¿Por qué no podemos dejar de usar los lugares comunes?
Abelardo Forero Benavides
Los lugares comunes son necesarios, sin ellos no se podría hablar en público o en privado, ni escribir en los matutinos o vespertinos, ni redactar títulos. Cada uno de nosotros, aunque pensemos vanidosamente lo contrario, en verdad no podríamos prescindir de nuestro cajón de frases. La palabra es mucho menos abundante que la moneda.
¿Cuántas palabras usamos por día y de cuántas necesitamos para charlar y figurar en sociedad? Algunos no manejan más de una docena. Los más presumidos llegan a las tres. Y tan sólo los ilustres pasan a las cinco docenas.
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Lo bueno de los lugares comunes
Cuando se conoce a una persona, pueden ignorarse algunos de los parajes de su sicología, porque toda alma por sencilla que sea tiene recónditos recodos. Pero las expresiones, los dichos, los refranes pueden catalogarse fácilmente. Y se sabe con precisión, cuando se hace una pregunta, cuál va a ser la automática respuesta. Ingenuamente, sin malicia alguna, una mecanógrafa aludía a la excelencia de un historiador y a su agrado en colaborar con él:
“… Es una delicia. Cuando me dicta el sustantivo, yo ya sé cuál es el adjetivo”. La palabra es dura, escasa, estereotipada. Y las combinadas en lo que se llama frases, son mucho más resistentes que el cobre o la plata. Pueden desvalorizarse, pero siguen circulando.
Cuántas veces hemos leído en los periódicos: “Se adelantará una exhaustiva investigación. Se plantea una fundamental reforma. Este es un país de leyes. Nuestro partido no es caudillista: tiene tan sólo en cuenta los principios y los programas. Llevaremos la bandera roja o azul, hasta la cúpula del Capitolio. Tiene usted derecho… señor, a ceñir sobre su pecho el tricolor”.
¿Y qué hay de los personalismos?
La investigación exhaustiva no llega a tocar la espuma del ilícito. En el país de las leyes, los que más alegan en favor de su cumplimiento son los especialistas en desfigurarlas. Los principios se invocan en el auge de los personalismos.
Es precisamente en los banquetes donde el lugar común florece de manera más torrencial y espontánea. Se pueden cambiar los colores de los claveles que adornan las mesas, o el sabor de los caldos poco peligrosos o la pechuga de los pollos, pero las frases no. Salvo en los casos de originalidad reconocida.
“Yo bien sé que este homenaje no está dirigido a mí, el más humilde de todos, sino a la institución que represento, a los principios que he profesado toda la vida y los servicios que he procurado prestar”.
“Yo bien sé y lo tengo bien averiguado que Colombia es tierra estéril para las dictaduras”.
“En el momento de brindar, apelo a la cita del grande Herrera: La patria por encima de los partidos”.
“Un político, como lo dijo el Presidente Americano, cuyo nombre no recuerdo, está pensando en la próxima elección. Un estadista piensa en la próxima generación”.
Y como lo dijo con todo valor un pensador francés: Tête-à-tête. Frente a Frente.
En los próximos comicios, hay que llegar a esta plaza con las cédulas a discreción y el paso de vencedores.
Otros lugares comunes
Algunas veces los oradores ingeniosos se salen del lugar común. Uno de los más brillantes, en la fiesta del árbol celebrada un 12 de octubre, dijo esta linda frase:
…”Las imágenes más bellas están asociadas al árbol. De una mujer se dice que es esbelta como una palmera. De un hombre añoso se afirma que es fuerte como un roble. Y de otro, tonto como un alcornoque”.
Existe otro lugar común, que pudiéramos llamar el de los ilustrados, los que ostentosamente presumen de cultos. Llevan en la mente cuidadosamente clasificados sus clisés verbales y los ostentan de manera invariable en cada ocasión.
Si se trata de un ofrecimiento que se les ha hecho de un cargo de menor importancia, acuden a una cita de Shakespeare: ser o no ser, esta es la cuestión. Con una variante: aceptar o no aceptar, esa es la cuestión.
Lugares comunes colombianos
Si cambian de domicilio, o han tenido el testimonio de alguna ingratitud, exclaman con Montaigne: “La vida es cosa vana, mudable y ondeante”. Naturalmente de Montaigne no conocen ninguna otra cita o referencia.
Si se habla de Julio Flórez, surge de manera inevitable la cita de dos versos:
“Algo se muere en mí todos los días…” o el otro: “Todo nos llega tarde, hasta la muerte”.
Y si de Porfirio Barba se trata, es invariable el recuerdo de la vida profunda:
“Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, como las leves briznas al viento y al azar”.
Pero si no se trata de Porfirio, sino de Pablo Neruda, que muy poco admiraba y estimaba a Porfirio, salen a relucir dos o tres fragmentos:
… Los marineros besan y se van.
… Para que nada nos separe que no
nos una nada.
O este otro aplicable a las damas gárrulas y frívolas o a los políticos demasiado conversadores:
… Me gustas cuando callas, porque estás como ausente”.
Pero la cultura exhibida puede ser más añeja, de más larga y filosófica tradición. Hay necesidad de presumir de filósofo: Solo sé que no sé nada”.
Y si se trata de la historia romana, hoy existen dos buenas fuentes. Cicerón y César.
“Hasta cuando este gobernador de Caldas, abusará de nuestra paciencia…”. Naturalmente el gobernador no se llama Catilina.
Y si se trata de lanzarse a un movimiento en el barrio de San Blas, el Tunjuelito adquiere dignidad histórica y trae a la memoria la imagen de Rubicón: “Alea Jacta Est…”
Y si se recibe una puñalada política por la espalda, está a la mano la cita de
César: “Tú también, Aureliano hijo mío”.
Y si se sufre una desilusión y se bebe el amargo vaso de cicuta con el rechazo de un puesto, se puede decir aludiendo a los servicios en la pasada campaña:
“Are en el mar y edifiqué en el viento…”.
Los lugares comunes de El Quijote
El Quijote tiene dos o tres vetas explotables y explotadas. Las comparaciones de quien presume de idealista con un émulo activista y pragmático, son obvias, si se acude al rechoncho escudero y sus alforjas y al caballero escuálido y desmirriado que ve los molinos del viento. Al fin y al cabo Sancho fue gobernante y Don Quijote no conoció la tierra sino cuando lo revolcaba en ella la lanza de sus enemigos pentapolines.
Se nos olvidaba la rosa y la sola sombra larga.
“Esta rosa fue testigo, de ese que si amor no fue…”. Hasta ahí me sé.
En un paseo por la sabana, es de buen gusto evocar a José Asunción, con su barba nazarena, sus bellos ojos melancólicos, detenido detrás de un sauce mientras pasa la sola sombra larga.
Y qué se dice del amor, la pasión más sentida, más cantada, más antigua, más degustada. Desde los días del Paraíso terrenal, en que Adán, sin obedecer el mandato superior se atrevió a decirle a Evita, púdicamente oculta tras de la hoja de parra: Doblemos esa doliente hoja.
Los lugares comunes en imágenes
En las películas más originales, la palabra es la misma agostada. Jeanne Moreau, en el apogeo de su carrera, recorre durante monótonas horas las orillas del Sena, invadida por la ola. Y se le oye tan sólo decir, susurrar, gemir.
Yo te amo… Yo te amo. Je t’aime… Y el eco responde con monotonía. Ninguna originalidad.
De vez en cuando los poetas rompen con esa monotonía, pero ya se están agotando los dignos de ser aprendidos de memoria:
“Todo en ti me conturba y en ti todo /me еngаñа,
desde tu boca en que la pasión se/adivina,
que empurpuran los rojos de esa rosa
/felina,
hasta la rubia movilidad de tu
pestaña.
Todo en ti me es adverso, tu sonrisa
/me daña
como un hechizo y en tu plática
/divina
como en campo de rosas la falacia
/camina,
fríamente como una ponzoñosa
/alimaña.
O en lindo verso de Carranza:
Teresa en cuya frente el cielo empieza.
Tuvo una larga duración, en la memoria de los centenaristas, pero no llegó hasta los coca-colos, el admirable verso de Rubén Darío:
Juventud divino tesoro,
ya te vas para no volver
cuando quiero llorar no lloro
y a veces lloro sin querer.
Porque a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín.
Los que ya no se utilizan
Pero todos esos parajes líricos, convertidos en melódicos lugares comunes, han dejado de ser frecuentados. Ya no se llega a ellos. En las conversaciones no aparecen esas citas. De la memoria se han ido borrando y tan solo quedan las cuatro o cinco palabras de moda. Esto les parece muy “chévere”, a quienes no conversan con los abuelos.
La palabra indignación es con frecuencia citada en las informaciones, la indignación nacional. Se supone que la ha producido un ilícito espeluznante. Pero ella no tiene aplicación en la realidad, ya que uno de los síntomas de la sociedad moderna es la incapacidad de indignarse.
Se sale a la calle. Se podría preguntarle a la gente: ¿Usted está indignado…?. No saben qué contestar, porque no saben que se les está preguntando. Esas afanosas avenidas humanas, que circulan nerviosamente viendo vitrinas, curioseando o haciendo compras, buscan algo que “morfar”, como dicen los argentinos, y no tienen nociones de solidaridad. Leen muy superficialmente revistas, periódicos.
Cambian de tema estos lugares comunes
Retienen tan solo fragmentos de las noticias o de los comentarios. Pero no se logra formar una conciencia solidaria en la indignación o en la colaboración social. Son por completo ajenas a todo estremecimiento humano colectivo. Mientras más numerosos son los hombres, se hacen más egoístas.
En una aldea pequeña, en un barrio con pocos habitantes, el ser humano se encuentra con otros, conversa, reflexiona, simpatiza, cambia opiniones, existe, puede crear una atmósfera de solidaridad o de repudio.
Pero dentro de la avalancha se pierde su individualidad, flota a la deriva, su única preocupación es subsistir y despejar sus problemas. No tiene una franja, un rincón en la conciencia para consagrarlo a algo desinteresado.
Los problemas de los otros no son sus problemas, los gemidos de los otros no son sus gemidos, la enfermedad y la muerte de los otros le son ajenas. ¿Indignarse…? Tan solo a la hora de pagar las cuentas del mercado o de recibir las notas de cobro de los servicios oficiales.
Qué hiciéramos sin el auxilio del lugar común…
Qué podría conversar este amigo que hemos encontrado en la calle e intentamos con él un diálogo inútil. Nos contesta con un aire de aplomada sabiduría: “La situación está muy grave… La situación está muy grave. Amanecerá y veremos”.
A los finales del año, el lugar común aparece ilustrado: Feliz año… Feliz Navidad. Un amigo decía: ¿por qué no cambiar esa expresión tan usada? ¿No hay una palabra equivalente a la felicidad? ¿Por qué no se augura un año tranquilo, fecundo, apacible, sedante, indoloro, saludable? Pero después de revisar el diccionario, llegó a la conclusión de que no es fácil salir del lugar común y me dijo: Te deseo un feliz año.
La variante la introdujo un estudiante de sicología: Te deseo un año “chévere”. Al fin alguien original.
Podría llevarse un kardex, con el retrato de las personas encuestadas y su repertorio de expresiones. Muy rara vez se produciría una sorpresa. Se podría clasificar a los lectores del “Times”, que son los informados, del “Observateur”, que son los últimos afrancesados y a los poseedores del Betamax, que están a la moda y en el “top” de la felicidad.
Con ellos se puede hablar del Ayatollah, del divorcio de Farrah Fawcett, de la frustración de Kennedy y de los augurios sobre las elecciones de “mitaca”, en que amenaza una terrible helada que arrasará muchas candidaturas y afectará los cafetos del Brasil y las urnas de Colombia.
Guía para leer este artículo sobre los lugares comunes
Este artículo fue publicado originalmente en Revista Diners Ed. 119 febrero 1980