La historia universal del desaseo

Un anónimo camarero del rey Luis XIV escribió sus memorias. Sus labores reales que iban desde limpiar lagañas hasta deshacerse del olor a cadaver del rey.
 
La historia universal del desaseo
Foto: Unslash/ C.C. BY 0.0
POR: 
Alfredo Iriarte

Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 166 de enero 1984

Un anónimo camarero del rey Luis XIV escribió sus memorias. En ellas cuenta que uno de sus deberes cotidianos consistía en llegar todas las mañanas a la recámara real con una fuente de agua tibia y dos algodones. Su Majestad se incorporaba en el lecho y a continuación el camarero mojaba el primer algodón y lo utilizaba para remover suavemente las lagañas que mortificaban el ojo derecho del monarca. Enseguida, repetía la operación con el izquierdo y en ese momento concluía el aseo diario de Luis XIV.

Cada día, las reales lagañas eran sorteadas entre los palaciegos con el piadoso fin de que los favorecidos por la suerte pudieran conservar tan preciado tesoro. El camarero remata este capítulo con un colofón sentencioso: “El rey olía a cadáver”.

¿Fue la humanidad siempre tan cochina? De ninguna manera. Los romanos, para citar un solo ejemplo ilustre, eran pulcros en extremo. La capital del Imperio contaba con un avanzado sistema de alcantarillas.

Los ciudadanos opulentos tenían en sus casas cómodas termas en las que practicaban abluciones diarias y la plebe se lavaba en las termas públicas que eran lo bastante numerosas para albergar a todos los que quisieran usarlas.

¿Qué pasó después? Vino la caída del Imperio Romano y la hegemonía cristiana. Y acaeció que el cristianismo salvo las almas de los hombres pero perdió sus cuerpos. Todas las prácticas de higiene fueron condenadas como vitandas y pecaminosas y Europa quedó convertida en una inmensa cloaca.

No es difícil imaginar con absoluta certidumbre que la sola proximidad de un hombre medieval en nuestros días sería capaz de producirle un paro cardiaco al campeón mundial de todos los pesos. La concepción higiénica y progresista del alcantarillado desapareció en la Edad Media y entonces toda Europa adoptó el abominable sistema de almacenar los detritus orgánicos en grandes toneles.

Por lo general, se destinaba uno para los líquidos y otro para el popó. Una vez que estaban repletos, eran vaciados a las calles por las ventanas. Cuando la catarata era sólida, el que la arrojaba emitía el grito ritual de “Van aguas mayores” para advertir a los transeúntes, quienes, horrorizados, se apartaban hacia el lado opuesto de la calle para ponerse a salvo. Cuando la cascada era de zumo renal, el encargado de vaciar el barril gritaba: “Van aguas menores”.

Es curioso que, muchos siglos después, se conserven aún las dos locuciones. En efecto, “Hacer aguas mayores o menores” es en la actualidad un delicado eufemismo para designar las dos más abyectas aberraciones del ser humano en su paso por la vida.

Pero volviendo a los tiempos medievales, debo confesar que, trasegando por las callejas laberínticas y muy estrechas de Cáceres y de Toledo, me reí sólo de la pura satisfacción de saber con certeza que bien podía adelantar sin tregua estas gratas incursiones hacia la Edad Media con la total seguridad de no recibir sobre mis hombros y cabeza un repentino aguacero urinario o fecal.

En la actualidad son motivo de espanto las crónicas que leemos sobre las mortíferas pestes que azotaron a Europa desde la Edad Media hasta hace apenas dos centurias. Las gentes de la época, medrosas y llenas de supercherías, las atribuían a temibles estallidos de cólera divina por los pecados e impiedades de los hombres, cuando la escueta verdad era que el flagelo no les llegaba desde los remotos cielos sino desde mucho más abajo, vale decir, desde las ventanas que a diario vertían sobre las calles su
rutinaria dosis de inmundicias.

No debemos terminar este pasaje sin anotar que no todos los encargados de desocupar los hediondos recipientes por las ventanas cumplían con la fórmula cortés del consabido grito, sino que lanzaban su contenido sin previo aviso dejando a las víctimas en el más deplorable estado que pueda imaginarse.

Otras veces, como pude comprobarlo en las bellísimas ciudades ya citadas, las calles eran tan estrechas que ponían a los caminantes a merced de los mefíticos aludes, aunque
oportunamente los hubiera precedido la piadosa advertencia.

En “El cuento del Grial”, de Chrétien de Troyes, hay un episodio en que cierto enamorado mancebo se despide de una doncella a quien ama, y a manera de homenaje le dice estas palabras: “Ahora me iré satisfecho y mejor beso dáis que ninguna camarera que haya en toda la casa de mi madre, porque no tenéis la boca amarga”.

Yo estoy seguro de que la doncella de esta historia debía tener una halitosis insufrible, sólo que a su rendido galán le parecía fragante al compararla con la de las camareras, que debía ser muchas veces peor.

Las investigaciones que me ha sido posible realizar no me han permitido establecer con certeza de cuándo data ese invento portentoso, únicamente comparable con la rueda, que se llama papel higiénico. Pero lo que sí sé es que no es muy antiguo.

Cayó sobre los hombres hace menos de un siglo la centella de la inspiración divina y fue entonces cuando nuestros antecesores decidieron que la única función del papel no debería seguir siendo la de transmitir y perpetuar el pensamiento humano sino que podía extenderse a cumplir una misión menos excelsa y noble pero más aséptica. Desde luego, siglos antes de esta benéfica invención, ya la humanidad, al menos en sus estamentos aristocráticos, se había preocupado por realizar, así fuera en forma imperfecta, el abnegado y sufrido trabajo que hoy hace el papel indispensable.

Acerca de sus antecedentes históricos, hay un testimonio notable en el capítulo XIII de Gargantúa. Por boca de su inmortal personaje, el maestro Rabelais nos instruye sabiamente acerca de los elementos que hoy podemos reputar como precursores del papel amado.

Entre los que expone Gargantúa en el citado capítulo están los antifaces de terciopelo, las pañoletas femeninas, los guantes de mujer perfumados de benjuí, y también toda suerte de sábanas, manteles, cortinas, colchas, cojines, servilletas, pañuelos y tapices.

Pero, sensible y justiciero como siempre fue, el buen Gargantúa había entendido que estos instrumentos sólo estaban al alcance de los ricos, por lo cual incluye en su enumeración otros que bien podían procurarse los pobretes para tan esencial finalidad. Entre ellos sobresalen las hojas de espinaca, de col y de mejorana. Y para ampliar al máximo el valioso repertorio, el gigante rabelesiano recomienda utensilios animales como pichones, gallinas, pollos y otras aves similares.

Precisamente, y a propósito de Rabelais, hay en el estupendo libro de William Manchester sobre la dinastía de los Krupp, un par de episodios que habrían sido dignos de la pluma del genial maestro francés. En uno de ellos se narra como un barón tudesco del siglo XV devoró en una sola sentada treinta huevos acompañados de un queso descomunal y muchas hogazas de pan. Terminada la comilona, falleció.

Cabe imaginar las explosiones nauseabundas de diversas clases que seguramente precedieron la muerte de este glotón legendario. Más adelante, dice textualmente Manchester: “Se ha estimado que las gentes de buena posición se pasaban la mitad del tiempo de vigilia masticando y la otra defecando”. Y en otro pasaje cuenta como en la ciudad de Essen, el único factor determinante de las pestes no era la costumbre de arrojar las heces por las ventanas sino también la putrefacción de los judíos que eran lapidados en las murallas de la urbe.

Cuando los victoriosos ejércitos cristianos bajo el mando unificado de los católicos monarcas pusieron sitio al último bastión sarraceno que subsistían en la Península, Isabel de Castilla hizo un voto solemne a la Virgen Santísima: no se mudaría ninguna prenda de vestir mientras no cayera Granada en poder de la cristiandad. El asedio empezó a principios de 1490 y la ciudad capituló el 2 de enero de 1492.

Ello por supuesto no obstó para que Fernando de Aragón diera curso normal a sus apetencias carnales durante el sitio sin salir apestado del tálamo real. Pero si tenemos en cuenta que los musulmanes eran un pueblo aseado en extremo, hemos de llegar a la conclusión incontrovertible de que los cristianos habrían podido tomar a Granada en menos tiempo ahorrando vidas y tanta pólvora como vomitaron sus falconetes y bombardas, con el solo arbitrio de hacer flamear las bragas de la reina frente a los muros de la ciudad sitiada.

Por otra parte, afirma la historia que Boabdil lloró sin consuelo por la pérdida de Granada y que su madre, indignada, lo apostrofó diciéndole: “Llora como mujer lo que no pudiste defender como hombre”. Todo ese cuento es falso.

Es cierto que Boabdil lloró. Pero no fue por la derrota sino porque, al ponerse de hinojos ante Isabel para entregarle las llaves de la ciudad, sus indefensas narices quedaron a la altura de la real caja pélvica y, en consecuencia, el rey vencido no pudo evitar que un torrente de lágrimas fluyeran a sus ojos.

Algunos cronistas de Indias mencionan el “vaho” que despedían los conquistadores cuando se despojaban de sus cotas y corazas y afirman que dichas emanaciones pestilentes fueron una causa de mortalidad entre los aborígenes tanto o más efectiva que los cañones de sus arcabuces y mosquetes.

Mal haríamos en poner fin a estos apuntes malolientes sin ninguna alusión doméstica. Es bien sabido que la bromhidrosis fétida de los pies recibió, al coronar su ascenso victorioso a nuestros altiplanos, el sonoro nombre de pecueca.

Pero lo que no muchos saben es que en nuestros bailes decimonónicos, los anfitriones colocaban con criterio previsivo abundantes piñas, papayuelas, guayabas y otras frutas aromáticas debajo de los muebles del salón. En esa forma, los nobles ejemplares del reino vegetal neutralizaban los miasmas de axilas y calcetines que se originaban en la febril agitación de polkas, bambucos, pasillos y mazurkas.

Dice bellamente Borges de uno de sus personajes: “Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en qué vivir”. Yo comparto el pesimismo del Maestro en todos los órdenes menos en el del aseo. Pienso que en esta era de los desodorantes íntimos con aroma de frambuesa, vivimos en un mundo casi paradisíaco.

         

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agosto
30 / 2019