Barranquilla y la defensa de la palabra ñero, por Juan Gossaín

Barranquilla le abre las puertas de su casa y su corazón. Aquí todos somos compañeros y siempre hay una palabra de amistad para el extranjero.
 
Barranquilla y la defensa de la palabra ñero, por Juan Gossaín
Foto: Gran Iglesia de Barranquila/ Foto: renesccarcha/ CC B.Y 0.0.
POR: 
Juan Gossaín

El artículo Barranquilla y la defensa de la palabra ñero, por Juan Gossaín, fue publicado originalmente en Revista Diners de octubre de 1991.

Hace cinco años yo trabajaba en Bogotá. Pero un día tuve la sensación de que se me estaba arrugando el alma. Comprendí que ya no podría soportar por más tiempo el ajetreo frenético de aquella aldea enorme y paramuna, ese caserío gigantesco, esa espantosa ranchería que se parece tanto a un pesebre navideño.

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Entonces, con unos pantalones de paño que me escaldaban las entrepiernas, me vine a vivir en Barranquilla. Los primeros días fueron amargos. En este mundo no hay nada más doloroso que una soledad barranquillera, llena de murmullos, de largos silencios, de ramas que tropiezan entre sí, de perros que ladran en los patios mientras tú encerrado en un cuarto sofocante no tienes a nadie con quien compartir un domingo interminable.

El recién llegado que no dispone de amigos se deprime fácilmente. Se siente uno como si hubiera ido a parar a una fiesta a la que no estaba invitado. Tal vez sea por eso, ahora que lo pienso bien, que tantos santandereanos tristes terminan por suicidarse arrojándose del Centro Cívico.

Para el viajero que llega por primera vez, y pone sus plantas en ese asfalto callejero que reverbera como una hornilla bajo el sol, Barranquilla es una ciudad que asombra y desconcierta. Lo primero que salta a la vista, como si fuera un latigazo, es la imagen de una ciudad que a cualquier hora del día se acaba de levantar y no ha tenido tiempo de hacerse el maquillaje.

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Foto: Archivo Diners.


Hay que conocer Barranquilla

No es extraño, pues, que el propio acontecimiento de la fundación de Barranquilla, por allá en el año de 1823, sea un simple episodio prosaico, un bautismo de vecindario, desprovisto de romanticismo y de encanto. La historia cuenta que unos pastores procedentes de localidades cercanas, especialmente de Galapa, escogieron este sitio para aposentarse porque necesitaban para sus ganados el agua del Río Magdalena.

Barranquilla no es una ciudad que el turista pueda llevarse en el bolsillo como si fuera una tarjeta postal. Aquí no hay paisajes de acuarela, ni existen los murallones polvorientos que los españoles edificaron en Cartagena con la sangre espesa de los esclavos.

Esta ciudad sin blasones ni escudos no es como Santa Marta, donde uno puede bañarse en el mar sin salir de su dormitorio. La única playa de que disponemos por estos lados es un pedazo de mar espumoso y ceniciento cuya más hermosa virtud consiste en que sirve de escenario para que las dependientes de los almacenes se hagan el amor con sus novios el domingo en la mañana.

En Barranquilla no se escucha el fascinante tintineo de la bolita de marfil que resuena en la ruleta de los casinos. Aquí no hay coches nostálgicos, tirados por caballos casi tan viejos como sus conductores, que hacen rechinar sus herraduras contra los adoquines coloniales de callecitas patinadas por el paso de los siglos. Esta ciudad, joven y diferente, no cuenta en sus leyendas con desafíos a florete entre caballeros de peluca polvorienta.

¿En qué consiste, entonces, esa fascinación casi hipnótica con que Barranquilla lo cautiva a uno?

El más grande atractivo barranquillero no se encuentra en el capricho de la naturaleza ni en la piscina térmicamente controlada de un hotel internacional. Lo maravilloso de Barranquilla anda por la calle, caminando sobre dos zapatos, sudando bajo el esplendor de diciembre, cuando la ciudad queda metida en una luz tan limpia que la mañana parece acabada de lavar.

Lo hermoso de Barranquilla, lo incomparable, lo único que realmente distingue a esta ciudad de las otras, es su gente. En Colombia le dicen “rolo” al bogotano, “paisa” al antioqueño, “opita” al del Tolima Grande y “ñero” al barranquillero. Porque aquí, con un cariño casi familiar, le dicen “ñero” a todo el mundo:

-¡Cómo te va, ñero!

-¡Hola, ñero, cómo va la vaina!

“Ñero” es una abreviatura de “ñerocompa”. Y ñerocompa es compañero al revés. ¿Hay en esta vida una palabra más hermosa que compañero?

Compañero es el hermano hasta la muerte, el amigo fiel, el de los brazos abiertos, el hombre en cuya mesa siempre hay un plato y una cuchara esperando que tú llegues. Compañero es el ñero barranquillero que te echa un brazo al hombro, que te abre al mismo tiempo la puerta de la casa y la del corazón.

“Ñero” no es, aunque lo parezca, una muletilla verbal, una palabrita impuesta por el hábito, una cosita así, gastada por el uso. “Ñero” es una filosofía de la vida, una manera de actuar, una forma de decirte, sin decírtelo:

-Usted es mi brother, ñero…

Sin culto a la personalidad

Gabriel García Márquez dijo un día, durante una entrevista que yo le hice para “El Espectador”, que en Barranquilla no hay prestigio que aguante quince días. La frase, que se ha vuelto célebre, ha sido mal interpretada como una demostración de que el barranquillero es irrespetuoso.

Gabo sabía lo que estaba diciendo. EI, que se ha trasnochado hablando de política y de chismes caseros con los taxistas del Paseo Bolívar, comprende que la más grande y admirable virtud barranquillera es la falta de culto a la personalidad, la negación absoluta de la idolatría, la inexistencia de santificaciones.

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Foto: Archivo Diners.


Juan B. Fernández cuenta esta historia: un día los barranquilleros fueron al aeropuerto a esperar al maestro Echandía. Pero cuando ya estaba aterrizando el avión, la gente cambió de opinión y se fue para el Estadio Municipal porque allí presentaban a otro maestro: el maestro Pedernera…

Barranquilla es la única ciudad de Colombia donde a un borracho se le ocurrió agarrarle las nalgas a Gaitán aprovechando el tumulto de una manifestación en la Plaza de San Nicolás. No fue si se le observa desde la filosofía barranquillera una falta de respeto.

Por el contrario: lo más probable es que aquel borrachito anónimo haya sido admirador furioso de Gaitán. Pero lo agarró ahí porque consideró que Gaitán era su “brother”, su “ñía”, su “ñero”.

Un día, caminando por la Carrera Progreso, oí que un vendedor ambulante, para demostrarle su afecto a otro, le decía:

-Mira, hermanito: para mí, tú eres el burro que mea más lejos…

¡Qué frase tan hermosamente cargada de poesía!

Un acto de intimidad

En Colombia se habla mucho de la hospitalidad barranquillera. A mí me parece que la frase es muy manida y que “hospitalidad” no es la palabra adecuada. Es más bien intimidad. Cuando un barranquillero se para delante de ti para hablarte, hay en su tono, en sus ademanes, en sus palabras, algo de miembro de la familia, un acto de cariño y algo de viejos camaradas, aunque sea la primera vez que él te ha visto en su vida.

Ejemplo: llegas por el aeropuerto de Soledad, cargas tu maleta, y un taxista bacán, al que no has visto nunca antes, y al que probablemente no volverás a ver jamás, te pregunta a quemarropa:

-¿Adónde quieres que te lleve, hermanito mío?

Te trata como si fueras su viejo amigo. Aquí nadie usa el término “usted”, esa horrenda palabra que distancia a los hombres y separa a la gente.

Aquí el gobernador, y aunque quien lo esté diciendo sea su propia secretaria, no es el doctor Pedro Martín Leyes sino “Pedrito, el hijo de Charles…”.

La otra tarde, durante una reunión del Comité Pro-Catedral, yo escuché a una colegiala que estaba presente dirigiéndose a Ugo.

Mañana mismo, si el Papa Juan Pablo se sube a un taxi en la Avenida Olaya Herrera, el taxista, a sabiendas de quién es su pasajero, le dirá con cariño:

– ¿Por dónde cojo, viejo man?…

Y si el Papa es, como se supone, un hombre inteligente, comprenderá que no es una falta de respeto sino una demostración íntima de afecto.

Un dominó en la terraza

Así, poco a poco, y a medida que uno se va metiendo en los entrepaños de esta tierra incomparable, Barranquilla lo va atrapando a uno, lo fascina, lo cautiva.

Esta ciudad conserva todavía, y a pesar de todas sus agitaciones, los pequeños placeres de la vida. A mí, por ejemplo, me resulta bellamente conmovedor el espectáculo de un sábado o domingo por la tarde, en que en las casas y tiendas barranquilleras especialmente en los barrios más viejos y tradicionales los familiares y amigos se reúnen en torno a la mesa del dominó.

Mientras tratan de ahorcarle el doble seis al adversario, hablan de sus cosas, de sus alegrías y tristezas, del desastre de las Empresas Públicas Municipales y de los apagones de la Electrificadora, de la hija menor que perdió el año y de la vecina que se escapó anteayer con el chofer de un bus que iba para María labaja.

Mis entrañables ñeros

Mientras los hombres juegan, las mujeres, sobre todo las más ancianas, sacan su mecedora a la terraza y se dedican a hablar de la vida ajena. Puede ser de paja o de mimbre, puede ser “mariapalito” o de balanzas, puede ser de las antiguas hechas con bejuco o de las nuevas de hierro forjado, pero en cada casa barranquillera hay una mecedora entrañable, un miembro más de la familia, en el cual la viejita se mece para recibir el fresco de la tarde.

¿Comprenden ahora qué es lo que hace diferente a Barranquilla? En estos momentos la ciudad padece serios quebrantos públicos y numerosos problemas. Pero saldrá adelante porque la gracia inagotable de Barranquilla, su genialidad verdadera, consiste en que sobrevive a pesar de sus gobernantes.

La otra noche dos tipos hablaban en la puerta de un cine. El uno decía que ya esto no tiene remedio, que ya a esto se lo llevó un gancho de caña como dice Marcos Pérez que ya Barranquilla sansejodió. Y el otro, que lo escuchaba en silencio, sacó el pecho como si fuera a soplar una corneta, y le dijo con el más genuino acento de la tierra:

-De peores nos hemos salvado, brother…

Dio la espalda y siguió caminando bajo las estrellas.

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diciembre
16 / 2020