¿Cuáles son sus fobias?

Alfredo Iriarte
Si algún día me diera por cometer en serie todos los pecados más aterradores que se puedan imaginar y en seguida muriera, estoy seguro de que al llegar al infierno, Lucifer, en su perversa y refinada sapiencia, procedería a cobrarme las iniquidades cometidas en esta vida, metiéndome por las narices durante toda la eternidad los personajes, lugares, eventos, situaciones, objetos, circunstancias etcétera, que fueron el repertorio de mis fobias más encarnizadas en la vida terrenal.
Precisamente, para poder ingresar al Cielo sin tropiezos y olvidarme de ellas para siempre, trato de llevar en este mundo una existencia normalita, sin hacerle mal a nadie.
Advirtiendo la posibilidad de que se me queden algunas por fuera de la lista, esas fobias son:
*La Avenida Caracas. En el Infierno hay una más larga que la de Bogotá.
* El álgebra. Sigo convencido de la tesis que defendía ante mis indignados maestros de álgebra en el Gimnasio Moderno: las letras no se hicieron para sumarlas ni restarlas sino para formar palabras con ellas.
*El ron y el aguardiente. El primero lo inventaron los filibusteros, y el segundo los cafuches. Esos orígenes bastardos lo dicen todo.
*Las cucarachas. Como las temperaturas del Infierno son elevadas, allí las cucarachas son excepcionalmente gordas y les ponen huevos a los condenados en las cabelleras y las barbas.
*Los lobos. El concepto ortodoxo de lobo ha sufrido algunas tergiversaciones que es preciso rectificar. El lobo es ante todo un vulgar y desaforado arribista social.
*La ciudad de Miami.
*El fanatismo islámico.
*Los odontólogos, con la única excepción del mío.
*Las tele-series gringas con risa incorporada.
*Los guías turísticos y sus insufribles cantaletas.
*Los cocteles.
*Los perros, por doble motivo. Cuando son agresivos, se convierten en leones peluqueados sin atenuantes. No podemos olvidar que el guardián de los infiernos paganos era un perro que, a falta de una cabeza, tenía tres. Y cuando son mansos y cariñosos, sus demostraciones de afecto son esencialmente orales, lo cual me parece absolutamente repulsivo y antihigiénico.
*La gente que no ríe, que, obviamente, además de jartísima es malvada. En el Infierno está prohibida la risa y hay centinelas ataviados de ayatollahs encargados de azotar con varillas al rojo vivo a quienes infringen este severo mandato.
*Las psicólogas que ejercen la profesión 24 horas al día.
*La música de carrilera y otras aberraciones melódicas, todas ellas oriundas de las regiones andinas. No hay que olvidar que en Colombia la calidad de la música va en proporción inversa a la altura sobre el nivel del mar.
*Las novelas indigenistas latinoamericanas, todas ellas sobrecargadas de terratenientes sin entrañas y aborígenes angelicales.
*Montar a caballo. Profeso hacia estos nobles solípedos una profunda admiración de tipo histórico ya que, durante siglos y milenios, fueron una de las más eficaces palancas de la civilización. Pero en los tiempos que corren, cuando la tecnología ha inventado y perfeccionado la forma de meter doscientos caballos y hasta muchos más entre un motor, montarse encima de uno solo de ellos es un acto de barbarie y un riesgo innecesario que me trae a la memoria aquellos versos memorables:
“Este era un rey muy ducho
en hacer sufrir a sus vasallos.
Los hacía montar en sus caballos,
y los caballos los tumbaban mucho”
*Las mujeres que no tienen idea de bailar pero lo ignoran y en consecuencia se lanzan al ruedo con las piernas en ángulo abierto y sin mover la zona glútea.
*Los niños. Ojo que hago referencia taxativa a los niños, y de ninguna manera a las niñas, a quienes adoro. Los párvulos son abominables, especialmente desde que la moderna sicología decretó que hay que dejar que cometan impunemente todos los atropellos y desmanes que les dicte su real gana, para evitar que se “frustren” y se “traumaticen”.
*Las mujeres que en la cena que precede a un eventual lance amoroso piden platos condimentados con salsas al ajillo y encima fuman compulsivamente.
*La manida y empalagosa frase según la cual a determinado jefe político “le cabe el país en la cabeza”.
*El uso y el abuso del adjetivo sofisticado para denotar refinado, complejo, ultramoderno, etc., cuando la única y triste verdad es que sofisticado no es más ni menos que falso, adulterado y apócrifo.
*Los deportistas hablando en televisión, cuando el tiempo que los noticieros desperdician poniéndolos a rebuznar ante las cámaras lo emplearían mucho mejor mostrándose mientras meten o atajan goles, masacran a un adversario o escalan montañas inverosímiles a puro pedal.
*Los movimientos feministas, vegetarianos y antialcohólicos.
*Los políticos posando para vallas y avisos en medio de niños, indigentes, mujeres y otros marginados.
*Los cuentachistes de reunión social.
*Los recitadores de fiesta que interrumpen la sabrosa tertulia para declamar “El brindis del bohemio”, “El duelo del mayoral”, “El seminarista de los ojos negros” o “Toíto te lo consiento menos faltarle a mi madre”.
*Los “lenguajes especializados” de economistas, publicistas, politólogos, antropólogos, sociólogos, psicólogos, etc.
*Los hombres que usan bisoñé, se tiñen las canas y se mandan templar las arrugas.
*Los hombres o mujeres que se “suicidan'” tomando dosis bien calculadas de soporíferos para asustar y acaso reconquistar a la contra- parte en conflicto. Me encantan los suicidas serios.
*Las ejecutivas adustas y mandonas que matonean a sus empleados para desquitarse de cuatro mil años de imperio machista.
*Los ahora llamados estaderos o amoblados con paredes y techos de espejos.
*Los comerciales de televisión en los que se anuncian aguas de colonia, desodorantes y otros productos para hombre, según los cuales basta aplicarlos para que las mujeres más divinas caigan locas de pasión en brazos del usuario. Conozco los casos de numerosos varones que se han embadurnado con todos ellos y no han podido captar ni una mirada misericordiosa.
*La repelente musiquilla del “Happy Birthday” cantada por un ridículo coro familiar desafinado, en torno a un pastel cuyas velas nunca se pueden apagar porque al abuelo le da un ataque de tos, el bebé regordete no acierta con sus soplidos y la abuelita se abstiene para evitar que se le salga la caja de dientes.