“Después del caso Watergate, volvimos a la casa pensando que todo había acabado”
Richard Nixon/ Traducido por Ángela García
Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 246 de septiembre 1990
No dormí bien durante mi última noche en la Casa Blanca. La ocurrencia no era inusual; luego de un discurso o rueda de prensa importante me siento tan tenso que siempre me cuesta trabajo dormirme. Esa tarde, en un discurso transmitido a toda la nación, había anunciado mi decisión de renunciar a la Presidencia. Eran las 2 a.m. pasadas cuando me quedé dormido.
Me desperté con un sobresalto. Miré el reloj; apenas eran las 4 a.m. Atravesé el vestíbulo occidental y me dirigí a la cocina a servirme un vaso de leche. Me sorprendió encontrar allí a Johnny Johnson, uno de los camareros, preparando café. Le dije: Johnny, ¿qué hace aquí tan temprano?
Me respondió: “No es tan temprano, señor Presidente. Son casi las seis”.
Mi reloj se había detenido. Al cabo de tres años de uso, la pila se había desgastado.
Le pedí a Johnny que me preparara un pastelillo de carne y un huevo escalfado, en vez de mí acostumbrado desayuno espartano de germen de trigo, jugo de naranja y un vaso de leche. Tomé una ducha y me afeité, tras lo cual bajé al Salón Lincoln. Era la habitación más pequeña de la Casa Blanca, y la que más me gustaba. Me senté en mi sillón predilecto y coloqué los pies sobre el banquillo. Pat me había obsequiado la silla en 1962, cuando vivíamos en California, con ocasión de mi cumpleaños. La habíamos llevado con nosotros, primero a nuestro apartamento en Nueva York, y luego a la Casa Blanca. Es el sillón en el que estoy sentado mientras dicto estas reminiscencias.
Intenté esbozar algunas notas para lo que sería mi último discurso como Presidente. La noche anterior, me había dirigido a decenas de millones de personas por televisión. Ahora tenía que pensar en algo personal para decírselo a unas pocas docenas de miembros de mi equipo de la Casa Blanca hombres y mujeres consagrados, que con tanta lealtad me habían servido durante los turbulentos días de la guerra de Vietnam y las jornadas todavía más difíciles de Watergate.
El día anterior me había costado esfuerzo contener mis emociones en una reunión que sostuve en la Sala del Gabinete con mis amigos y partidarios más cercanos del Congreso.
Concluí profiriendo algo que sabía que era cierto: “Tan sólo espero no haberlos defraudado”.
Hoy, tenía que encontrar alguna forma de levantar el ánimo de los miembros leales de mi equipo. Sabía que no debía hablar sobre Pat, Tricia, Julie, Ed Cox y David Eisenhower, quienes estarían a mi lado en el estrado. Sería una experiencia muy dolorosa, tanto para ellos como para mí.
La familia se había opuesto unánimemente a mi decisión de renunciar. Tricia, cuya silenciosa fortaleza me recordaba a mi madre insistió acérrimamente hasta último momento en que ni siquiera debía contemplar la posibilidad de renunciar. Dos días antes, yo había permanecido en el Salón Lincoln hasta las 2 a.m. redactando mi discurso de renuncia. Al ingresar luego a mi dormitorio para reposar un par de horas, encontré una nota de Julie sobre la almohada:
“Querido papá:
Te amo. Apoyaré cualquier cosa que hagas. Me siento muy orgullosa de ti.
Por favor, aguarda una semana, o incluso diez días, antes de tomar esta decisión. Resiste un poquito más. ¡Eres tan fuerte!
Te amo. Julie.
Posdata: Millones de personas te respaldan”.
Si algo hubiese podido hacerme cambiar de opinión, ese algo hubiese sido la nota de Julie. Sin embargo, estaba demasiado fatigado como para reconsiderar mi decisión. No era porque hubiese abandonado la lucha, sino porque sabía que la decisión que había tomado era lo mejor para el país. Dos años de Watergate bastaban. La nación no podía soportar el trauma de un Presidente acusado ante el Senado durante meses. La situación internacional exigía un Presidente de tiempo completo.
Tan pronto mi familia comprendió que la decisión era definitiva, la apoyó. Pat acometió la tarea sobrehumana de supervisar el embalaje de todas las pertenencias que habíamos adquirido en el curso de los últimos cinco años y medio en la Casa Blanca. Ella llevaba 48 horas sin dormir. No sé cómo lo logró. La forma en que se sostuvo a mi lado en el estrado, erguida y orgullosa pese a que su corazón se estaba quebrando, demostró lo que yo siempre había dicho: que era el miembro más fuerte de mi familia, personal u oficial.
Finalmente, decidí hablarle a mi equipo sobre mis ancestros.
Hablé sobre mi padre y mi madre. Leí el emocionante tributo escrito por Theodore Roosevelt cuando falleció su primera esposa: “Era hermosa en rostro y silueta, y más bella todavía en espíritu. Cuando acababa de convertirse en madre, cuando parecía que su vida apenas comenzaba y los años por venir parecían tan brillantes, entonces, por un destino extraño y terrible, le sobrevino la muerte. Y cuando falleció lo que más amaba mi corazón, la luz abandonó mi vida para siempre”. Roosevelt escribió estas palabras cuando tenía un poco más de veinte años. Pensó que la luz había salido de su vida para siempre. Aun así, luego fue Presidente de los Estados Unidos.
Proseguí: “A veces, cuando las cosas no marchan bien, cuando sufrimos una derrota, pensamos que todo ha terminado. No es verdad. Solo es un comienzo, siempre. La grandeza no viene cuando las cosas siempre marchan bien; la grandeza viene cuando realmente lo ponen a uno a prueba, cuando se reciben algunos golpes, algunas desilusiones, cuando sobreviene la tristeza. Porque solo cuando se ha descendido al valle más profundo es posible apreciar la magnificencia de hallarse en la cumbre más alta”.
“Den siempre lo mejor de sí mismos. Nunca se desanimen, jamás sean mezquinos. Recuerden siempre que otras personas los pueden odiar, pero que quienes los odian no triunfan a menos que ustedes los odien a su vez, con lo cual se destruyen ustedes mismos”.
Como era de preverse, los críticos tacharon mis palabras de excesivamente emotivas. Pasaron por alto el hecho de que, en efecto, se trataba de un momento emotivo.
Finalmente, todo terminó. Nos despedimos de los Ford y regresamos a nuestra casa en California, en donde pensamos, erróneamente, que por fin hallaríamos paz y tranquilidad.
Al día siguiente volvieron a llover los golpes. Leon Jaworski, el fiscal especial, se había sentido muy complacido cuando Al Haig le informó sobre mi decisión de renunciar.
Pensó que redundaría en el mejor interés para el país. Haig me informó que, con base en su conversación, no creía que seguiríamos siendo hostigados por el fiscal especial. No había tenido en cuenta a los jóvenes activistas del equipo de Jaworski. Lejos de sentirse satisfechos con la renuncia ésta estimuló su deseo de acabar con la víctima herida.
Cuando Ed Cox me recomendó encarecidamente que no renunciara, me advirtió que esto podría suceder. Conoció a varios de los colaboradores de Jaworski en la Facultad de Derecho de Harvard y trabajó con algunos de ellos en la oficina del Procurador de Estados Unidos en Nueva York. Dijo: “Conozco a estas personas. Son listas y despiadadas. Lo odian. Lo van a hostigar y a perseguir por todo el país con juicios civiles y penales durante el resto de su vida”. Tenía razón. Los golpes cayeron uno tras otro.
Numerosos individuos que buscaban indemnización por perjuicios imputables a toda suerte de acciones gubernamentales, entablaron juicios en mi contra. Pocos tenían que ver con decisiones presidenciales. La mayor parte fue desestimada, pero todos los casos tuvieron que ser defendidos.
El costo de los honorarios de los abogados ha sido portentoso. En los quince años transcurridos desde que renuncié a la Presidencia, he gastado más de 1.8 millones de dólares en honorarios de abogados para defenderme contra tales acusaciones y para proteger mis derechos particulares, amenazados por acción gubernamental.
La Corte Suprema falló en mi contra cuando entablé acción judicial con miras a recuperar mis documentos y cintas, incluyendo aquellos de carácter privado.
Una revista sensacionalista publicó cartas que yo supuestamente había escrito a una condesa en España, a quien ni siquiera conocía. Se trataba de falsificaciones obvias, pero la publicación jamás se retractó.
Uno de los golpes más fuertes consistió en el hostigamiento a que fueron sometidos mis amigos. Se acusó a Bebe Rebozo de estar asociado con la mafia, con apostadores y con las cabezas del narcotráfico. El equipo del fiscal especial le persiguió durante más de un año. Rindió testimonio 85 veces ante dicho equipo y el Comité Ervin. Todos los cargos eran falsos. No había hecho nada malo, salvo ser amigo mío. Al final fue exonerado. Los honorarios de sus abogados fueron enormes.
Maurice Stans, un hombre escrupulosamente honesto, pagó multas por cinco faltas menores no intencionales de carácter técnico relacionadas con legislación sobre campañas el equivalente moral de las multas por estacionar en lugares prohibidos-. En cambio, se ignoraron contravenciones del mismo estilo cometidas por los recaudadores de fondos demócratas.
El golpe más duro fue, con mucho, el perdón. La razón principal de mi renuncia radicó en el deseo de evitar que se colocara a un Presidente de Estados Unidos en el banquillo de los acusados por presuntas actividades ilegales. Pero los ataques no habían terminado.
Como Presidente, incluso después de haber sido lesionado por Watergate, todavía podía determinar hasta cierto punto el curso de los acontecimientos. Los viajes que realicé a la Unión Soviética y el Medio Oriente durante ese verano habían producido algunos logros diplomáticos significativos. Pero ahora, sin los poderes del cargo, me hallaba completamente indefenso.
Mi imagen pública se había deteriorado tanto, que no creo que existiera acusación alguna en mi contra, no importa cuán horrenda o infame, que no hubiese sido creída si se divulgaba o publicaba. De hecho, se divulgaron y publicaron numerosas distorsiones y mentiras descaradas sobre mi persona, mi familia y mis amigos. A mis críticos no les bastaba con decir que yo había cometido errores terribles. Parecían empeñados en demostrar que yo representaba el epítome de la maldad.
Jamás olvidaré el momento en que Jack Miller, mi abogado de Washington, entró a mi oficina de San Clemente el 4 de septiembre para informarme sobre la decisión del presidente Ford de detener el desangre mediante la concesión de un perdón presidencial.
Ahora tenía que decidir si lo aceptaba o no. Lo discutimos en detalle. Le dije a Miller que temía que el indulto pudiese perjudicar políticamente a Ford. Respondió que así ocurriría a corto plazo. Sin embargo, agregó que si el país seguía obsesionado por Watergate, el presidente Ford y otros miembros del gobierno sufrirían todavía más por no poder dedicar su atención a problemas apremiantes, tanto internos como en el exterior.
Miller también estaba al tanto de mi desesperada situación financiera. Señaló que los honorarios de los abogados y los demás costos de mi defensa contra las acusaciones que se me hacían me conducirían a la quiebra. En vista de lo que ocurrió poco después, fue extraordinariamente perceptivo al añadir que pensaba que yo ya había soportado cuanto podía desde el punto de vista físico, mental y emocional, y que debía aceptar el perdón, tanto para mi propio bienestar como para el de mi familia. Como argumento más sólido señalaba que, con la publicidad sin precedentes del último año y medio, no había forma de asegurar un juicio imparcial en Washington.
Luego de la renuncia, la decisión más penosa de mi carrera política fue la aceptación del perdón. Las palabras que pronuncié en esa ocasión describen con precisión mis sentimientos de entonces y los actuales:
“Me equivoqué al no actuar más directamente y con mayor decisión al abordar el asunto Watergate sobre todo cuando alcanzó la etapa de procedimientos judiciales y se transformó de un escándalo político en una tragedia nacional.
“No existen palabras para expresar la intensidad de mis sentimientos de pesar y dolor ante la angustia que mis equivocaciones en torno a Watergate le han causado a la nación y a la Presidencia una nación que amo tan profundamente y una institución que me merece tanto respeto”.
Casa Blanca, agosto 9, 1974.