Una oda a los “monstruos”, por Daniel Samper Pizano

Necesitamos saber que detrás del monstruo hay un ser sensible y humillado. Un monstruo de bondad, que podrá conocer a continuación.
 
Una oda a los “monstruos”, por Daniel Samper Pizano
Foto: Publicity photo of American actress Fay Wray (top right) promoting the 1933 feature film King Kong/ Dominio Público
POR: 
Daniel Samper Pizano

Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 112 de julio 1979

La mujer elefante está desnuda. Ha tomado asiento sobre un banco recubierto por una alfombra. El fondo es oscuro. Así lo quiere el fotógrafo. Es monstruosa del pecho para abajo. La panza en forma de globo, la pierna izquierda erosionada por quién sabe qué enfermedad. Y la pierna derecha, la que la hizo famosa en los circos y atractiva para los fotógrafos, aparece en primer plano.

Foto: Archivo Diners.


Es una pierna tan pesada como el resto del cuerpo, deforme; grande como la pata de un elefante, callosa, como la piel de un rinoceronte. No parece tener poros sino escamas. Es la pierna que miraron con curiosidad malsana miles de personas en las ferias: la misma que observan con un gesto de repugnancia los que se detienen ante su fotografía. Nadie repara en la cara de la mujer elefante. Ni en sus ojos, terriblemente humanos, agobiados por 200 kilos de tristeza y de derrota. Ellos permiten saber que detrás del monstruo hay un ser sensible y humillado. Un monstruo de bondad.

Esta ballena melancólica, como los demás personajes del álbum del fotógrafo francés Martin Monestier, como el hombre de dos cabezas, como Johnny Eck un caballero sin piernas, un increíble chapete humano, como Chang y Eng, los hermanos siameses, como Frankestein, como Quasimodo y como Rasputín, pertenece a una curiosa raza: la de los monstruos. En ella se borran todas las diferencias entre la realidad y la ficción.

Foto: Archivo Diners.


Los personajes auténticos de circo, como Julia Pastrana, la mujer más fea que haya existido jamás, terminan perteneciendo a la misma categoría que los monstruos inventados por un escritor imaginativo. Sus nombres y, si las hubo o alguien alcanzó a inventarlas, también sus hazañas, empiezan a circular con visos de leyenda. Después de un tiempo resulta difícil saber si se trataba de un monstruo real o del producto de una pluma febricitante.

Y como, por lo general, a los monstruos auténticos se les atribuyen nombres fantásticos, y de los fantásticos se dice que tienen un origen auténtico, terminan por esfumarse las diferencias. ¿Existió de verdad el Conde Drácula? ¿Hasta dónde hay que creer las historias de Rasputín?

La muerte de un monstruo inmortal

El monje loco que dominó con su extraña influencia al zar Nicolás II y a su familia constituye uno de esos monstruos que podrían pertenecer por igual a la literatura o a la realidad.

Gregorio Efimovich Rasputín resulta un personaje misterioso a partir de su propio nombre. Santo, místico, sinvergüenza e ignorante, mezclaba a estas características una capacidad de persuasión tenebrosa y requisito indispensable para ingresar a la categoría condiciones físicas notables. Era alto, de tremenda fuerza, mirada penetrante y larga barba.

Su muerte, a manos del príncipe Félix Yusupov, fue una pesadilla que por poco no tiene fin. Yusupov se había propuesto asesinar al monje, para lo cual lo invitó una noche a su palacio de Moika. Encerrados en un comedor del sótano. Rasputín consumió primero dos bizcochos preparados con cianuro sin mosquearse. Apenas le parecieron “un poco dulces”. Después se sorbió tres vasos de licor impregnados de veneno, lo cual únicamente le produjo “un cosquilleo en la garganta”.

Asustado. Yusupov resolvió dispararle. Lo hizo en un momento en que Rasputín observaba un crucifijo de cristal. Al escuchar el tiro los amigos y cómplices de Yusupov entre ellos un médico entraron al sótano.

El doctor certificó que la bala le había atravesado el corazón “No había duda, escribió luego Yusupov, Rasputín estaba bien muerto”. Salieron y, al cabo de un rato, le dio a Yusupov por regresar al sótano. Rasputín seguía tendido en el suelo. Pero cuando el príncipe se acercó a observarlo “ocurrió algo atroz”:

“Con un movimiento brusco y violento, dio un salto con la boca llena de espuma. Daba miedo verle. Un salvaje rugido resonó bajo las bóvedas y vi como sus manos convulsas se agitaban en el aire. Luego se arrojó sobre mí: sus dedos intentaban cogerme por el cuello y se hundían en mi espalda como tenazas. Los ojos se le salían de las órbitas, la sangre resbalaba por sus labios. Con voz baja y ronca me llamaba por mi nombre”.

Yusupov logra zafarse de Rasputín, trepa las escaleras y echa llave a una puerta que sale del edificio. De repente, él y sus amigos escuchan un ruido:

“Arrastrándose sobre las rodillas y el vientre, Rasputín escalaba rápidamente los últimos peldaños de la escalera. Reuniendo todas sus fuerzas, dio un último salto y logró alcanzar la puerta secreta que tenía acceso al patio… ¡Cuál no sería mi estupor y mi espanto al ver que la puerta se abría y que Rasputín desapareció en la noche!”

Fue preciso dispararle tres tiros más antes de que Rasputín cayera, esta vez para siempre, sobre la nieve.

Ese suizo, Frankenstein

Sobre la bondad de Rasputín se podrá discutir muchas horas. Pero es innegable que su personalidad y su historia parecen sacadas de alguna visión fantasmagórica. Así ocurre con todos los monstruos. Mary Wollstonecraft Godwin tuvo una visión parecida cierta noche de 1816 en Villa Diodati, cerca al lago suizo de Ginebra.

Durante la velada lluviosa al pie de la chimenea, sus amigos habían relatado cuentos tétricos de la región. Mary se fue a dormir preocupada pero no pudo conciliar el sueño. En su desvelo se imaginó a un joven médico, pálido y enfermizo, que fabricaba un monstruo en un castillo como los que había visto en Suiza. El monstruo según lo ve Mary observa al médico que lo ha creado en sus ojos hay lágrimas y parece preguntar con ellos un por qué a quien lo lanza al mundo.


Sobre esta visión, Mary Wollstonecraft construyó dos años después un cuento que se llamó “Frankenstein o el moderno Prometeo”. Allí nacieron dos figuras inmortales: el médico Víctor Frankenstein y su monstruo de laboratorio, que nunca llegó a tener nombre en la historia pero que acaba por arrebatarlo a su propio dueño con el paso del tiempo.

Frankenstein es, por supuesto, una buena invención literaria. Pero esa noche de verano en Suiza tuvo contornos perfectamente reales para la introvertida muchacha de 19 años. En 1916, cuando Rasputín fue asesinado, no había mucha diferencia entre él y Frankestein.

Davids y Goliaths

Foto: Archivo Diners.


Como no la hay entre Pulgarcito y Lucía Zárate, la mujer más pequeña que registra la historia del mundo. Nacida en México en 1864, pesó solamente 8 onzas y midió apenas 15 centímetros al llegar al mundo. Con el tiempo llegó a elevarse hasta 50 centímetros y a pesar 2 kilos y medio. Era la época de los grandes circos, y a los doce años fue llevada a Estados Unidos donde se paseo por ferias y pueblos durante catorce años.

No solo era la enana más enana del mundo, sino la mejor pagada. Llegó a ganar 20 dólares por hora. Su trabajo se limitaba a aparecer en público y tener paciencia.

En contraste, el gigante más gigantesco del mundo fue Robert Wadlow, un gringo callado y de aspecto bobalicón que, cuando nació un 22 de febrero en Illinois, pesaba y media lo que cualquier bebé normal. Sin embargo, a los nueve años ya medía 1.88 metros, a los 16 llegaba a los 2 metros 35 centímetros y a los 22 era un monstruo de 2 metros 71.

Foto: Archivo Diners.


Murió a la madrugada del 15 de julio de 1940, parte por una infección en un pie, y parte por la contrariedad de no haber asistido a una fiesta en casa de sus abuelos. Lo lloraron amargamente porque eran 271 centímetros de cariño tamaño familiar.

Todos conocemos la historia de Quasimodo. La contó Víctor Hugo en “El jorobado de Nuestra Señora”

Una cabeza grande, erizada de pelos rojos; una giba enorme entre los hombros, cuya superabundancia se echaba de menos por delante del cuerpo; un sistema de muslos y piernas tan extrañamente ahorquillados que no podían juntarse por las rodillas y que, vistas de frente, parecían dos hoces reunidas por el puño; anchos pies y manos monstruosas; y, con esta deformidad, no sé qué aire temible de fuerza, valor y agilidad.

No hay duda de que Quasimodo era terrible por fuera. Pero por dentro estaba inundado de una ternura conmovedora. Así pasa con los monstruos. Manuel Pacho, el monstruo creado por Eduardo Caballero Calderón, no era muy distinto, aunque seguramente sí menos alto. Casi un enano, “no tenía evidentemente pies sino patas, grandotas, cuadradas, de jornalero’.

Era retrasado mental y estaba muy cerca al eslabón perdido. Pero, así y todo, fue capaz de realizar una heroica peripecia cuando anduvo cientos de kilómetros con un cadáver a cuestas. Será discutible la utilidad de la gesta, pero no los buenos sentimientos que la inspiraron. Porque el monstruo es, por lo general, un ser de excelentes sentimientos.

Es indiscutible que abundaba en ellos King Kong, por ejemplo. Pero hablo, claro está, del primer King Kong, el que trepó al Empire State, y no del segundo, el gorila en technicolor que subió a los edificios del World Trade Center. El primero era un monstruo susceptible y enamoradizo, fiel desarrollo del mito de la bestia y la bella.

El segundo es resultado de una reunión de junta directiva que se propuso ganar dólares asustando niños.

Cuando los malos eran feos

El fracaso conceptual no económico del segundo King Kong muestra que los monstruos han pasado de moda. El viejo monstruo, estilo Frankestein o estilo Hombre Lobo, que tenía aspectos espeluznantes pero ocultaba algo bueno en el fondo de su corazón quién puede dudar de la nobleza de clubman que se adivinaba en Drácula han sido sustituidos por criaturas espaciales o 200 lógicas sin sentido.

 

Del arquetipo de un Jacob el dulce ogro luchador de Onetti hemos descendido al estereotipo de Godzilla, tiburón y orca, la ballena asesina. Hasta la belleza exótica que podía tener un monstruo se ha convertido en maquillaje y cosméticos. Los “malos” son ahora bonitos, con lo cual se ha invadido incluso los terrenos de la fealdad atractiva que antes pertenecía a los monstruos.

Warren Beatty y Robert Redford hacen de malos. Y de Christopher Lee, ¿qué? Hasta en esto se ha tratado de desplazar al monstruo. En la adopción de una estética renovada para los malos. Es el momento de echar de menos la original apostura de un Gog, el monstruo de Papini:

No tenía un solo pelo en la cabeza; sin cabellos, sin cejas, sin bigotes, sin barba. Un informe bulbo de piel desnuda con excreciones coralinas; la cara era de un escarlata oscuro, casi pavonado, y anchísima.

Uno de los ojos era de un bello celeste y un poco ceniciento; el otro, casi verde con estrías de un amarillo tortuga. Las mandíbulas eran cuadradas y potentes: los labios, macizos y pálidos, se entre abrían en una sonrisa completamente metálica, de oro.

Era la belleza de Grace Gilbert, la mujer barbada, que resultaba atractiva como hombre. La belleza de Tom Thumb, el enano de 63 centímetros, que dijo alguna vez: “Dios me dio cuerpo pequeño, pero no redujo mi corazón, ni mi cerebro, ni mi alma”. La belleza Myrtle Corbin, a quien dotó la naturaleza de dos cuerpos de la cintura para abajo con uno dio luz a tres niños y con el otro a dos más.

Los monstruos han sido explotados sin misericordia. Tom Thumb hizo multimillonario al propietario del Circo Barnum los siameses Chang y Eng permitieron al capitán Coffin, su
patrocinador, recorrer medio mundo: la Compañía de Diversiones Goodwin se volvió rica exhibiendo a Robert Hughes, un simpático monstruo que pesaba 534 kilos.


Foto: Archivo Diners.


De otra parte, hay que reconocer que habría sido difícil para ellos encontrar trabajo en otros lugares. En ese caso, la peor suerte la llevaban quienes eran monstruos pero no suficientemente monstruos. La mujer bigotuda no tenía ningún futuro. Pero la mujer barbuda sí. Un hombre manco era una tragedia más. En cambio el príncipe Randian, de la Guayana Británica que carecía de brazos y piernas pero podía liar cigarrillos con los labios, era el espectáculo central del Museo Wagner.

Cuando murió en Nueva York en 1934 a la edad de 63 años, “el hombre oruga” dejó una viuda, cinco hijos y varios nietos.

Antes monstruo, hoy paciente

Se han acabado los monstruos. Los viejos monstruos de corazón blando y empaque feo. Los que se campeaban por novelas y circos. Poco a poco los han ido clasificando, adscribiendo a la protección de alguna fundación sin ánimo de lucro, y confinado a la triste condición de fenómenos médicos.

Ya no son propiedad de un público que lee sobre su vida en los periódicos, sino de academias de endocrinólogos que los examinan. Sobre ellos se escriben estudios científicos, no ya grandes crónicas. Se analiza su caso en simposios y conferencias, pero no bajo las carpas de los circos.

Nos hemos ido quedando sin monstruos con la misma velocidad con que los ha convertido la ciencia en casos clínicos.

Solamente sobreviven a la asepsia de los laboratorios el Yeti y la extraña criatura de Loch Ness. Defendido de la policía el primero por las impenetrables nieves eternas, escondida la segunda de la curiosidad científica por las aguas yertas de un lago, son ellos los dos únicos especímenes que todavía reúnen el candor, el espanto y el misterio.

Dios, que los creó al margen de la lógica en un brusco momento de inspiración quiera preservarlos. El mundo necesita monstruos bondadosos seres de rasgos externos repugnantes pero pureza interior inefable. Justamente lo contrario de lo que se nos viene dando desde hace un tiempo.

         

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agosto
14 / 2019