Así fueron mis tres horas en el infierno
Alfredo Iriarte
El infierno existe. De eso no hay duda. Es el horrible imperio de Satanás, a donde van los pecadores contumaces después de la muerte para expiar por toda la eternidad las transgresiones cometidas en esta vida pasajera contra las leyes divina y humana.
Esa es una verdad incuestionable. Ese lóbrego sitio de castigos interminables que parece estar situado en los últimos confines del cosmos, existe y funciona sin tregua ni fatiga.
Las únicas variaciones que ha experimentado con el transcurso del tiempo son las que el imaginativo e ingenioso Lucifer, su administrador a perpetuidad, ha venido introduciéndole para modernizarlo y hacerlo más acorde con los nuevos tiempos y las modas.
Está comprobado que el demonio en jefe ya tiene abolidos los tradicionales calderos en que los condenados eran freídos en aceite o escaldados en agua hirviente. Igualmente las hogueras en que se asaba a fuego lento. También los tormentos indecibles que presenció Dante en su inolvidable gira infernal con el maestro Virgilio: ya no hay jaurías acosadoras para los suicidas, ni carruseles eternos para los amantes pecaminosos, ni lagos de estiércol para los lambones. Ahora los tormentos son mucho más refinados, aunque de ninguna manera menos crueles.
Hay, por ejemplo, un nuevo círculo al que van a recalar los pecadores de peso completo. Consiste en un coctel poblado por toda la fauna habitual de los cocteles de esta vida pero cuyos suplicios, a diferencia de los terrenales, no duran de 7 a 9 o 10 p.m., sino toda la eternidad.
Allí los condenados reciben de los meseros infernales whiskys tibios, porque en el averno se derrite el hielo, con el agravante de que en el momento de ir a tomar el vaso, los traviesos diablos se lo convierten en aguardiente. Pero si el condenado es paisa, ocurre el fenómeno contrario: se acerca un solícito mesero de cuernos y cola con atractivas copitas de aguardiente.
El paisa, enloquecido, se lanza sobre la bandeja, Y en el momento de asir la copa, esta queda transformada en un gran vaso de whisky. Los réprobos están siempre rodeados de impertinentes que les dicen idioteces y les preguntan lo que no les importa, arrojándoles al rostro una densa halitosis de alcohol y pasabocas que, naturalmente, en el infierno empeora porque emerge de las fauces con un fuerte componente de azufre.
Con una frecuencia diabólicamente calculada, cada réprobo avizora, en un grupo que está al otro extremo del salón, una mujer divina que luce una sonrisa de cincuenta dientes blanquísimos, unos hombros de factura impecable y un descote perturbador. Haciendo un esfuerzo ínclito, pidiendo permiso con la mayor cortesía y abriéndose paso a fuerza de suaves codazos, va llegando, acezante de fatiga y emoción, hacia las inmediaciones de la bella, que ya vista de cerca es para volverse loco, pues mira con unos ojos de verde transparente y exhala un extraño e irresistible perfume afrodisíaco.
La rodea un círculo de admiradores alelados y no cesa de soltar frases equívocas que a cada uno produce la sensación de ser el favorito. El réprobo se acerca más y más y al fin logra hacerse a un estrecho lugar en el círculo. Pero lo malo es que se ha olvidado de que está en el infierno.
En el momento de llegar al lado de la divina; en el instante en que solo lo separaran unos centímetros de esos hombros ebúrneos y de esa pechuga majestuosa, el Maligno transforma a la beldad en un típico ejecutivo que pontifica sobre la incidencia de los nuevos conceptos de la mercadotecnia en los hábitos del usuario. Desconsolado, se bebe un gran sorbo de su horrible whisky tibio y se resigna a escuchar la ininteligible perorata del ejecutivo.
Pasa una hora. Pasan dos o tres. Pero no hay que olvidar que son horas de la eternidad. El infeliz condenado recuerda su vida terrena y sabe, por lo tanto, que, sin mirar el reloj ni averiguar con nadie, se puede saber exactamente cuánto tiempo hace que empezó el coctel por la intensidad del rumor que forma la mezcolanza amorfa de las voces que dicen sandeces y las risas que celebran chistes imbéciles y anodinos.
El recuerda que si el rumor es leve y discreto, el coctel acaba de empezar; pero si cacofónico y rugiente, ya el combustible etílico lleva entre una y dos horas de estar trabajando y surtiendo efectos. Y sabe, con angustia, que éste el momento en que comienzan las impertinencias, las frases inconexas, las “franquezas” y, por supuesto, las agresiones.
Se inicia entonces su inútil faena de evasión. Se libera de un beodo que le ha dicho una pesadez y cae en garras de uno cariñoso que le hace añorar con nostalgia al agresivo. Finalmente, luego de mucho escudriñar, ve un sillón vacío y se dispone a ocuparlo. Lo malo es que no ha reparado, debido a la penumbra y al vaho de azufre, que el mueble ya está ocupado por un borracho desmirriado y de corta estatura que dormita mientras lanza regurgitaciones malsonantes.
Nuestro pobre réprobo se sienta, y el ebrio se despierta y lo repele pateando y blasfemando. Más mohíno que nunca, el condenado decide “escampar” un ratito del coctel refugiándose en los lavabos. Vana ilusión. Allí las cosas empeoran. Un ebrio que tiene que apoyar las manos en la pared para no irse de bruces en el mingitorio lo atisba, lo pone contra el muro y, sin darle oportunidad para huir, le administra un latazo despiadado sobre las excelencias de la dieta vegetariana y sobre la metempsicosis.
Apoyándose en esta teoría, y sin detener por un instante el aguacero de saliva con que acompaña la tabarra, le dice que no debe preocuparse, que las penas infernales no son perdurables y que no está lejano el día en que ambos saldrán a toda prisa del coctel-infierno para volver a la tierra reencarnando en mansos jumentos, avecillas retozonas o chanchos dormilones y golosos, antes de volver a asumir la carnadura humana.
Finalmente, el borracho resbala y cae aparatosamente y el réprobo aprovecha la feliz coyuntura para escapar hacia el escenario del coctel que, lógicamente, está más infernal que antes.
Pero aquí cabría una pregunta en apariencia difícil de responder: ¿acaso es este un castigo para quienes en vida amaron con delirio los cocteles, no se perdieron uno solo, se hicieron invitar a todos y se colaron a los que no fueron convidados? ¿No será esta la bienaventuranza eterna para los que en su existencia terrenal no dejaron jamás de posar ante los fotógrafos, vaso en mano, mientras contemplaban con mirada de arrobo y sonrisa servil a las “vedettes” del coctel?
Claro que sí. Pero la sabiduría de Lucifer es grande y es previsiva. Los lagartos que se condenan también son enviados al mismo sitio; al mismo coctel inacabable. Pero con la diferencia de que se les sitúa, no en el salón donde se celebra el aquelarre, sino fuera, detrás de un vidrio grueso e irrompible para que miren sin poder entrar.
No se les sirven licores y nadie les dirige la palabra, entre otras razones porque el cristal está diseñado para que ellos puedan ver desde fuera todo lo que ocurre dentro y oír todo lo que se dice, mientras los que están en el interior no los ven ni los escuchan.
En esa forma, son menos que fantasmas. Desesperados, golpean el vidrio como posesos, imploran, amenazan, berrean. Todo inútil. Pero lo más cruel de este nuevo suplicio de Tántalo, es que a estos desventurados, el infame Satán les alimenta la esperanza inextinguible de que algún día, en algún momento próximo o remoto, les serán franqueadas las puertas del festín, podrán entrar a participar de él, charlarán con todos los invitados, se les escanciarán finas bebidas, comerán exquisitos bocados y les tomarán infinitas gráficas para las páginas sociales. Esto, desde luego, no sucederá jamás y entre tanto, el pérfido demonio ríe con júbilo malvado.
Transcurren tres horas de eternidad. El coctel toca a su fin. Los invitados salen tambaleándose. A algunos hay que sacarlos en guando. Otros aprovechan el tumulto de la salida para acercar las manos inquietas a la zona glútea de las señoras. Los condenados sienten alivio y empiezan a descreer de la perpetuidad de las penas infernales. Los de afuera alimentan nuevas esperanzas. Todos se engañan. De inmediato se inicia un nuevo coctel para que los réprobos del interior vuelvan a sus padecimientos y los del exterior tornen a llamar y suplicar en vano. Y así, sin variaciones, por toda la inabarcable, la insondable eternidad.