Guía de Cali en los años 70: Por Daniel Samper Pizano
Daniel Samper Pizano
Cuando vaya a Cali, no se olvide de tomar el mejor jugo de mandarina del mundo, de comer las mejores codornices de América y de probar los mejores helados de Colombia. Pero, si quiere saber dónde encontrarlos, no acuda a la oficina de turismo departamental. Estas direcciones, como casi todos los grandes secretos de las ciudades, no están registradas en las guías oficiales para visitantes, sino en el catálogo no escrito de la sabiduría popular.
El Gran Cali subterráneo, el que conocen solo los caleños y unos cuantos felices iniciados en los gustosos entresijos de los sitios chéveres, es el que les presentamos aquí. Lo demás la hacienda donde Efraín y María se golpeaban con pétalos de rosa, los restaurantes elegantes, los ingenios azucareros aparecen en los folletos de Corturismo.
Un cítrico con “bouquet”
El mejor jugo de mandarina del mundo se consigue en el restaurante Los Turcos, que no es uno, sino tres restaurantes contiguos y cuyos propietarios, naturalmente, no son turcos sino libaneses y colombianos. Situados en la avenida 4a. cerca a la famosa 6ª, repleta de sardinas insospechadamente lindas. Los Turcos ofrecen distintos platos baratos y de culinaria rápida entre los cuales sobresalen la carne encebollada y los pinchos.
Son locales abiertos que permiten conversar y observar a quienes pasan por la calle. Inmejorables para echarse una escapada después de nocturna, los tres preparan el más glorioso jugo de mandarina que haya probado paladar alguno.
Hasta bouquet tienen. En el primero de los tres restaurantes, que es el original aunque no tiene nombre porque el letrero lo colgó antes el segundo, y el tercero se llama Juanambú pero cualquiera sabe que también puede llamarse Los Turcos, se corre el riesgo de encontrarse con algunos intelectuales. No importa. El jugo de mandarina lo justifica.
Solo para ornitólogos
Las mejores codornices de América son descendientes de las que trajo hace diez años de Estados Unidos un paisa imaginativo que responde a la gracia de Hernán Ospina.
Como la importación de los pajaritos con todas las de la ley implicaba una cantidad de papeleo que él no tenía plata para costear ni tiempo para elaborar, colocó a las codornices en cajas de juguetes, le dio una caja a cada hijo, acomodó 50 huevos entre algodones en el necessaire de la señora, se echó al hombro una grabadora y se vino de Los Ángeles a Bogotá.
Cada vez que la azafata oía un chillido como de mirla, como de pollo, en el sector de los Ospina, Hernán accionaba rápidamente la grabadora, que llevaba una cassette de ruidos avifaunísticos y le explicaba a la cabinera que sus niños solo controlaban los nervios cuando oían el piar de los pollos registrado en la cinta.
Eran muchachos granjeros, le decía. Así lo explico también al aduanero, y aduanero y azafata confundieron el verdadero chillido de las codornices con la grabación de Ospina y le permitieron a este instalar el primer corral de codornices que funcionó en Colombia.
Actualmente es toda una granja situada en la avenida Guadalupe abajo de la Autopista Sur, donde 5 mil codornices hacen un ruido que ya no podría disimular grabación alguna.
Cada semana se recogen casi 5 mil huevos y se venden 600 bichos. Allí funciona uno de los restaurantes más peculiares del país: “El Caspete del Ahorcado”, cuyo menú es, exclusivamente, codorniz.
Por 110 pesos el cliente puede comerse dos codornices fritas, siete huevos de codorniz con salsa y caldo de codorniz, acompañado por una arepa que, curiosamente, no es de codorniz. “El Caspete del Ahorcado” está abierto todos los días de 12 a 2 p.m y de 6 a 10 p.m.
La esquina de Lola
Champús y pandebono. El que vaya a Cali y no pruebe el champús y el pandebono, podría más bien haber viajado a Villa de Leiva. Pero los folletos oficiales de turismo no informan acerca de los mejores sitios para tomarse un buen vaso de esa bebida que contiene lulo, hielo, maíz, azúcar y otras delicias: ni tampoco traen datos sobre ese pariente lejano y superior de la almojábana. Aquí se los doy.
El mejor champús de Cali se consigue en un puesto callejero ubicado en la Avenida Guadalupe con la autopista sur, cerca a la Plaza de Cañaveralejo. Todos lo conocen como “el champús de Lola” y para que ningún alemán se despiste, Lola, una negra tímida y adorable que hace trece años se tomó esa esquina, mando instalar un aviso en el árbol vecino que dice justamente eso en letra garrapateada: Champús de Lola.
Por diez miserables pesos, Lola vende su champús a camioneros, propietarios de Mercedes Benz, transeúntes, ciclistas, proletarios y familias de clase media, clase media alta y clase altísima que hasta allí llegan. Es imposible saber cuántos vende cada día, pero debe andar por los varios cientos.
Cuando quise averiguárselo, Lola me confundió con un señor llamado Jorge Arabia e insistió en que no me contaría la cifra hasta que yo
no le dijera cuántos automóviles vendía al mes. Supongo que don Jorge Arabia vende carros. Algún día lo conoceré y, a través suyo, podré averiguar cuántos champús vende Lola. Por ahora, deme otro…
Dios, que es muy grande especialmente con los caleños quiso que exactamente al frente de los champús de Lola se vendiera el mejor pandebono de la ciudad. Paradójicamente, en “Tardes Caleñas” es posible conseguir pandebono también por las mañanas.
Los fines de semana se van varias arrobas de harina y varios kilos de queso en la elaboración de miles de pandebonos. Ocurre que uno de los secretos de esta joya de la panadería es que resulta imposible comerse uno solo. ¿Pandebonomanía, se llamará esa enfermedad que les da a los clientes de “Tardes Caleñas”?
Con la fórmula secreta de las monjas
Los mejores helados de Colombia exigen un viaje de 20 minutos hasta el municipio vecino de Jamundi, donde cualquier persona le indica a quien lo pregunte dónde queda la Heladería Monserrate. Es un local pequeño, nada presuntuoso, donde una colección de dibujos evidentemente caseros anuncian los productos de la casa “Chévere de maní para mi”…
“Bacano mi helado de vainilla”… “Para mí de coco no contaban con mi astucia”…
“El mío es mejor-mora”. En este modesto lugar se fabrican los helados más deliciosos y naturales del país. Pacheco, La Negra Grande de Colombia, más de un ministro y varios gobernadores han desfilado por la Heladería Monserrate para aplicarse dos o tres paletas de cinco pesos que harían doblar de envidia a un diabético.
Cada semana se venden 6 mil helados la mitad de ellos entre sábado y domingo, el 80 por ciento de los cuales son de coco, máxima especialidad de la empresa. Y aunque a Lilia Otálvaro de Castaño, la manizalita que hace nueve años montó el negocio, le han ofrecido comprarle la fórmula desde Cúcuta hasta el Ecuador, ella no la vende.
La heladería empezó hace nueve años como un simple recurso de entretención. El esposo de Lilia compra y vende bestias y ella pensó que, como frente a la casa quedaba un colegio, podía inventar en la nevera unos pocos helados cada día para venderlos a los estudiantes. Sin saber a qué horas el asunto se creció y ahora toda la familia está dedicada a la fábrica.
La fórmula sigue siendo tan secreta como la de la Coca-Cola. Sólo que Lilia la aprendió de la manera más insólita. Una tarde, hace muchos años, cuando cursaba primero de bachillerato en el Liceo Femenino de Manizales, la monja se quedó sin tema y resolvió dar a las alumnas algunas recetas de cocina.
“Si ese día he llegado a capar clase comenta con alivio la mujer que mejores helados prepara en Colombia, mi marido todavía estaría vendiendo bestias…”
Oiga, toque, cante
Curiosamente, el sector de la Plaza de Cañaveralejo, que no es uno de los más bonitos de Cali, es el que más cuenta con sitios claves para el turismo subterráneo. Aparte de los champús, los pandebonos y las codornices, en la Avenida Guadalupe funcionan dos lugares para escuchar música, y hasta interpretarla, en puro ambiente familiar.
Lucho y Nilhem son dos vallecaucanos con herencia de pentagrama. Después de que cada uno anduvo su propio camino durante buena parte de su vida, resolvieron hacer su propio dúo no solamente musical al cual ella aportó siete hijos del anterior matrimonio y una guitarra. Diez años después, tienen un taller de artesanías donde fabrican tiples, más de 200 canciones montadas y un “Centro Artístico” que abren en su casa los viernes en la noche.
Allí acuden cantantes, aficionados y simples patos. Cada quien lleva su botella de vino o su sándwich. No piden cédula de ciudadanía ni recomendaciones. Es el anti-night club. Una experiencia distinta, de sabor familiar, en la calle 10 No. 49-76.
Por esos mismos lados en la Avenida Guadalupe No. 2-80 Esperanza Mejía abre los salones de su casa los sábados por la noche. Solamente venden aguardiente y Coca-Cola.
Sitio por donde han pasado ministros y personajes de la farándula como Helenita Vargas (otro de los grandes atractivos turísticos de Cali), hay un instrumento para cada visitante y oportunidad de escuchar a alguien que, como Esperanza Mejía. Lleva muchos años trajinando con música colombiana.
Se canta de todo excepto “El Polvorete” que está expresamente prohibido y a las 2 de la madrugada todos los asistentes interpretan “La Lancha” y se acaba la reunión.
Caleños en su salsa
Ir a Cali y no ver bailar salsa constituye pecado grave. Y digo ver bailar y no bailar, porque la salsa es arte coreográfico de difícil¡ aprendizaje cuya secreta armonía solamente dominan los habitantes de las Antillas Mayores y, naturalmente, los caleños. Hay que decir, con sereno patriotismo, que Cali es la capital mundial de la salsa.
Sus bailarines profesionales Watusi, Amparo Arrebato, Pepper Pimienta, Jimmy Boogaloo son a la salsa lo que Nureyev al ballet. De modo, pues, que no hay mejor plan para calmar una fiebre de sábado en la noche que hacer un recorrido por los establecimientos de salsa.
Se puede ir a Las Escalinatas, al Séptimo Cielo, a Las Vallas. En este último sitio, ubicado en la antigua vía a Yumbo, a menudo se presentan orquestas internacionalmente famosas y por 200 pesos de cover es posible escuchar a los Hermanos Lebron y tirar paso tres o cuatro horas. O escucharlos y tirar paso y no pagar cover si, como lo hacen numerosos muchachos, usted se queda afuera del local.
Allí la música se oye casi tan bien como adentro, es posible ver la orquesta gracias a los grandes ventanales e incluso adivinar el olor picante de algún cacho de maracachafa que alguien quema en sitio no muy lejano.
Sin embargo, el paraíso de la salsa no es ninguno de los anteriores, sino el Honka-Monka, una discoteca donde también se presentan shows vivos de toda índole mucho cuidado: puede salirle una pareja que arrastre tangos orilleros en la calle 24 con carrera 6a. Decoración sin igual: en la pared del fondo, walkirias flacas: en las de los lados, numerosos espejos y un póster del primer King-Kong: luces de todos colores y la sabia dirección musical de Jimmy Boogaloo.
No se extrañe si, sumergido en ese mundo excitante de la Sonora Matancera, en un momento dado usted también se lanza a la pista y acaba dando un par de pasos. Esos caleños son tan buena gente que se harán los que no vieron nada…
Pot-pourri de buenos datos
Cali y sus alrededores esconden muchos metederos inmejorables. En la vía a Buenaventura, por ejemplo, poco después de El Saladito, se consigue una excelente ternera al carbón en el puesto de Pipper (kilómetro 18), y conejo escabechado como pocas veces lo ha probado usted, en el kilómetro 25.
Para los que gustan del baño en río (hay gente tan rara…) el Pance ofrece posibilidades de poca contaminación. Con la ventaja adicional de que, antes o después de la zambullida, puede uno detenerse en El Portal de Meléndez, que queda en el camino, y ajustarse una maravillosa carne asada o un chicharrón cocho de prodigio.
A pesar de ser sitios elegantes de los que aparecen en las guías de Corturismo, no vacilo en recomendar un par de platos en el Hotel Intercontinental y el restaurante Cali Viejo.
Al primero hay que acudir cuando uno quiere probar una exquisita sopa de lentejas sin necesidad de poner en juego la primogenitura. Y al segundo para conocer una casona de 140 años, decorada con artesanía popular, donde vale la pena “jalarle” al sancocho de gallina acompañado por chicha de piña.
En materia de haciendas, justamente, una de las más bonitas es El Cairo. Por ahora solo está abierta a grupos de empresas para almuerzos de empleados, paseos o seminarios. Pero es cuestión de reunir veinte amigos, ponerse en contacto con Lotty Schulz o Nylse Rengifo, las administradoras de la hacienda colonial y conseguir la casa para un fin de semana a razón de 1.100 pesos por persona.
El Terminal de Transporte de Cali no solo es el mejor del país, sino que en él venden uno de los más maravillosos sorbetes que le sea dado probar al paladar humano. Se trata del “Jugo del Amor Prohibido”, aquelarre de media docena de frutas, miel y otras delicias que no solo quita la sed sino casi siempre termina por aumentar la familia.
No lejos de allí, en la plazoleta que queda frente al edificio del diario “El Pueblo”, en época de cosecha se consigue una fiesta de chontaduros, la fruta típica valluna.
Y, en cuanto a cosas para ver, no puede dejar de buscar una casa rarísima ubicada en la carrera cuarta entre calles 15 y 16 en cuya terraza se yergue un carro de la roma imperial, estilo Ben Hur, tirado por dos caballos de yeso que maneja un personaje como sacado de “Yo. Claudio”. “Los caballos de la cuarta”, como se conoce en Cali a esta sorpresa tropical, son un elemento macondiano digno de ser visitado.
Pero, por supuesto, el máximo atractivo de Cali no son las codornices, ni los helados, ni el jugo de mandarina, ni los champús, ni el pandebono, ni las casas abiertas a la música, ni los dorados corceles de yeso, ni la ternera al carbón, ni el jugo del amor prohibido.
Lo que verdaderamente justifica un viaje a la capital del Valle son sus indescriptibles, incomparables, paralizantes (suspendo aquí: oigo los pasos de mi mujer que se acerca: Corturismo no tiene estos problemas)…