Cuando Escalona, Daniel Samper, Benedetti y Enrique Santos pelearon por el vallenato
Armando Benedetti Jimeno
Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 331 de octubre 1997
El libro de Daniel Samper, 100 años de vallenato, le sirvió de pretexto a nuestro columnista Armando Benedetti, para armar tremendo zaperoco contra el cachaquismo. El propio Samper y el ex presidente López Michelsen reaccionaron como gallos de pelea.
Toda antología es una arbitrariedad. Y lo mismo puede reputarse, sin duda, de las críticas a las antologías, que son una manera cómoda de hacer otra. Por eso la escogencia de los 100 vallenatos de Daniel Samper es esencialmente válida, así sea, también como todas las antologías, presuntuosa, de lo cual no lo salvan la humildad inicial del texto ni la confesada subjetividad del ejercicio. Nuestras glosas van más al libro que a la escogencia de las canciones.
El valenatólogo
Sospecho, en primer lugar de todo “vallenatólogo”, una especie de sapiencia que ni el mal oído puede a veces impedir. Cierta destreza investigativa, un reservorio de anécdotas, un registro de historias parroquiales, tres parrandas, a veces sin licor, que es como tener la mamá pero muerta, y un conocimiento puramente indiciario, en ocasiones pobrísimo, sobre la estructura métrica de los versos, las singularidades fonéticas locativas y las diferentes opciones rítmicas, hacen un “vallenatólogo”.
Sobra decir que casi sin excepción, y debo lamentar tener que usar el casi, un vallenatólogo que se respete es cachaco. Es su manera de compensar el dudoso privilegio de haber nacido en el páramo, haber estado enrollado en gruesos trapos de lana hasta los cinco años, sofocando para siempre toda posibilidad de gracia gestual, ritmo y movimiento; haber escuchado un tambor por primera vez en la “banda de guerra” del colegio; no haber seguido los ruidosos cueros con los zapatos contra el suelo y las falanges de la mano sobre cualquier cosa; no haber aprendido jamás a bailar, y suponer que todos los ritmos, los de Cuba, los de las otras Antillas, los del Caribe total y, obvio, el vallenato, solo se hicieron universales, adquirieron sentido y razón de ser cuando fueron interpretados en un grill de Chapinero.
Cachaco ingenuo
Pero, además, un vallenatólogo es conmovedoramente ingenuo. Puede creer, como lo cree Daniel, a pesar de sus propias advertencias, que ciertos apócopes, la supresión de la desaparición de los plurales, los acomodos del acento, corresponden a urgencias métricas o consonantes del compositor, cuando en realidad corresponden a legendarias usanzas fonéticas de la región.
Basta decir, sobre este tópico, que no existe un solo aire musical en la Costa que no recoja esta fonética particular en sus versos, y que los decimeros que no faltan en ninguna subregión del Caribe mantienen esa ortodoxia cultural que Samper decidió enmendar en algunas de las letras publicadas.
A un vallenatólogo, por avezado que sea, se le puede ocurrir que la palabra reparar, usada en el sentido de mirar, observar, fijarse, queda desprovista de su castiza y culta
acepción por culpa de un giro lugareño.
No es así, sin embargo, y el sentido en que se usa en la Costa es genuino. Un argumento de autoridad: el Diccionario de Construcción y Régimen, tomo 8, recoge nuestra acepción y la soporta con citas literarias acordes.
A un vallenatólogo puede sucederle con facilidad, al propio López Michelsen, por ejemplo, que no a Samper que eludió el compromiso, la hipótesis de que el vallenato nació en “las colitas”, pequeñas fiestas de resaca de otra más grande, mas blanca, mas europea y más culta, organizada aquella por la servidumbre de los anfitriones de la otra.
Otras cosas que el cachaco no sabe
No hay que ser un experto, esto es, otro vallenatólogo, para saber que las tales colitas no eran más que una parranda tardía que sofocaba las urgencias de la discriminación social de la noche desfalleciente. Probablemente se convirtieron en un instrumento de difusión de la música corroncha y campesina pero jamás la causa y la explicación de su parto.
Colitas iguales se formaban en los responsos, en los duelos en las celebraciones religiosas y en cualquier otro pretexto en toda la región. El sincretismo, la trietnia, no se formularon allí arrimados a los patios del “señor”.
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Ya estaban hechos en los “cantos para baile”, en el pajarito, en el pilón, en el amor-amor, y aun antes que ellos en la gaita en la cumbia, en el fandango, en el bullerengue, y hasta en el mapalė, a los cuales el vallenato está visceralmente adherido como manifestación cultural regional, así no lo acepten quienes creen que el vallenato cumplió 100 años.
De hecho, toda esa música fundamentaria y las mismas coplas o cantos, se interpretan y bailan en toda suerte de ritmos folclóricos en todo el ancho horizonte del Caribe colombiano.
A la postre es otra vez la desmesura proverbial de los “blancos”, de imaginar que desde la trova castellana, la mazurca y el vals, ellos trazaron una pauta silente pero categórica que se metió por las rendijas de las ventanas de sus casas y le impuso claves musicales y orales insoslayables a la plebecía que hacía ruidos vulgares de cuero en los extramuros señoriales.
A Dios gracias, el vallenato es mucho más que eso. Sobre la copla, la décima, el repentismo, la piqueria, cabe, por supuesto, reconocer la tradición hispánica. Pero no es una particularidad del vallenato.
La métrica de las sílabas, el número de ellas, las hipótesis de consonancia, el número de versos, etcétera, presentes en los cantos vallenatos son idénticos a los que están en el son y el bolero cubanos, la ranchera, la gaita, la cumbia, el bambuco y hasta en el tango.
Allí no hay un elemento esencial de identidad. Es a partir de esa aportación generalizada, tan escasamente singular, que los ritmos americanos buscaron su individualización literaria. Esa la fuerza del vallenato, y no al revés.
El vallenato es para bailar
Por último, el carácter trashumante de la música y sus ejecutores, más que repetir a juglares de la península, abren camino a una cultura de la oralidad, que aunque patrimonio cultural de todos los pueblos iletrados y ágrafos, adquiere en la Costa, en manos de verseadores y cuenteros -todos lo somos de alguna manera- relevante elemento de identidad cultural regional.
Tampoco es cierto, como lo pretenden los vallenatólogos, que “al contrario del tango, el vallenato bajó de la cabeza a los pies, porque, de ser cantado y escuchado, pasó a ser un ritmo para bailar”. (López Michelsen).
En los ritmos fundacionales el vallenato no tuvo letra, luego su única justificación comunicativa, aun en los roles sociales y del rito, era la danza. Más tarde el elemento oral adquiere notable importancia, hasta el punto de que los instrumentos parecen atenuarse reverencialmente para saludar la “entrada” del cantante. Es otra vez la fuerza de la cultura de la oralidad.
Pero esa “música de acordeón” se bailó siempre, aun antes de transformarse en vallenato propiamente dicho. (Ver múltiples testimonios en los archivos de baúl y la memoria en
Memoria Cultural del Vallenato, de Rito Llerena).
Y se siguió y se sigue bailando, así no lo hagan mucho en ciertas parrandas, escenario de un voyerismo de orejas en convite de cachacos.
En fin, que el vallenato se baila, se escucha, se bebe y probablemente hasta se unta, tal el carácter plural y pegajoso de su lírica. Y que es algo más que un descreste para los hombres del frío.
El vallenato más allá de su cumpleaños
-Que tiene más de 100 años. Que tienen más parientes que los que desearían sus cultores de hoy, apenas ayer hacedores de estatutos hostiles para clubes sociales que preferían no ser contaminados por su lira y sus bajos.
-Que cuando es “clásico”, el vallenato es un producto legítimo de la cultura y la sociedad señorial, pero dentro de una inobjetable participación social, un sistemático allanamiento de distancias jerárquicas, siempre presente en colitas y colonas para los acontecimientos de la alegría, el dolor, Dios, la muerte y un desamor casi apacible.
-Que es mundano, “plebe”, popular, negro, campesino y caribeño a pesar de la medición de las sílabas. En fin, que, como nosotros mismos, es anti solemne, alegre, franco, imaginativo, cuentero, directo y ruidoso.
-Que es, en pocas palabras, un producto acabado de la cultura caribeña colombiana, capaz de sobrevivir a la impostura, al blanqueo, a sus extraños panegiristas, a las disqueras y a la mayoría de sus compositores e intérpretes “modernos”.
Terminé haciendo, todo por culpa de Daniel, lo único que yo nunca habría querido hacerle al vallenato: constreñirlo a las estrecheces de una retórica residual que pretende abarcarlo y comprenderlo. Yo que todo lo que quería de él era escucharlo con una suerte del regusto lúdico, travieso nostálgico, etílico, tímido y reverencial.
Daniel Samper Pizano respondió…
Yo pensé que se habían acabado. Hace algunos lustros floreció en Barranquilla una generación de personajes dirigentes que se sentaban a tomar café y a rajar de la opresión centralista, mientras comentaban lo inteligentes, maravillosos y astutos que eran ellos, y lo imbéciles que eran los demás colombianos.
Un dia voltearon a mirar y descubrieron que, mientras ellos charlaban, Barranquilla se había arruinado: los servicios públicos estaban paralizados, las calles eran una polvareda, se desbordaban los arroyos y la administración municipal era nido de podredumbre.
Atrás había quedado la ciudad industriosa y creativa de los primeros aviones, la cerveza y La Cueva. Mientras sus dirigentes hablaban carreta narcisista anticachaca, Cali y Medellín le habían sacado medio siglo de ventaja.
Menos charla y más acción
El cienaguero Álvaro Cepeda Samudio, que los conoció bien, dijo de estos personajes que lo que les gustaba era comentar, no hacer. “Se repite, por milésima vez acotaba Cepeda la situación tan familiar para todos: los barranquilleros con las bocas abiertas, y las obras paradas”.
Para empeorar las vainas, algún psicoanalista maledicente observó que el resentimiento de algunos de estos conversadores de café contra los del interior es que en el fondo les habría gustado parecerse a ellos.
Mi admirado Armando Benedetti -gran amigo, gran escritor, gran parrandero- merecería formar parte de ese pintoresco y anacrónico clan que describía Cepeda. Benedetti, que tan bien domina el vallenato, nunca se decidió a escribir su historia, a recopilar los cantos, a congregar los músicos, a grabar las obras, a producir los discos y a vender las colecciones. Estaba esperando a que otro lo hiciera -ojalá algún intruso del interior-, para soltar su mohosa andanada contra los cachacos. “Las bocas abiertas, y las obras
paradas…”
Entre amigos
Armando es un mamagallista brillante. Por eso no hay que hacerle mucho caso. No estamos asistiendo a la guerra entre los pueblos, ni al grito ancestral de venganza de los costeños oprimidos, ni a la confrontación milenaria entre los colonos del litoral y los conquistadores de los Andes.
Esa retórica huele a paleolítico. Se trata, tan solo, de las opiniones libérrimas de Benedetti acerca de una música que es patrimonio de todos. En algunas cosas tiene razón, en otras no, y en algunas más acomoda a su amaño el contenido del libro.
Lo importante es que la mayor parte de lo que él expone son gustos y preferencias personales donde no cabe discusión.
De todos modos, resulta interesante observar que -como lo temía aquel psicoanalista malévolo- el destacado ex ministro costeño no resiste la tentación de acudir, como cualquier cachaco, a un tratado de gramática y de citar, como cualquier cachaco, a don Rufino José Cuervo, ese cachaco de cachacos. Lamentablemente, lo lee mal o lo cita mal, como le sucede más de una vez con el texto del libro sobre 100 años de vallenato.
Pero esta es harina de otro costal o, mejor dicho, merengue de otra parranda, y en realidad a lo único que aspiro es a repetir muy pronto con Benedetti y otros amigos una juerga vallenata en el quiosco campesino del gordo Beltrán, mientras el finquero exhibe un toro cebú reproductor que resultó perezoso para el amor y envejece con mirada melancólica sin conocer descendencia.
Una historia que pide a gritos un Rafael Escalona…
Rafael Escalona opina sobre la polémica
El artículo de Benedetti sobre la recopilación que realizó Daniel Samper y Pilar Tafur ha sido el primero que he leído y que se haya escrito sobre Daniel y sus 100 años de vallenato. Los comentarios de Armando Benedetti me parecen excelentes, precisos y exactos.
En cuanto a los tales ‘vallenatólogos’, yo los veo más como escritólogos. La obra de Daniel Samper es magnífica. Significa un gran esfuerzo. Claro, yo le noté muchas fallas, ¡muchas! Pero es que el pobre no podría abarcar en sus pequeñas manos de cachaco tantas, tantas canciones. Otro dia será…
Es un invento que el vallenato no se baile. Lo que ocurre es que al comienzo de la parranda se está narrando, y debe ser escuchado. Pero cuando la parranda ha avanzado y se ha hablado lo que tiene que hablarse, los ánimos están vivos y la música incita.
Entonces, todo el mundo se pone a bailar. En cuanto a los expertos en la historia del vallenato, creo que en Colombia no hay más de cinco. Entre ellos, el doctor López, Consuelo Araújo y yo. Los demás son escritólogos despreocupados por la razón de la canción. Nunca los ha cogido el filo de la madrugada haciendo un sancocho.
Enrique Santos Calderón también habló
El ya conocido discurso anticachaco de Armando еѕ tan divertido como exagerado y sectario. El toca muy bien la guacharaca, pero en lo que de mover el esqueleto se trata, a mi no me da un brinco.
Tiene razón en lo de la “vallenatología” y quienes se presumen de sabihondos del tema. Los académicos del vallenato. Y no soy vallenatólogo sino vallenatómano. No soy un estudioso sino un amante de esta música. Me entra por los poros y la siento en la tripa. El vallenato me lo unto, me lo bebo y me lo bailo.
Las palabras de Alfonso López Michelsen
Suponer que por ser barranquillero se domina y se conoce el vallenato que surgió con el acordeón, que entró por La Guajira y sentó sus reales en Valledupar (nada que ver con el resto de la Costa) es una equivocación y se corre el riesgo de sufrir el bravo chasco que se llevó Evaristo Sourdis, en su condición de candidato barranquillero a la Presidencia de la República, quien nunca llegó a cumplir una cita en la gallera Jorge Pertuz de Valledupar porque no sabía dónde quedaba.
Ahora, enseñarle a Consuelo Araújo “La Cacica” qué es el vallenato es como enseñarle al papá a tener hijos. Fue precisamente de allí, de la casa de Consuelo, cuando ella estaba casada con Hernandito Molina, algo así como el vaticano del vallenato, de donde salieron los vallenatos cachacos.
El hecho de que el vallenato auténtico, como se practicaba hace 150 años o más, se escuchara sentado en rondas tomando trago, es la prueba definitiva, sobre la necesidad de ponerse de pie para bailarlo. Justo, lo que yo llamo bajar de la cabeza a los pies.
El ranking general de Benedetti
Ya se dijo: una antología es un ejercicio personal, casi tan íntimo como un cepillo de dientes. De manera que este recuadro tiene que ser leído con la misma sospecha.
Aplausos, en primer lugar, para la estupenda calidad de la grabación. Y más aplausos para los intérpretes, que se lucen en casi todas las versiones seleccionadas. Imposible que un tan reducido número de intérpretes, especialmente cantantes, pudiera ajustarse a tan diversas y numerosas exigencias sin que ameritaran un solo reparo. Así se justifica el casi.
La selección de Samper-Tafur es, por otra parte, esencialmente válida. Glosar, apenas, que hay cierta predilección por el discurso en detrimento de las virtudes musicales de las canciones.
Que los compiladores acusan cierta tendencia hacia el “vallenato acachacado”, que, como las brujas, de que los hay, los hay. Y, finalmente, que como en toda muestra los autores tienen que ceder a dar “representación” regional, a formas de interpretación, a compositores, a tiempos, a contenidos literarios. Pero ese es un riesgo inherente a toda selección.
Las omisiones son, como es inevitable, numerosas. Se podría hacer con ellas, por lo menos, otra lista de 100, Tan discutible, sin embargo, como la de Daniel y Pilar. Pero
algunas son imperdonables.
Por ejemplo Fidelina, el son de todos los sones, y que postulaba para el ranking, no solo sobre cualquiera otra del propio Durán, sino tal vez sobre 95 de las 100 escogidas. Y lamentable que no esté allí la Creciente del Cesar, de Escalona, sin duda una de sus mejores producciones.
Pero la gran omisión sobre Escalona no es esa, sino la del Perro de Pavajeau, un vallenato de impecable factura narrativa. Un vallenato dentro de la “vena del gusto” de los compiladores, que, sin embargo, se les escapó.
De ahí en adelante la cosa es más subjetiva, y de estar yo en la camisa de once varas de los autores habría incluido a Toño Miranda, el tipo ese “que anduvo por éste valle, conquistó muchas mujeres y formó muchas parrandas, es presumido, toma ron con tamarindo y se llama…”.
Finalmente, mucho de Leandro, casi tantas como de Escalona. Díaz es un compositor de grandes contrastes: a veces inmenso, a veces lineal, con pocos atributos y sin sorpresas melódicas.
Sobran por razones que la falta de espacio no deja registrar, entre otras: La gordita y La parrandita, de Leandro; Adiós corazón, de José Barros: Sin ti, de Náfer Durán; La consulta, porque Pacheco tiene mejores; La casa, de Carlos Huertas, por Abolerada; Recomendación, de Máximo Móvil; y otras más, muchas más.
Hay aciertos enormes. Por ejemplo, rescatar a Campo Miranda, uno de los mejores compositores del país, y no solamente de vallenatos. Lástima que éste sea uno de los casos en que la ejecución “no alcanzó”. Lo mismo puede decirse del rescate de Julio Herazo, que tal vez merecía ser incluido con otras canciones, Que bien que La historia
y La oficina de Escalona estén allí.
Que bueno que la gente conozca por Los rumores, al interlocutor de las piquerías de Emilianito. Qué bueno que el amor-amor, y otros proto-vallenatos hayan adquirido licencia. Qué bueno en fin, y a pesar de todo lo hasta aquí escrito o por eso mismo que hayan sacado los discos.