Un largo viaje hacia la noche bogotana, por Mario Mendoza

El premiado autor de Satanás es el escritor que mejor conoce los bajos fondos de la noche bogotana. Autor de novelas negras, rastreador de la ciudad sórdida, en exclusiva para la Revista Diners emprendió una travesía a la entraña de la capital. Jornada de hallazgos y asombros.
 
Un largo viaje hacia la noche bogotana, por Mario Mendoza
Foto: Unsplash/ CC BY 0.0/ Sebastián Seck
POR: 
Mario Mendoza

4:00 p.m.

Salimos de la estación de policía que queda en la avenida Caracas con la calle Sexta. Estamos en una patrulla especial que nos asignaron gentilmente algunas directivas de la institución.

En la parte delantera van el conductor y el coronel que está a cargo de acompañarnos durante las doce horas que durará nuestro recorrido, en el medio estamos Mauricio (con sus cámaras de fotografía, sus rollos y sus lentes especiales) y yo, y en la parte de atrás viaja un escolta cuya misión es protegernos en caso de emergencia.

La idea es adentrarnos en la noche bogotana y registrar los múltiples sucesos que se vayan presentando. Sabemos bien que la ciudad no está funcionando a tope, que no es quincena, pero aun así hemos decidido tomarle la temperatura a este monstruo caótico y desenfrenado.

Foto: Archivo Diners.


La camioneta rueda por la avenida Caracas hacia el sur. Nos dirigimos a Usme a cubrir un caso de posesión de bazuco, bolívares y municiones. El tráfico nos permite avanzar con agilidad hasta el barrio Las Lomas, en los alrededores de la calle Cuarenta sur.

De ahí en adelante el trancón se hace pesado y nos cuesta trabajo proseguir. Pasamos la Picota y la Escuela de Artillería, y al fin logramos llegar a la estación de policía donde están los detenidos.

Se trata de un hombre joven con bigote y patillas, una muchacha voluptuosa con el cabello teñido de rubio que dice ser su novia, y la madre de la chica, una mujer robusta que mira de reojo y con cierta agresividad. Sobre una mesa los agentes han ordenado 730 papeletas de bazuco, 110.000 bolívares, 405.800 pesos colombianos y varias municiones para una pistola 7.60.

Todo eso lo han encontrado encaletado en las puertas y en los asientos de un auto que está estacionado a pocos metros de distancia. La situación no deja de ser extraña para mí, pues nadie sabe que yo soy en realidad un escritor usurpando el papel de reportero.

Muchas veces he descendido a los infiernos de la ciudad en busca de material para mis libros, pero han sido expediciones silenciosas y anónimas en las que yo no soy más que un testigo atento que memoriza el horror para después contarlo. Sin embargo, nunca he estado en estas circunstancias, con una libreta en la mano haciendo preguntas de manera descarada a unos seres tristes y nerviosos que me responden con la mirada baja y las muñecas esposadas.

Me cuesta un poco de trabajo demostrar aplomo. Me doy cuenta de que Mauricio, el fotógrafo, tiene más cancha que yo, y que se mueve como un profesional disparando su cámara una y otra vez. Al cabo de unos minutos descubro a una niña de unos ocho años en una esquina del patio. Está asustada y tiene los ojos inyectados en sangre, como si hubiera llorado durante un largo tiempo.

Un agente me informa que ella iba entre el carro pero que no tiene ninguna relación con los detenidos. Es hija de una vecina del hombre que iba conduciendo. Afirma ser venezolana y dice que su madre está en las oficinas mostrando la documentación correspondiente para sacarla de la estación.

De repente la tarde se detiene yo me quedo suspendido en ese rostro infantil atravesado por el temor, en esa voz aguda que pregunta con ingenuidad a unos adultos que se mueven de un lado para otro ocupados en sus asuntos: ¿Qué van a hacer conmigo? La frase resuena en mi cerebro como si fuera el grito común de una multitud de niños atrapados en medio de una miseria que les niega las más mínimas condiciones para estudiar y desarrollar sus talentos, una miseria que desafortunadamente está muy cerca de la correccional de menores y después de la cárcel. Me despido de la chiquita con una gentileza inútil que me hace sentir aún peor.
6:00 p.m.

Vamos por la avenida Boyacá hacia el norte. Reportan por radio dos casos simultáneos: un guerrillero con quemaduras de tercer grado que acaban de internar en el hospital Simón Bolívar, y el desmantelamiento de un laboratorio de medicamentos falsos en el occidente de la ciudad.

Suponemos que el herido estará en Cuidados Intensivos y que será imposible lograr una entrevista con él. Decidimos acudir al segundo caso. En pocos minutos llegamos a la calle Séptima con carrera Ochenta y Cuatro. Es un callejón sin pavimentar al lado de grandes potreros baldíos. Los vecinos ya están curioseando al lado de las patrullas que han llegado antes que nosotros.

La tarde se hunde en colores intensos que dan paso a una noche fría y despejada que poco a poco se apodera de la sabana. El alumbrado público ya está encendido. Nos bajamos del carro y noto que el escolta está siempre a nuestro lado. Traspasamos un portón metálico y dentro, iluminadas por bombillas agónicas, hay unas mesas de madera que recuerdan quizás una antigua carpintería.

Por todas partes hay cajas llenas de frascos de vidrio y envases plásticos. Descubrimos unas pastillas de colores y un polvo blanco regado sobre una de las mesas. Revisando con detenimiento el lugar nos vamos tropezando con etiquetas falsas de complementos vitamínicos, tónicos capilares y sustancias para detener el envejecimiento: potencializadores, vitacerebrina, ginseng, hemoglobin, reactivan, embriones de pato, etcétera. Las etiquetas están en inglés, en francés e incluso varias de ellas tienen signos orientales y anuncian en un rincón: Made in Korea. El coronel me señala unas canecas que despiden un olor nauseabundo.

Me acerco y un agente remueve con un palo un líquido espeso cuya fetidez nos da ganas de vomitar. Las condiciones higiénicas no pueden ser peores. Sobre un estante hay unas quince o veinte botellas llenas con el brebaje. Recostado contra una pared está el conductor al que atraparon con las cajas y los frascos en su carro. Alega que lo contrataron para llevar la mercancía al centro de la ciudad, pero que no sabe nada sobre el lugar ni sobre los verdaderos responsables (los cuales se volaron antes de que llegara la policía).

Nos ruega que no lo mencionemos en el reportaje y que por favor no fotografiemos su auto. Cuando salimos de la bodega están llegando los noticieros de televisión a cubrir el hecho. El chofer no sabe dónde esconderse.

7:00 p.m.

Visitamos el Centro Automático de Despacho (CAD) que es el cerebro de la seguridad de la ciudad. Es una sala amplia en la que trabajan sesenta personas en cada turno de seis horas. Están sentadas frente a los computadores recibiendo las llamadas y atendiendo los distintos casos que se presentan. El director nos explica que hay 133 cámaras vigilando la ciudad, y que en abril ampliarán la red a 233 cámaras.

En una pared, en efecto, se ven las pantallas registrando puntos estratégicos. Mientras caminamos por los corredores escucho un sinnúmero de voces hablando por teléfono y escribiendo con frenesí en los teclados de los computadores. Nos detenemos en uno de los cubículos y preguntamos de qué se trata la llamada actual.

Foto: Archivo Diners.


El joven encargado nos explica que una señora amenazó con lanzarse al vacío desde un edificio de Chapinero, y cuando la patrulla llegó y entró al apartamento la mujer estaba en el piso con las muñecas cortadas y la mirada perdida en el vacío. Me digo mentalmente que el reportaje es posible hacerlo desde esta sala sin moverse, viajando de computador en computador y rastreando los acontecimientos más sobresalientes.

El director me saca de mis cavilaciones y me informa que también tienen una red de apoyo con las empresas de vigilancia privada y con doce compañías de taxis que suman 35.000 carros de servicio público patrullando la ciudad las veinticuatro horas del día.

Imagino los miles de ojos de los policías, las cámaras del CAD, las cámaras de los almacenes, los centros comerciales, las oficinas y los bancos, los ojos de los informantes, de los celadores y los 70.000 ojos de los taxistas desplazándose de calle en calle, y tomo conciencia de que cada vez es más difícil estar solo y ausente.

7:30 p.m.

Nos detenemos unos minutos para comer. Cruzamos algunas palabras sobre nuestras vidas privadas. Me entero de que el coronel lleva veinticinco años en la institución, de que está casado y con hijos, y nos confiesa también que muy pronto lo trasladarán a Popayán. Valoro mucho estos minutos íntimos que me permiten intuir al hombre que está detrás del uniforme.

8:00 p.m.

Escuchamos por radio el reporte de dos casos de paseos millonarios (pasajeros capturados en taxis para robarles el dinero de sus tarjetas en distintos cajeros automáticos), la extraña captura de una mujer y su posterior devolución, y el traslado de una niña recién abandonada al hospital de la Misericordia. Optamos por dirigirnos al hospital y subimos por la calle Tercera hasta vislumbrar allá al fondo la avenida Caracas.

El sitio está tranquilo y no se respira el ambiente sórdido característico de estos lugares en las horas de la noche. Nos informan que, en efecto, la niña se encuentra al fondo al cuidado de un par de enfermeras que la están revisando. Cuando llegamos a la habitación hay una lámpara potente sobre el cuerpo de la pequeña, dos enfermeras a un lado de la cama y dos agentes de la policía al otro. Pregunto qué pasó con la niña.

Foto: Archivo Diners.


Uno de los agentes me cuenta que la dejaron en la calle Veintidós con la carrera Octava en una bolsa de basura negra. Estaba bien abrigada y a un costado había un paquete de pañales desechables. Los vecinos escucharon llorar a la bolsa de basura y llamaron al 112.

La patrulla la trasladó de inmediato al hospital. Las enfermeras y un médico que acaba de llegar aseguran que la niña tiene tres o cuatro días de nacida. Las plantas de sus pies demuestran que fue registrada en un hospital en el momento de nacer, lo cual hace suponer que es posible hallar a la madre.

Cierro los ojos por un segundo y veo a una joven desesperada, con ojeras, respirando con dificultad y colocando la bolsa de basura contra la pared y alejándose a toda prisa por la carrera Octava hacia la avenida Diecinueve. Abro los ojos y el médico, los agentes, las enfermeras y Mauricio celebran la buena salud de la niña.

La verdad es que nos parece el triunfo de la vida sobre la angustia, la violencia y la muerte. Es la nota positiva de la noche, la dosis de esperanza en medio de la crueldad de la ciudad.

9:20 p.m.

Atravesamos el centro, Chapinero y parte de la Zona Rosa, y nos detenemos en la calle Ochenta y Uno con la carrera Novena. Acaban de asesinar en una pizzería a un funcionario de la embajada del Perú. El sitio está lleno de agentes de policía, detectives del DAS y los primeros representantes de la Fiscalía que dan la orden de acordonar el restaurante. Sólo dejan entrar a los familiares y amigos más cercanos de los implicados.

Algunos de los testigos son interrogados y dan su versión de lo ocurrido. Intentamos con Mauricio cruzar los cordones de seguridad para conseguir información de primera mano, pero es imposible, los agentes mantienen a la prensa lejos del lugar de los hechos.

Ciertos rumores que escuchamos hablan de dos crímenes: el del funcionario de la embajada y el del propio sicario que lo asesinó. Un desconocido dice que apenas mataron al primer hombre se levantó una pareja de una de las mesas, disparó sobre el sicario y desapareció con las armas homicidas sin dejar rastros.

No logramos confirmar esa versión. No deja de sorprenderme tanto sigilo y tanta cautela en este caso. Si el hombre hubiera sido un albañil es seguro que no existiría ningún misterio. Pero como pasa siempre en las esferas del poder, la información navega entre tinieblas, difusa, apenas perceptible.

10:10 p.m.

Llegamos a la estación de policía de Germania. Se va a hacer un operativo en discotecas, bares y prostíbulos a lo largo de la avenida Diecinueve y en el barrio Santa Fe. El objetivo principal es revisar si hay menores de edad violando la ley. Varios hombres y mujeres suben a un bus y se preparan para la acción.

Nosotros los seguimos en la camioneta. Las primeras requisas se efectúan en discotecas sórdidas, a media luz, entre una clientela embrutecida por el alcohol que se esconde en unas cabinas de madera, se arregla la ropa e intenta componer su apariencia con prontitud. La cámara de Mauricio los pone nerviosos. No hay detenidos.

Bajamos al barrio Santa Fe y entramos a un burdel miserable que opera en una casa vieja típica del sector. Una oleada de recuerdos me llega de pronto y me corta el aliento. Muchos de mis cuentos y mis novelas se mueven en lugares como éste, es un ambiente que conozco y que me es familiar. No me sorprendería incluso que alguien me reconociera. Una tristeza descomunal me embarga y me deja inmóvil en la entrada.

El olor de los licores, del cigarrillo, de los baños mal lavados y sin desinfectar, y de los perfumes baratos de las muchachas que trabajan en el establecimiento con sus ropas modestas y sus ojos de lechuza, se mezclan en un aroma funesto que me trae a la memoria escenas de mis libros.

Me quedo en el corredor y sé perfectamente lo que me espera allá, entre las mesas de los clientes, en la pista de baile, en los cuartos estrechos donde las fragancias con que trapean los pisos se mezclan con el humo de ese incienso que venden en los buses por unas pocas monedas.

Estoy seguro de que cada chica que se insinúa en la oscuridad carga detrás una historia trágica, una serie de atropellos, orfandad, desplazamiento forzado, segregación social. Esta vez los aparatos de Mauricio generan protestas y gritos de rabia. Es evidente que muchas de ellas tienen un hogar, unos hijos o unos conocidos que no saben nada de esas vidas dobles que les permiten ganar algún dinero para mantener a los suyos. Y los clientes intentan también proteger su identidad.

Se avergüenzan de sólo imaginar que sus familiares o sus amigos se enteren de los establecimientos que frecuentan. Dos cuadras más arriba visitamos otro negocio. Es más lujoso y las muchachas son más bonitas y llevan ropa de marca y a la moda. Pero la atmósfera es la misma y prefiero quedarme en la entrada.

No hay menores de edad ni entre las mujeres ni entre la clientela. Esta vez, gracias al escolta que nos custodia y que no nos abandona un solo segundo, Mauricio se salva de ser agredido por los individuos de seguridad del local. Al fin salimos a la calle y llenó los pulmones con bocanadas de aire frío que me refrescan el cuerpo entero.

12:10 p.m.

Asistimos en Galerías a una serie de controles llevados a cabo por la policía del BASC (Bogotá en Acción). Son varias patrullas que llegan en segundos a un sector y recuperan el espacio público, piden documentos y controlan en general toda la zona. Se mueven por un principio que les ha dado excelentes resultados: a máxima acción policial, mínima reacción.

Decenas de agentes se mueven de aquí para allá “barriendo” las calles poco a poco. La sensación que dan a los ciudadanos los hombres del BOACC es de completa seguridad. La gente se siente protegida y en consecuencia más tranquila, a gusto, varios transeúntes incluso comentan y celebran la presencia de la policía. Sin embargo, nunca faltan los borrachos mintiendo, negando el estado lamentable en el que se encuentran, justificándose.

Nos tropezamos incluso con un ex concejal de Bogotá armado y borracho que anda de rumba con dos amigos costeños. Le encuentran una pistola y municiones entre los bolsillos. El tipo intenta salirse con la suya, presionar, darse aires de importancia personal, nombrar generales y políticos conocidos suyos, pero los agentes se mantienen firmes y le decomisan el arma momentáneamente.

Le explican que debe llenar unos formularios para recuperarla. El ex concejal se molesta y sigue con su perorata sin que nadie je haga caso. Es la clase política que tanto intentamos cambiar en este país y nada que lo logramos.

1:00 a.m.

Presenciamos a los hombres del CEAT (Cuerpo Especial Armado Antiterrorista) custodiando las goteras de Bogotá en Ciudad Bolívar. Acompañamos a este grupo de once agentes fuertemente armados (pistolas, fusiles, chalecos antibalas, granadas, proveedores, radios celulares) a patrullar en los alrededores del CAI de Vista Hermosa.

Llaman la atención la rapidez y la contundencia de estos hombres. Entramos en una taberna pequeña y oscura a pedir documentos de identidad, y la forma como se ubican y la agilidad de sus movimientos no deja de cautivarnos. Por fortuna es una noche tranquila y no hay sospechosos ni enfrentamientos de ninguna clase.

Foto: Archivo Diners.


1:45 a.m.

Saliendo de Ciudad Bolívar nos tropezamos con dos muchachos heridos, con la cabeza rota y sin zapatos que acaban de ser atracados. Aún están bajo el efecto de los nervios y el miedo.

2:00 a.m.

Durante dos horas vamos de sur a norte observando los distintos retenes de la policía. El comportamiento de los borrachos es repetitivo y monótono: niegan siempre la embriaguez, alegan, amenazan, intentan por todos los medios impedir que se les lleven sus carros a los patios.

Parecen niños tercos y malcriados. En la carrera Quince con la calle Noventa y Siete es aún peor: los jóvenes adinerados que acaban de salir de bares y discotecas consideran a los agentes individuos de menor clase social, y en consecuencia los tratan mal y los insultan.

La policía les hace el examen de alcoholemia y si salen positivos les explican que todo es por su bien, los educa, les recuerda que la institución tiene un servicio que consiste en agentes que llegan al lugar, conducen los autos para evitar accidentes y dejan al ciudadano sano y salvo en su casa. Da igual, nadie entiende y las pataletas continúan.

4:00 a.m.

Después de haber recorrido 330 kilómetros por toda la ciudad, me despido del coronel y la patrulla me deja en mi casa. Estoy rendido de cansancio. Salgo a la terraza del apartamento un par de minutos, recuerdo una vieja serie de televisión y antes de irme a la cama me digo a mí mismo en voz alta: Descansa, Bogotá, donde quiera que estés.

         

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enero
28 / 2019