Ecologistas virtuales: la indignación en las redes sociales no se transmite al mundo real
Hugo Chaparro Valderrama
La geografía no es portátil como la mala conciencia. Pero en cualquier geografía donde se advierta la definición del caos –“especie en extinción”–, el síndrome Brigitte Bardot para el bienestar y la protección de los animales hace de la vergüenza una condición moral con licencia para reclamar: ¿Qué mundo tendrán nuestros hijos?
Tal vez un mundo de rasgos apocalípticos, desértico y solitario. Al final de todas las batallas. Con el medio ambiente transformado en miedo ambiente. Deforestado y sin agua. Donde los animales, que complacen en calidad de mascotas la vanidad de un ecologista falso, no serían más que un sueño, empezando por el ser humano: una especie que ha tratado de extinguirse entre sí a través del crimen y continúa intentándolo.
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Un remordimiento que se cura con pañitos de agua tibia
Para Bardot, la mujer que el cine creó como una encarnación del sexo, abrazar con pasión a una foca o dejar que un burro paste con los muebles de su casa, demuestra su decencia ecológica como activista de los animales, aunque resienta las políticas de inmigración a Francia, amenazada por los musulmanes. La actitud sugiere que una gallina importa más que un hombre.
Aliviar la culpa según los ecologistas vía Internet, que se comunican a través de un clic y calman su tristeza ante la ruina del planeta, es semejante a la pasión teatral por los movimientos chinos del Tai Chic, por lograr el equilibrio de la energía pránica para atletas cansados del gimnasio occidental, descifrar las enseñanzas de Lobsang Rampa o seguir las dietas de una saludable gastronomía pop según la Sagrada Trilogía de la Salud –el Reponga, Supla y Equilibre los nutrientes y el vigor que mejoran su rendimiento físico e intelectual–.
Mucha actividad que no sirve
Los hijos de Occidente, expertos en retórica –el verbo antes que la acción–, agotaron las alternativas para aliviar sus complejos –retiros espirituales, comidas macrobióticas, adicciones religiosas–, y decidieron buscar soluciones alternas al psicoanálisis cultural en otras coordenadas.
La ecología contemplativa quedó al servicio del malestar. Hombres y mujeres, atrincherados en sus islas virtuales, se lamentan como buenos y conscientes ciudadanos a través de la red –una comunidad gregaria de fantasmas que apenas se encuentran más allá de la pantalla–, firmando peticiones, replicando las fotos del espanto, exigiendo una solución mientras los demás, en algún lugar del mundo, hacen el trabajo rudo y realmente necesario sumergiéndose en los fríos glaciares, intentando detener los barcos que contaminan el mar o atreviéndose a lo que después repetirá el internauta simulando que estuvo allí –al menos moralmente–.
Su impostura intelectual es un boleto para ingresar, aunque sea con un paso en falso, a la hermandad de personajes auténticos como Ernst Haeckel, Rachel Carson o Jacques Cousteau. La tecnología permite que sus alcances empiecen y terminen frente al computador, exagerando los términos de la sensibilidad con el teatro del sentimentalismo. Mientras tanto, la publicidad seguirá a favor de madame Bardot y en contra de los musulmanes: ¡sacrifican para sus rituales demasiados corderos!