suelo escribir las introducciones de las entrevistas en primera persona. En parte por un pudor profesional, pero también porque mi presencia poco o nada aporta: soy una oreja que escucha, una oreja que escribe, una oreja que da un paso atrás y deja el ruedo libre para que el entrevistado comparta con los lectores su visión de mundo. Sin embargo, esta vez quiebro este pacto tácito con nadie, que es lo mismo que decir con todos: mi admiración por Carlos Manuel Álvarez me obliga a perder la fingida compostura del periodista omnisciente que se viste con faralaes ridículos de objetividad para vender de antemano una impresión de profesionalismo.
Carlos Manuel Álvarez nació en Matanzas, Cuba. Estudió periodismo en la Universidad de La Habana. Cofundó la revista digital El Estornudo. Dejó Cuba, vivió en México y ahora mismo habita en Estados Unidos. Y en el entretanto de estas cosas, o sea, entre nacer, crecer, leer, escribir, buscar una voz, perderse en el laberinto de la forma, encontrarse, perderse una vez más para reencontrarse y perderse hasta el infinito, él, Carlos Manuel Álvarez se ha convertido a mis ojos en un autor fundamental para entender el panorama actual de la literatura latinoamericana. Sus libros son la confluencia de una infinidad de tensiones históricas jamás resueltas, que hunden las raíces del desencanto y de los futuros cancelados (pero siempre latentes) en los proyectos de naciones premodernas.
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Allí radica la potencia de la obra de Álvarez: en saberse heredero de una larga tradición de pensadores, escritores, poetas y estetas latinoamericanos que han intentado desentrañar la corteza del berenjenal de dramas históricos de toda una región. Y cuando digo “heredero” no me refiero a un linaje real, a la abulia de algún cacicazgo rancio o a un delfín pequeño burgués que espera halagos perezosamente reclinado sobre su culo sin gracia. Al decir esto hago alusión a que él, Carlos Manuel Álvarez, es un lector de un mundo pretérito para intentar explicar y explicarse el actual y, muy posiblemente, el que habrá de venir. Es tratar con mimo a los muertos que siguen vivos en los libros y en las ideas. Es saber que la palabra dada no está para replicarla, sino para transformarla en una sustancia nueva para hacer de ella una idea que no reniega de la cantera de la que viene, pero que tampoco se calcifica en su obligación de roca imperecedera.

De este modo, y con solo treinta y cuatro años, Carlos Manuel Álvarez ha escrito libros que son en mi opinión joyas: La tribu: retratos de Cuba (crónicas), Los caídos y Falsa guerra (novelas). Además, a finales de 2022 se anunció que había ganado el Premio Anagrama de Crónica por Los intrusos, un reportaje coral sobre las protestas del Movimiento San Isidro contra el régimen castrense. Piezas de un rompecabezas no únicamente llamado Cuba, sino Latinoamérica: una región barroca, como él mismo la piensa intelectualmente, que debe escribirse, retratarse y entenderse a sí misma. Y qué mejor manera que leyendo a uno de los autores más prometedores del panorama actual:
Carlos
Manuel
Álvarez
¿Cómo fue su relación con la literatura, como lector y escritor, al crecer?
Al crecer esta relación estuvo atravesada única y exclusivamente por el placer. Era una forma directa de gozo, que luego adquiere otras características. Cuando empiezo a escribir o a intentar a hacerlo, aparecen otras formas excluyentes: la angustia, el miedo, la confusión. De este modo, se desdibuja qué es la literatura y qué la compone. Cuando el deseo de escribir empieza a ser consciente, empiezan a aparecer también muchas fintas de distracción: las formas constituidas o los avatares de la literatura. Es decir, uno corre el riesgo de confundir el oficio misterioso, elusivo e inatrapable de escribir con la configuración institucional: unas formas muertas que están dadas y que intentan hacer pasar como el cuerpo literario. Esta es una institución que está mediada por mecanismos oficiales, empresas, críticas, reseñistas, medios, premios. Pero el misterio de la literatura es, al final, un haz de luz que atraviesa toda esa marea. Un haz de luz que al crecer puede llevar la tentación de confundir el asombro con lo consolidado.
En medio de estas instituciones y mecanismos oficiales, ¿cómo se puede mantener la fe en el asombro y el deslumbramiento?
Para mí es un ejercicio muy claro de voluntad: voluntad ética, sobre todo. También tiene que ver con resistir a la profesionalización de la escritura, escribir siempre desde el amateurismo. Escribir es, al final, una zona de resistencia. Esto incluye una especie de industrialización del oficio, lo que nos lleva a mantener un vínculo casi artesanal con la palabra. Es decir, mantener una relación material con el lenguaje como algo que se puede tocar, trabajar e, incluso, darle una forma. Una relación directa con nuestros sentidos y con la manera en que nos relacionamos con ellos. Claro, esto conlleva a una posible difusión más limitada y a sacrificar espacios de exposición que uno podría tener. Pero, de esta manera uno puede mantenerse alerta a través del asombro y del deslumbramiento. Uno tiene que mantenerse vigilante, porque es peligroso y tentador sucumbir al elogio, al triunfo, al éxito, a las formas calcificadas de cada una de estas categorías. Porque en la profesionalización de mi oficio se esconde una forma de domesticación y de obediencia.
Me llama la atención el uso que le da a los adjetivos: no hay un tacañería con ellos, pero su uso es justo y medido, en momentos exactos de la prosa. ¿Cómo es su acercamiento con ellos? ¿Qué tanto se detiene en la búsqueda de la palabra precisa al describir?
Yo creo que el adjetivo es un poco la gambeta, el regate de la escritura. El adjetivo se mueve por fuera de la eficiencia, es decir, huye de toda narratividad y de todo propósito evidente. En teoría, uno puede llevar el relato, la peripecia, la narración a su final sin el uso del adjetivo. El adjetivo es una suerte de senda oblicua en el camino recto del relato, una curvatura, un desvío en la supuesta eficacia de un texto. A mí me interesa porque demuestra que el único fin en última instancia es la forma, la cual no es más que la expresión concreta de la belleza. Entonces, el adjetivo es una jugada que uno se inventa no para marcar un gol al otro de la cancha, sino para conjurar en mitad del campo una portería para ahí mismo embocar. La prueba irrefutable de que en literatura el gol puede marcarse en cualquier lugar, en cualquier momento. Aprendí esto desde un lugar que si bien no está decididamente presente en mi escritura, sí es un lugar que me acompaña: el barroco. La literatura latinoamericana tiene que ser decididamente barroca. No hablo de la consagración de un movimiento literario específico, sino de un procedimiento estético.
Ya que habla de tradiciones, en su escritura, por ejemplo en Falsa guerra, uno siente una conexión con la tradición literaria latinoamericana desde la reinvención. Es decir, literatura de esta época que no reniega del pasado pero tampoco lo falsea, ¿cómo es su relación con la tradición?
Estoy totalmente en desacuerdo con esa idea que dejó Bloom de la angustia de las influencias, porque yo lo que encuentro en la tradición son compañeros y camaradas. La influencia no me genera ningún tipo de angustia, porque lo que realmente hace es expandir las posibilidades de mi escritura: mi oficio se convierte en una especie de ensayo coral gracias a la belleza de un grupo de maestros de los que he decidido hacerme cargo. Lo cual es muy importante porque haces consciente cuál es esa tradición que te conmueve, si la oficial que conocemos como canon o si una propia. Y esto conlleva responsabilidades, porque los muertos siempre están vivos y como vivos hay que tratarlos, leerlos. No es un estante yerto para agarrar, leer y volver a poner. No: hay que cuidarlos sin extractivismos ni cálculos deshumanizantes, porque esto es nefasto para cualquier producción literaria. Este es un tema de afectos. Leer y escribir son la invención de tu propia genealogía.
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Una palabra para entender su literatura es “exilio”, pero es un exilio raro porque rehuye de cualquier tipo de sublimación: no se sublima la tierra dejada, ni el lugar de acogida, ni al mismo exiliado (un problema que creo sí tiene la actual literatura venezolana). ¿Cómo concibe el exilio? ¿Cuál es su propia definición y cómo la plasma en sus libros?
Tiene que ver con ideas fundamentales para mí, que van ligadas al ejercicio mismo de la escritura. Trato que no haya queja ni autocompasión, además intento que exista una suerte de fiereza. No me interesan los moralismos ni la pedagogía emocional, lugares desde los cuales se suele escribir porque garantizan el inmediatismo de los lectores. Si hay algo que es cómodo para las empresas literarias y culturales, es la pedagogía emocional del arte (el cual pierde su esencia al adquirir esta condición). Yo no estoy a salvo de caer en estos vicios: he tenido la tentación de regodearme y sublimarme en mi dolor, pararme en él para convertirlo en una tribuna desde la cual arengar. Si yo sucumbiera a esta tentación, estas formas prediseñadas se convertirían en la forma misma de mi pensamiento. Sin embargo, vuelvo a la responsabilidad de la tradición y a la enorme ventaja que trae el inventar el donde uno está parado. Y como escritor y como persona he tenido muy presente la experiencia de Joseph Brodsky, el ideal de valentía del escritor exiliado. Y ese ideal no resiste la más mínima traición.
Sobre la experiencia cubana sucede algo muy particular: sus experiencias se aíslan del resto de la realidad latinoamericana, como si no fuéramos un territorio atravesado por una historia en común. Por ejemplo: la necesidad de tener héroes, padres, patriarcas (un tema que está en sus libros: esta hambre de símbolos que tenemos como latinoamericanos)…
Creo profundamente en las posibilidades históricas de la cultura a la que pertenezco. Sin duda hay una tradición de caudillistas en América Latina, que nos hace girar en torno a estos patriarcas. Sin embargo, yo creo que estos patriarcas u hombres fuertes son una especie de objeto distractor de las clases oligárquicas. La figura del dictador y del tirano son una suerte de avatar que enmascaran el verdadero poder que está en esta clase que tiene el mando del mismo. Pero no creo que sea algo único y exclusivo de la realidad latinoamericana. Yo disfruté mucho cuando Trump salió presidente, porque los gringos en su afán de sacudirse de esta figura monstruosa, que es única y exclusivamente de su realidad, decían que él era algo que parecía sacado de un país latinoamericano. Y por eso mismo no pudieron vencer realmente a Trump: lo vieron como algo externo y no como algo constitutivo de la nación estadounidense. Prefirieron echarlo al basurero de la historia, junto a términos despectivos como “bananero” o “tercermundista”. Por eso, no creo que el tirano sea algo exclusivo nuestro. Porque esto responde a nociones impuestas por los otros.
Esto me recuerda a algo que escribe Martín Caparrós en Ñamérica: dicen que somos el continente violento, pero jamás hemos tenido algo como las Guerras Mundiales o lo que está sucediendo entre Rusia y Ucrania…
Son lugares comunes. Te pueden decir que Europa no está en guerra desde no sé hace cuántos años, pero se les olvida que el vasto territorio colonial europeo está por fuera del continente propiamente dicho. Y así se llenan diciendo “Europa está en un estado de paz desde la posguerra” ¿Y entonces todas las luchas en contra de la colonización qué son?
Otra cosa que uno puede observar en su escritura es cierta fascinación por la fragilidad, en especial la de los cuerpos. Incluso los títulos de sus libros parecen aludir a algo leve que puede derrumbarse o perder en cualquier momento. ¿Qué posibilidades estéticas y políticas tiene la fragilidad?
A mí me interesan el fracaso y la derrota, que para mí son la condición permanente de la experiencia humana. Esto es porque se me abre un mundo de posibilidades desde la reivindicación de la figura del fracasado, del derrotado. El fracaso no es el lado negativo del triunfo, sino el lugar de enunciación y de reconocimiento de una comunidad. De repente todo aquello que parece ser un fiasco o un fracaso puede ser el surgimiento de algo subversivo totalmente inaudito. Por eso, intento pensar los personajes desde ese sitio. No quiero que mi escritura sea un ejercicio de mala conciencia blanca, sino formas de cinismo y de sarcasmo. La fragilidad, entonces, es un sitio que me permite convertirme en el otro sin usurpar su lugar.
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Sus novelas están construidas desde lo coral: estaciones de radios en la que las voces aparecen, desaparecen, se solapan unas sobre otras, a veces con claridad, a veces con ruido. ¿Por qué le interesan crear distintas voces? ¿Y cómo llega a cada voz?
Intento hacerme cargo de los distintos ensayos del yo. Creo que el individuo está conformado por todos los intentos truncos que se propuso a la hora de querer convertirse en algo. Eso es lo que nos conforma, en mi opinión. Entonces, esas miradas fragmentadas o incompletas lo que terminan armando es una historia. Una historia creada a punta de aspiraciones y manquedades que se articulan a partir de la posibilidad de un deseo.
Hace poco ganó el Premio Anagrama de Crónica por Los intrusos, el cual es un relato sobre las protestas del Movimiento San Isidro. ¿Qué fueron estas protestas? ¿Por qué fueron importantes?
Es la protesta política más relevante que ha habido contra el castrismo en sesenta años de vigencia de este régimen. Fue un grupo de jóvenes de distintos orígenes sociales y educativos que se reunieron para protestar por el encarcelamiento de un rapero. De este modo, iniciaron unas huelgas de hambre y sed en el Movimiento San Isidro, una organización artística en un barrio pobre, marginalizado y racializado en La Habana. Por alguna razón, este caso adquirió una relevancia que no había tenido otro acto de oposición contra el castrismo. En el libro lo que intento explorar es el por qué de la relevancia de este Movimiento y la manera en que esto saca a Cuba de su relato histórico convencional. Esta también es una historia de muchas voces, corales, que se entrecruzan. O quizá son voces prehistóricas que convergen en la tesitura de un momento que escapa del relato oficial.
En su manera de hacer periodismo no se siguen formas tradicionales, sino que hace crónicas que coquetean más con el ensayo que con lo canónicamente periodístico. El periodismo a veces parece temerle a la intelectualidad, ¿por qué hacer crónica de esta manera distinta?
Tengo una pelea enorme con el periodismo, porque mi idea del oficio es muy simple: hacer periodismo en contra de la institución de la prensa, tanto en sus presupuestos éticos como en sus posibilidades estéticas. Estoy en contra de la instrumentalización periodística del lenguaje, que sucede hasta en la crónica, que se supone que es el género con mayores posibilidades de experimentación narrativa. Me parece que Latinoamérica está llena de periodistas gringos que escriben en español y que no conocen y, por lo tanto, no pueden hacer estallar las convenciones de la crónica fuera de los modelos liberales y acotados. Los cronistas han perdido la consciencia de qué es lo que los hace tal, es decir, el poeta lo es cuando dinamita el lugar desde el cual se supone que debe hablar. Cuando la poesía ha dado saltos, es porque un poeta ha descarrilado lo que se escribía hasta ese entonces. Y lo que veo es que gran parte de la crónica latinoamericana asume pasivamente el lugar dado por la empresa periodística, sin cuestionar ni hacer estallar nada por los aires.