Los años 60 según Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano
Los muchachos de antes usaban gomina y las muchachas de los años sesenta usaban laca. Hace un quinto de siglo, al comenzar la década, las mujeres eran muy distintas a las de hoy. Por fuera, quiero decir, porque por dentro se siguen pareciendo de manera asombrosa.
Se “enredaban” el pelo, llevaban liguero y, si eran universitarias, calzaban medias tobilleras. Estaba de moda el maquillaje de tonos claros en la boca y raya oscura en el ojo. Para las grandes ocasiones se coronaban con un “postizo” y, después de haberlo hecho, duraban media hora desparramándose encima del pelo natural y del adquirido a plazos una llovizna de laca que les dejaba la cabeza como un nido de concreto preformado.
Las muchachas de antes coleccionaban discos de 45 rpm y ejemplares de la revista Ecran donde salían fotos de Tab Hunter y Pat Boone. Cuando las muchachas de antes empezaron a transitar por las pulcras avenidas de los años sesenta, nunca se imaginaron que en el recodo de la primera esquina iban a aparecer los hippies, los guerrilleros, la píldora anticonceptiva, la música de Los Beatles, las discotecas y otros sucesos inesperados que acabaron por convertir el decenio en el más divertido y el más agitado de los últimos tiempos.
Los años sesenta empezaron en realidad en 1963. El periodo de felicidad y progreso aparentes que llegó tras la amargura de la guerra terminó abruptamente un mediodía de noviembre, hace 20 años, cuando fue asesinado John F. Kennedy el presidente del copete indisciplinado, la esposa bonita y la Alianza para el Progreso. En ese momento ya se habían producido algunos síntomas de la era de Aquarius.
Había triunfado una revolución en Cuba: el mundo había estado al borde de la guerra a raíz de la crisis de los misiles en 1961 y una pequeña isla del Caribe manejada por barbudos le había infligido severo golpe al país más poderoso del planeta al derrotar la invasión de Bahía Cochinos.
Pero en realidad fue la muerte de Kennedy la que coincidió con la aparición de las nuevas tendencias que irían a revolucionar el modo de vida de millones de terrícolas… incluso los colombianos.
Ye-yés y go-gós
En los años sesenta la marihuana dejó de ser propiedad de los marihuaneros y empezó a fumarse copiosamente en los círculos “in” de las sociedades metropolitanas. En los años sesenta alguien decretó que las polleras eran demasiado largas y apareció entonces ese milagro piernicola llamado la minifalda.
Los muslos de las muchachas quedaban al desnudo, y luego quedarían muchas cosas más. En los teatros de Europa y los Estados Unidos se estrenaban las primeras obras musicales en las que aparecía gente desnuda en el escenario. Muy pronto llegaría la moda a Bogotá y el Teatro La Mama sería precursor del destape.
Los ejecutivos se dejaron la patilla larga en los años sesenta y sus hijos resolvieron matar de hambre a los peluqueros. La melena se volvió cosa de hombres, y los hombres comenzaron a invadir predios que antes habían sido exclusivamente de las mujeres: coquetos collares de chaquiras colgaban de peludos cuellos y los esposos se peleaban cada mañana por la balaca. Al poco tiempo las muchachas se desquitaron. Hizo su entrada triunfal el “slack”, y ellas probaron por primera vez visiblemente que llevaban los pantalones en la casa.
En los países del norte se pusieron de moda los festivales rock, capaces de reunir a cientos de miles de jóvenes unos vestidos, otros desnudos, otros a medio vestir sin que se presentara una sola pelea.
Cuatro mechudos de Liverpool marcaban el compás de la época. John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr, más conocidos como Los Beatles, provocaban histeria en las chicas a las que informaban que todos vivimos en un submarino amarillo, a yellow submarine, a yellow submarine.
En otros lares, un canadiense llamado Paul Anka profesaba gerontológico amor por Diana “soy tan joven y tú tan vieja” mientras que Fausto Papetti trataba de imponer un poco de reposo melódico entre tanto twist y tanto rock con su saxofón de arequipe.
En zonas menos septentrionales del hemisferio americano aparecía la “Nueva Ola”, una generación de cantantes que iría a monopolizar durante varios años los mercados disqueros.
El viejo bolero fue desplazado por los bikinis amarillos a lunares diminutos y Daniel Santos por nombres nuevos como Enrique Guzmán, los TNT, Antonio Prieto, Lalo Fransen: Me has pedido que queme el pañuelo manchado de rouge…
¿Cómo quieres que queme el testigo de aquel cielo azul?
Cuando pienso que han sido mentira tus promesas de amor junto al lago lo contemplo y me dice que han sido tus besos verdad…
Era la onda ye-yé que, luego de complejas evoluciones antropo-sociológicas aún no suficientemente estudiadas, se convirtió en go-go. Radio 15 comandaba la sintonía en los corazones jóvenes. Quien escuchaba esta emisora tenía la oportunidad de oír a Oscar Golden interpretando “Boca de chicle”, música y letra de Pablus Gallinazo, o los hits de Harold.
Algunos quisieron y pudieron, como Claudia de Colombia, que emitía entonces sus primeros cantos de sirena mitad mujer, mitad sardina en Radio 15. Otros quisieron pero no pudieron, como los pasajeros “Daro boys”. Se encendieron las discotecas y se apagaron los grilles. Fueron los últimos años del Grill Europa, del Grill Colombia, de La Pampa. Al poco tiempo serían desplazados por discotecas de estrambóticos nombres: La Bomba, El Elefante Blanco, la Mamut Rosa…
Y, al comienzo de la década, el gran milagro electrodoméstico: usted compraba uno de esos aparatos, le ponía uno de estos discos y era posible escuchar música por los dos parlantes. Dios había creado el sonido estereofónico, y los discos de la orquesta de Pacho Galán se encargaron de enseñárselo a los colombianos.
“Orquídeas bailables” y “Noches de gala” presentaron por primera vez merecumbé estilizado en el novedoso sistema. La música tropical trataba de sobrevivir en medio del auge hostil de la “Nueva Ola”. Apareció y desapareció el chiquichá. Surgieron y se olvidaron los trabalengüitas:
“Va Cacho con su coche, y lleva una cachaca”. La matica de mafafa, que con tanto cariño rociaba Josefa, empezó a venderse en la Calle 60; Chapinero se pobló súbitamente de jovencitos de pelo largo que cargaban en el pecho medallones con el símbolo de la paz,que vendían artesanías en las aceras y que hablaban una jerga rara, dentro de la más absoluta full frescura. ¡Qué escándalo el de las chicas zanahorias! ¡Que cheveridad la de las remolachas!
La subversión de la nada
La marea ye-yé (o go-gó) mojaba todas las orillas. Un buen día los poetas solemnes que presidían sesiones de la Academia de la Lengua vieron invadidos sus predios por una patrulla que encabezaba cierto profeta antioqueño de aspecto dulce llamado Gonzalo Arango. Habían llegado los nadaístas: Los nadaistas invadieron la ciudad como una peste: de los bares saxofónicos al silencio de los libros, de los estadios olímpicos a los profilácticos, de las soledades al ruido dorado de las muchedumbres…
Durante sus años de gloria, los nadaístas subvirtieron toda clase de valores y provocaron toda clase de escándalos. Hicieron poemas a los semáforos, practicaron el amor libre, intentaron desenterrar el cadáver de María la de la novela de Isaacs para comprobar si había muerto virgen.
Ganaron concursos de poesía, de cuento y de novela. Monopolizaron la atención durante casi toda la década. Pero en 1967 hicieron tránsito directo hacia el olvido. Ese año, exactamente el día 30 de mayo en los talleres gráficos de la Compañía Impresora Argentina, S.A., Calle Alsina No. 2049, Buenos Aires, se terminó de imprimir un libro que iba a cambiar en dos la literatura americana.
Desde un principio Cien años de soledad fue estrella del gran boom de las letras continentales. Todo el país se sintió obligado a leer y comentar a García Márquez, a Cortázar, a Rulfo, a Vargas Llosa, a Cabrera Infante, a Carlos Fuentes. Hasta los nadaístas, que según decían en el Jockey cuando todavía se celebraban allí bailes blancos estaban en contra de la decencia y nada les gustaba.
Píldoras de vida sexual
En los años sesenta los artistas de moda eran Obregón, Negret, Botero, Grau, Norman Mejía. El caricaturista más famoso, Álvaro Gómez Hurtado, que empezó a dibujar los monos de Timoteo en El Siglo. Casi todos los primeros participaron, pero Álvaro Gómez no, en el desfile de modas más importante de la década en Colombia… y a lo mejor del siglo.
Fue cuando corrieron, trotaron, caminaron y circularon por la pasarela del Hotel Tequendama, las modelos más bonitas de Colombia ataviadas con trajes diseñados para ellas por los pintores más famosos.
Estrella Nieto brilló con un vestido aéreo que le invento Obregón y la mujer del dramaturgo Alejandro Jodorowsky paralizó a la concurrencia con un traje de novia transparente debajo del cual estaba solamente la novia. Era la época en que Dora Franco iniciaba el destape femenino y el fotógrafo Hernán Díaz hacía las veces de destapador.
Un como aire sexy se apoderaba también del cine. James Bond revolucionaba las viejas películas de intriga agregando a las aventuras y las trompadas un elenco de muchachas que le quitaban la respiración al teatro. Pero el personaje cinematográfico de la década no iba a ser ninguna de ellas, sino un felino estilizado al que bautizaron como la Pantera Rosa.
Fueron años de espías. Surgieron muchos imitadores de James Bond, algunos de los cuales aparecían semanalmente en la televisión, como Mister Solo y su carnal Illya Kuryakin.
Empezaba a notarse una transformación en las costumbres sexuales del mundo y del país. Disminuía el número de matrimonios. Aumentaba el de separaciones. Desde los púlpitos le echaban la culpa a un objeto diminuto, producto típico de la época: la píldora anticonceptiva.
Las sotanas se alborotan
Pero si el sismógrafo registraba convulsiones en el territorio de los usos y las mores, la aguja política no permanecía tampoco quieta. Vino el cuatrienio de Guillermo León Valencia, tiempo feliz de los periodistas “gorilas”. Y vino luego el de Carlos Lleras Restrepo, que sacó a patadas a los grandes simios.
La reforma agraria hoy sepultada hondamente bajo la tierra que pretendía distribuir mejor era el tema de todas las polémicas. Y el Incora, el instituto de las candelas. En su junta directiva, representando a la Iglesia Católica, tenía asiento un joven sacerdote graduado en Lovaina: Camilo Torres.
En los años sesenta, Camilo Torres y un grupo de universitarios creyeron que Cuba había marcado el camino y se fueron al monte, fusil en mano. Habían nacido los “curas rebeldes”. Camilo murió en su primer encuentro como guerrillero. Los estudiantes fueron muriendo poco a poco. Unos en combate con el ejército. Otros fusilados por sus compañeros.
Pero los curas no sólo se iban a la guerrilla en los años sesenta, como reflejo del gran sacudón social que imprimió a la Iglesia Juan XXIII. También les dio por contraer matrimonio. Tuvo efímera popularidad el padre Amaya, rebelde del lecho más que de la política. Se formó la Liga de Sacerdotes Casados.
Fueron años de pedreas y de guerrilleros. Agitación en la Universidad Nacional, agitación en la de Antioquia. Agitación, incluso, en la Pontificia Universidad Javeriana, donde el estudiante de Derecho Rodrigo Lloreda Caicedo arengó a sus compañeros encaramado en una mesa de ping pong aquel día inolvidable en que la Javeriana realizó un partido de seis horas.
El Che Guevara resolvió irse a hacer la revolución en Bolivia, y lo mataron. Su imagen se repitió en calcomanías, en posters, en afiches. No había chofer de bus que pudiera preciarse de tal si en su máquina no tenía un altar a la Virgen de Chiquinquirá y otro al médico argentino Ernesto Guevara, que firmaba tan sólo “Che” en los billetes cubanos.
Los años sesenta pasaron por aquí
Los años sesenta vieron a Pablo VI besar tierra colombiana, y vieron que, al día siguiente, alguien había excavado y robado el trozo de pista de Eldorado donde besó el Papa. Vieron al feroz líder del MRL, Alfonso López Michelsen, ingresar al sistema como manso gobernador del Cesar. Vieron a Guillermo León Valencia brindar por España en las narices de De Gaulle y al ministro de Defensa Alberto Ruiz Novoa inflarse hasta la precandidatura presidencial y desinflarse luego hasta la cría de gallinas ponedoras.
Vieron el restablecimiento del control de cambios, que perdura hasta nosotros. Vieron el último canto de El Cisne, epicentro de los intelectuales bogotanos, y a Camacho Roldán imponer la línea de mobiliario escandinavo.
Vieron el apogeo del Cream Helado de la Calle 67 y del radio transistor. Vieron como las niñas bonitas de sociedad empezaban a trabajar en bancos y “compañías importantes”. Vieron cómo los bólidos go-gós (o ye-yés) reemplazaban, con sentido de la aventura mucho más excitante, a las antiguas carreras de observación. Vieron cómo aparecía la tarjeta de crédito (unos le decían Diners y otros Dainers) y cómo languidecían las ventas por clubes que jugaban con las dos últimas cifras de la Lotería de Cundinamarca.
Los años sesenta vieron cómo el Niño Dios, obligado a comprar artículos nacionales, poblaba los hogares decembrinos con el muñeco Ricardo. Vieron al Monte Blanco antes que se volviera lobo y al antiguo campo de Marte del Tout-Va-Bien convertido en melancólico puesto de empanadas.
Vieron las primeras misas en español y la desaparición de las pañoletas en las iglesias. Vieron los primeros secuestros y los últimos reinados de belleza en que los colombianos se trasnochaban para saber qué candidata había ganado. Vieron los mil goles de Pelé y la hegemonía de “Cochise” Rodríguez en la Vuelta a Colombia.
Vieron la invasión de República Dominicana por tropas de los Estados Unidos y la de Praga por tanques soviéticos. Vieron a los estudiantes rebeldes cuando hacían tambalear el gobierno francés en 1968 y la derrota moral que produjo la guerra de Viet Nam al norteamericano años antes que se produjera la derrota militar.
Vieron al poeta ruso Eugenio Evtuchenko vivir la gran vida en Colombia, y al líder negro gringo Martin Luther King doblarse abaleado en Memphis. Vieron subir a Moisés Tshombe en el Congo y caer al secretario británico de Defensa John Profumo por hacer el amor, no la guerra.
Vieron estallar la primera bomba atómica china y el primer trasplante del corazón en África del Sur. Vieron morir a dos de los Kennedy y nacer a Diego Armando Maradona.
Vieron el primer número de la Revista Diners y el último de La Nueva Prensa.
La década de los sesenta agitada, romántica, alocada, violenta terminó realmente el 20 de julio de 1969, cuando la humanidad logró el último avance espectacular de su historia: la llegada del hombre a la Luna.
Después siguieron años tensos, prosaicos, cada vez más amenazadores y más sórdidos. El hippy había salido del calendario de las especies y había ocupado su puesto el ejecutivo moderno.