¿Quién le teme a Álvaro Uribe?, por Tomás Eloy Martínez

Recordamos este artículo en el que Tomás Eloy Martínez analiza a profundidad a Álvaro Uribe Vélez antes de su primera elección como presidente de Colombia. Del archivo de Revista Diners, 2002.
 
¿Quién le teme a Álvaro Uribe?, por Tomás Eloy Martínez
Foto: Wikimedia Commons/ BY CC 2.0/ CIAT
POR: 
Tomás Eloy Martínez

Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 398 de agosto 2002

Nadie sabe en Bogotá quién es de veras Álvaro Uribe Vélez, el hombre elegido para gobernar a Colombia a partir del 7 de agosto. Los que colaboraron con él en su austera campaña presidencial lo definen como un hombre reservado, empeñoso, algo irascible e intolerante, que está decidido a terminar con las guerrillas en su país más por la fuerza que por la razón.

A diferencia de sus predecesores y, en especial, del presidente Andrés Pastrana, no cree que sea posible negociar. O, al menos, él no está dispuesto a hacerlo. Les ha pedido a las Naciones Unidas que asuman ese papel, quizás a sabiendas de que sólo tendrán éxito si el secretario general, Kofi Annan, interviene de manera personal, lo que no es fácil.

El pasado 4 de julio, Uribe cumplió cincuenta años. Cuando tenía menos de treinta, su padre, un hacendado al que le apasionaban los caballos de paso, fue asesinado al llegar a su finca por una patrulla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Al parecer, los guerrilleros tenían la intención de secuestrarlo, no de matarlo, pero el hacendado se resistió a los tiros hasta sucumbir de dos balazos, uno en la cabeza y otro en el pulmón.

Como en Sicilia, las guerras colombianas empiezan siempre con una muerte en la familia. Le sucedió a Manuel Marulanda, “Tirofijo”, el fundador de las Farc y el guerrillero más viejo del mundo: tiene setenta y cinco años. Y le sucedió también a Carlos Castaño, el implacable ex jefe del grupo paramilitar que se denomina a sí mismo Autodefensas Unidas de Colombia.

A Castaño le secuestraron el padre en 1981 y, cuando la familia no pudo reunir el dinero del rescate, los hombres de las Farc lo ataron a un árbol cerca de Segovia, en la región del Magdalena Medio, y lo dejaron morir.

En respuesta, un hermano de Castaño, Fidel, entró a sangre y fuego en los pueblos cercanos: empaló campesinos con varas de bambú y clavó niños en las puertas de sus casas. Fidel Castaño murió poco después. Los métodos de Carlos, el sucesor, no fueron menos crueles. Con una fuerza calculada en 11.000 hombres, ha logrado crear, junto con la guerrilla y el narcotráfico, el desplazamiento de casi dos millones de personas de las zonas rurales de Colombia a los suburbios de las ciudades.

Vi algunos de esos desplazados en Soacha, un pueblo situado al occidente de Bogotá. Algunos venían de sitios tan distantes como Urabá, El Bagre y Apartadó. Los hombres de Castaño habían irrumpido una tarde en sus caseríos, acusándolos de proteger a los guerrilleros, y asesinado a los notables del pueblo. Algunos de los sobrevivientes tenían las piernas o las manos cortadas con sierras eléctricas, y sólo por milagro no murieron desangrándose.

Ese éxodo brutal de campesinos sólo es comparable al que fomentó Pol Pot en Camboya, hace un cuarto de siglo. Sorprende que fuera de Colombia se hable tan poco de una tragedia tan caudalosa y que los candidatos presidenciales casi no hayan aludido a ella en sus campañas.

Aunque es obvio que Uribe no podría simpatizar con Castaño, éste sí ha pregonado sus simpatías por Uribe. En su libro de memorias, Mi confesión, el jefe paramilitar escribe: “Álvaro Uribe le conviene al país [porque es el hombre más cercano a nuestra ideología”.

Los irregulares son casi siempre decisivos en las elecciones de Colombia, ya sea por su hostilidad o por sus afinidades. Las Farc condenaron a Uribe y a mediados de abril atentaron contra su vida en Barranquilla. El candidato no dejó de repetir entonces la frase de Bolívar: “El orden es el valor en que se fundan las libertades”, tanto su serenidad ante las amenazas como sus promesas de mano férrea le valieron el éxito fulgurante de su candidatura.

Uribe ha triunfado violentando algunos de los mitos más tenaces de la política colombiana: nunca fue ministro, enarboló la bandera de la dureza extrema, hizo una campaña monacal, fue candidato disidente del Partido Liberal y se rodeó de un equipo en el que la única luz es la que él irradia.

Sorprendió a todos al elegir como vicepresidente a Francisco Santos, víctima de un célebre secuestro y ardiente cruzado de los derechos humanos, pero sin experiencia política alguna. Sorprendió también al elegir como ministro del Interior y Justicia a Fernando Londoño, un abogado notorio que empobreció al Estado colombiano ganándole casi todos los juicios en su contra. Y más sorprendió aun al elegir a una mujer, Marta Lucía Ramírez, como ministra de Defensa. Uribe y ella se parecen en la dureza, la obsesión por el trabajo (duermen cuatro horas diarias) y la pasión por el orden.

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Todo mi respeto al sen Antanas, y gracias también al sen Castilla.

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Una nación en armas

Los primeros pasos del presidente electo no han sido fáciles. El 20 de junio fue a Washington para una entrevista informal con George W. Bush. Allí se convenció de algo que ya otros jefes de gobierno han aprendido en carne propia: América Latina no es una prioridad para la administración republicana de los Estados Unidos. Bush le reclamó que, a pesar de haber recibido ya casi dos mil millones de dólares para reducir la violencia y cortar la exportación de drogas, Colombia no haya hecho progresos.

El objetivo de Uribe es duplicar las fuerzas de seguridad y reforzar las organizaciones civiles de defensa, lo que significa poner la nación en armas. Tal vez Washington lo ayude en esa empresa, pero los mayores costos los pagará Colombia.

Casi el cuatro por ciento del Producto Interno Bruto se invierte en gastos de defensa (1,5 % más que el promedio en América Latina); tres cuartas partes de ese monto se van en pagos al personal activo y en retiro, y el aumento de tropas significa que a largo plazo los salarios militares se tornarán excesivos para el gobierno colombiano, no para los Estados Unidos. Nadie sabe cómo resolverá Uribe este aprieto. En los primeros dos años de su gobierno, debe, además, amortizar préstamos por 5.500 millones de dólares a la banca internacional.

Entre la guerrilla y el próximo presidente hay un diálogo de sordos, que las Naciones Unidas tardarán en desenredar, si se proponen hacerlo. Uribe les exige a los ejércitos subversivos que depongan la violencia –el único lenguaje que éstos conocen y su único elemento de presión- sin ofrecerles el menor cambio en la política económica o social. Las Farc, a su vez, piden que se les conceda en el sudoeste del país una zona franca del tamaño de Cuba, sin prometer que acabarán los secuestros o los atentados.

Mientras tanto, han empezado un trabajo de termitas, amenazando de muerte a los alcaldes que no renuncien a sus cargos, con lo que se proponen demoler las instituciones desde sus bases. El 5 de junio, uno de los alcaldes de Caquetá fue a preguntar a los guerrilleros “por las buenas” cómo se podía arreglar el entredicho. El plazo para las renuncias había expirado la noche antes y lo mataron.

En el centro de la tragedia colombiana está el narcotráfico, del que ningún candidato habló durante la campaña. Todos los días se destruyen cientos de hectáreas sembradas con coca, y todos los días lo destruido se sustituye por muchas hectáreas más, porque los campesinos no conocen otra manera de sobrevivir.

Uribe prometió en Washington que en 2006, cuando expire su mandato, el narcotráfico habrá dejado de ser un problema. Más que cualquiera de los últimos presidentes colombianos, parece tener la decisión de cambiar la historia de su país. Pero esa historia es de una beligerancia tan tenaz que quizás acabe cambiándolo a él.

         

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marzo
3 / 2019