“Watergate fue peor que un delito, fue una torpeza”, Richard Nixon
Richard Nixon/ Traducido por Ángela García
Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 245 de agosto 1990
Cuando el ingreso forzado a Watergate se convirtió por primera vez en noticia, Ron Ziegler, mi secretario de prensa, con mucho acierto lo llamó un robo de tercera categoría. No viene al caso comparar Watergate con Teapot Dome, o con los escándalos del cinco por ciento de Truman, o con los del whisky de Grant.
Ningún miembro de la administración Nixon obtuvo lucro de Watergate. Nadie estafó al gobierno, como sí sucedió con los episodios anteriormente mencionados. Hubo actos ilegales, pero no con miras a obtener ganancias personales. Todos los gobiernos han procurado protegerse de las secuelas políticas de los escándalos.
Me referí en detalle a mis errores a este respecto en mis memorias, un tercio de las cuales versa sobre Watergate. Mirando el asunto retrospectivamente, diría que Watergate se compuso de tres partes: una de actos ilícitos, otra de torpeza y otra de antagonismos políticos.
La intervención en Watergate y su posterior encubrimiento ocasionaron un serio perjuicio al proceso político norteamericano. Aunque no se trata de una práctica inusual en las campañas políticas, este tipo de operación era claramente ilegal. En años anteriores, yo había sido víctima de sucias artimañas y tácticas malintencionadas en los embates de la contienda política. Ahora bien, lo sucedido en Watergate -los hechos, no los mitos- estuvo mal.
Retrospectivamente pienso que, aunque no tuve nada que ver con la decisión del ingreso forzado, sí he debido fijar normas de conducta más elevadas para quienes participaron en mi campaña y en mi gobierno.
He debido establecer parámetros de integridad que hubiesen impedido siquiera pensar en ese tipo de acciones. No lo hice. Me regí por las reglas de la política tal como las encontré. Mi principal error fue el no haber establecido una norma ética más alta que la de mis predecesores y adversarios. Es por esto que desde hace mucho tiempo acepté la responsabilidad global del asunto Watergate. Es más, pague, y sigo pagando, el precio por ello.
Aparte de su naturaleza ilegal. Watergate constituyó una tragedia de errores. Quien haya ordenado la intervención sabía muy poco sobre política. Si el propósito era recopilar inteligencia política, el Comité Nacional Demócrata era un objetivo lastimoso. Son el candidato y su equipo los que determinan la estrategia y las tácticas, no la burocracia del partido.
Más aún, en vista de la ventaja del 30 por ciento que me otorgaban las encuestas, no tenía el menor sentido asumir semejante riesgo; en efecto, George McGovern, el candidato demócrata más opcionado, prácticamente no tenía oportunidad alguna de ganar. Yo también contribuí a los errores. Como estudioso de la historia, he debido saber que los líderes que acometen grandes empresas con éxito deben cuidarse de no tropezar con minucias. Parafraseando a Talleyrand, Watergate fue peor que un delito, fue una torpeza.
Cuando se me informó por primera vez sobre la intervención ilegal, no le presté suficiente atención al hecho, en parte porque mi interés se concentraba en mis iniciativas china y soviética y en mis esfuerzos por terminar la guerra de Vietnam, y en parte porque temí que algunos de mis colegas políticos más cercanos pudiesen estar comprometidos de una u otra manera. Algunos han dicho que mi principal error fue haber protegido a mis subordinados. Quizás en parte tengan razón.
Creo que en cualquier organización, la lealtad debe extenderse hacia los rangos inferiores, y no sólo hacia los superiores. Sabía que quienes estaban implicados actuaron, no impulsados por un deseo de ganancia personal, sino por su profunda creencia en nuestra causa. Es posible que esa convicción haya tenido que ver con mi actitud vacilante al abordar la cuestión. Mirando hacia atrás, es claro que he debido concederle atención inmediata al asunto, darle prioridad al esclarecimiento de la verdad, despedir a todos los involucrados y afrontar la crisis política.
Sin embargo, lo que recordamos como el período Watergate también fue un ajuste de cuentas políticas concertado por mis opositores. Quien conozca los procedimientos implacables de la política sabe que la maraña de acusaciones falsas que se tejió -los mitos de Watergate- no fue del todo accidental. En este sentido, Watergate no fue un debate moralista una batalla librada entre unos buenos de blanco y unos malos de negro- sino más bien una contienda política.
Los cargos sin fundamento y altamente sensacionalistas, la evidente doble moral, la votación partidista en los comités de investigación del Congreso y la carencia de voluntad de mis adversarios y de los medios de comunicación para investigar actividades ilegales similares en el seno de las campañas demócratas, deben señalarle, hasta al más casual de los observadores, que la oposición no sólo buscaba justicia, sino también ventajas políticas.
No fue sino hasta 1982 cuando se reveló cómo un pequeño grupo de demócratas intentó explotar esta ventaja durante el episodio Watergate. Durante un breve lapso en 1973, luego que el vicepresidente Agnew renunció por un escándalo personal no relacionado con Watergate, y antes que el Senado ratificara a Gerald Ford, el demócrata Carl Albert, presidente de la Cámara, fue el siguiente en la fila para asumir la Presidencia.
Ted Sorensen, antiguo redactor de discursos para el presidente Kennedy, y crítico marcadamente partidista de mis políticas, le solicitó permiso a Albert para elaborar un “plan global de contingencia” secreto, a fin de que los demócratas pudiesen adueñarse de la Casa Blanca con gran celeridad en caso de que yo dejara el cargo. Albert estuvo de acuerdo. El plan contenía incluso sugerencias sobre el tono del discurso de posesión del nuevo Presidente, así como un programa de acción para la primera semana en el cargo.
Albert es un norteamericano intachable que no se hubiera comprometido en nada impropio. Sin embargo, es evidente que la perspectiva de ganar, mediante Watergate, lo que no había podido obtener por las urnas, resultaba demasiado tentadora para algunos demócratas.
El propio Albert sostuvo que Bella Abzug, a la sazón congresista de izquierda por el estado de Nueva York, le dijo: “Deje de ser tonto y podremos hacernos a esta Presidencia”. Por eso, no hubo ironía alguna cuando dije en mis Memorias que la lucha decisiva en torno a Watergate había sido mi última campaña política.
Cuando se haga una evaluación histórica equilibrada, podrá verse que la dimensión política partidista de la investigación y del proceso judicial constituyó un factor esencial de ese período.
Al escribir mis Memorias, pude analizar retrospectivamente lo ocurrido en Watergate y separar los mitos de los hechos. El meollo del escándalo fue que se atrapó a personas asociadas con mi campaña de reelección ingresando a la fuerza en la sede del Comité Nacional Demócrata, en el Hotel Watergate, e interceptando sus teléfonos.
Después del arresto, otros colaboradores de mi campaña y de mi gobierno intentaron encubrir esta conexión a fin de minimizar el perjuicio político. Yo no asumí con firmeza el control del asunto a fin de descubrir los hechos y despedir a todos los comprometidos o implicados en la intervención ilegal. También se me acusó de tomar parte en el encubrimiento, aduciéndose que intenté obstruir la investigación penal del FBI.
Es probable que esto solo no hubiese bastado para hacer caer mi administración. Sin embargo, la palabra “Watergate” llegó a abarcar una amplia variedad de acusaciones adicionales que mis adversarios utilizaron para tratar de describir mi gobierno como, según sus palabras, “el más corrompido de la historia norteamericana”.
En conjunto, estas acusaciones constituyen los mitos de Watergate, esa maraña de cargos falsos que terminaron por socavar la posibilidad de mi administración de gobernar con efectividad.
El mito más falso de todos fue el de que yo ordené la intrusión en la sede demócrata. La rama ejecutiva, el Congreso y la oficina del fiscal especial gastaron millones de dólares en la investigación sobre Watergate. No se descubrió ni una sola evidencia que indicara que yo ordené el ingreso, o que estuviera enterado de la intercepción de los teléfonos, o que hubiese recibido alguna información en ese sentido.
El mito que mayor daño produjo desde el punto de vista político fue el que aseguraba que yo ordené personalmente el pago de dinero a Howard Hunt y a los otros acusados de Watergate para que guardaran silencio. Sí discutí esta posibilidad con John Dean y Bob Haldeman el 21 de marzo de 1973.
En la grabación correspondiente a dicha reunión, queda claro que consideré la posibilidad de pagar dinero. No he debido siquiera contemplar tal eventualidad; sin embargo, el hecho esencial fue que me negué a ofrecerles clemencia a los acusados, aduciendo que eso estaría “mal hecho” y, al concluir la conversación, descarté cualquier pago de dinero por parte de la Casa Blanca a los inculpados.
Es más, quienes lanzaron esta acusación ignoraron el hecho aún más crucial de que no se efectuó ningún pago como resultado de la mencionada conversación.
El mito más serio y el que finalmente me forzó a renunciar fue aquel según el cual, obedeciendo órdenes específicas mías, la CIA obstruyó la acción investigativa penal del FBI sobre el ingreso forzado a Watergate. Examiné esta posible línea de acción con Bob Haldeman en la famosa cinta “smoking gun” del 23 de junio de 1972.