¿Qué tan muertos están los muertos?

A propósito del Día de los Muertos, que se celebra el 1 y 2 de noviembre, Diners destaca esta columna de Daniel Samper Pizano para explorar las oscuras cavernas de la muerte.
 
¿Qué tan muertos están los muertos?
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POR: 
Daniel Samper Pizano

Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 142 de enero de 1982 

Disfrute esta exploración temerosa en el mundo de ultratumba, con el fin de averiguar si la ausencia de espantos y fantasmas, tan sentida recientemente, se prolongará durante mucho tiempo. ¡Penetre usted con nosotros a las oscuras cavernas de la muerte y experimente el terror de lo inesperado!

NOTA: ESTE ARTÍCULO NO DEBE LEERSE DE NOCHE

Jesús gritó con voz fuerte: “¡Lázaro, sal fuera!” Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelta la cara en un sudario.
San Juan, 11-45

La resurrección de Lázaro, que tanto apasiona a los predicadores, constituye en realidad, si se la ve con cuidado, una historia de terror digna de meterle miedo al más valiente. San Juan se esmera en suministrar detalles que podrían erizarle los pelos incluso a Kojac.

El sepulcro donde reposan Lázaro es suficientemente tenebroso: se trata de una cueva taponada por una enorme piedra. Cuando Jesús da orden de retirarla, la propia hermana del difunto le advierte: “Señor, ya huele, pues está de cuatro días”. Pese a ello, Cristo, que se tenía una confianza bárbara, como dicen que se la tienen algunos futbolistas argentinos, procede con el milagro.

Milagro que remata en forma no menos pavorosa, con la aparición del muerto, ambulante, envuelto en sábanas y amarrado con vendas.

El que la resurrección de Lázaro figure en un libro tan autorizado como Biblia no le quita al hecho, en mi opinión, sus estremecedoras circunstancias. Ocurre que durante muchos siglos el hombre le tuvo pánico a los muertos, sobre todo cuando éstos aparecían de repente caminando por ahí. Se necesitó que mundo llegara a una época tan descreída, materialista y orientada hacia el lucro como es ésta, para que los muertos pasaran de moda como elemento de terror y ocuparan su lugar -con elevadas cuentas por concepto de utilería y parcela en cementerio floreado- los empresarios de pompas fúnebres.

Tal vez nada pinta mejor la decadencia de nuestra era que el desplazamiento de las fuentes de miedo. El monopolio del horror de que disfrutó durante mucho tiempo la geografía de ultratumba ha pasado a terrenos más inmediatos. Tememos tanto a los vivos hoy en día, con sus bombas atómicas y sus perversiones químicas, que ya no queda tiempo de temer a los muertos

¡Cielos! :Qué es lo que escucho?
¡Hasta los muertos así dejan la tumba por mi!
José Zorrilla, Don Juan Tenorio

Yo creo que es hora de reivindicar el susto a los sepulcros, a los esqueletos los sudarios y a los cementerios. Era más sano cuando los muertos dejaban la tumba, como en el drama del Tenorio, y no como ocurre ahora, que difícilmente logran llegar ella.

Cuando no compran los cadáveres para examinarlos con fines científicos, los descuartizan a fin de enviar sus órganos a distintos bancos -de ojos, de riñones, de pulmones, de corazón- o, simplemente, procede a pelarlos, blanquearlos y colgarlos en colegios y universidades.

 

Esta última fórmula permite, sea dicho en justicia, que muchos difuntos a los cuales se les negaron en vida oportunidades de educación, consigan llegar a los claustros de famosas escuelas de medicina una vez convertidos en flamantes esqueletos. Es mejor poco que nada, al fin al cabo.

Pero el uso y el abuso de los muertos, sumado al creciente pavor que inspiran los vivos, ha cancelado el que durante siglos produjeron las regiones oscuras ubicadas más allá del sarcófago. Los periódicos dejaron de hablar de apariciones de personas ya fallecidas. El cupo de prensa que se reservaba a fantasmas inocentes lo ocupan ahora seres de carne y hueso bastante menos inofensivos.

En Argentina, por ejemplo, ya no aparecen difuntos, sino que desaparecen ciudadanos. Y yo pienso que, aunque contribuyera al aumento de la población, era menos preocupante lo primero.

Caballero en su negro corcel, y cubierto con todas sus armas, el amante regresa de su tumba para reclamar a su amada.
Eugenio de Ochoa, Hilda

Con la decadencia de los muertos y sus leyendas, se ha producido también un resecamiento de las historias de amor. Más viejo que el conflicto entre árabes y judíos ha sido el del amor y la muerte, aunque a veces la ONU parece olvidarlo.

Filósofos, religiosos y poetas sostienen que el amor vence a la muerte, que es capaz de prolongar su influjo más allá de la tumba. Podríamos citar múltiples casos en defensa de este argumento, empezando por algunos cuentos de García Márquez, pero no pretendo dármelas de erudito. Aunque podría, que conste.

El racionalismo de nuestro tiempo ha negado incluso esta linda posibilidad a los amantes. Cuando algún autor, como Eugenio de Ochoa, quiere atreverse con el tema, se siente obligado a echar reverso en el tiempo y ubicar su historia en la Edad Media u otra época caliginosa y remota. ¿Por qué? Es menester reivindicar el regreso del amado muerto también para nuestros días. Yo me propongo insistir en esta campaña.

No desfalleceré hasta que vea que alguien osa escribir un cuento donde diga: “Chofer de su Renault-12, y ataviado con chaqueta de gamuza y pantalón de pana, el amante regresa de Jardines del Recuerdo para linda reclamar a su amada”.

¡Pom-pom! iPom-pom! Los golpes se hicieron más insistentes y otra vez oyó aquel grito ahogado que parecía venir directamente del interior del ataúd.
Dora Christie-Murray, La llamada del muerto

Seamos sinceros: ¿quién podría decir que le parece haber escuchado alguna vez algún grito ahogado proveniente del interior de un ataúd? Nadie. En nuestro tiempo, nadie. Para empezar, los ataúdes son hoy piezas maestras de diseño. Tan cómodos, que uno juraría que fueron confeccionados para vivos, no para fiambres. Vienen forrados lujosamente, con toda suerte de arabescos exteriores, almohadillas interiores, curvas aerodinámicas, ventanas al exterior y agarraderas anatómicamente elaboradas.

Todo es cuestión de dinero. Si usted quiere, le instalan comodidades adicionales, como cojineria extranjera, boceleria importada y full equipo. El negocio consiste en eso. En venderle al muerto las exquisiteces mullidas que ansían para sí los vivos.

Yo he llegado a pensar que la razón por la cual no se escuchan gritos ahogados desde los ataúdes no es porque los muertos no griten sino porque ahora fabrican los féretros forrados con acusticell. Es obvio: si algún deudo llegare a escuchar el lamento, se suspen dería de inmediato el entierro, la funeraria perdería el cajón, el cementerio mantendría la tumba sin ocuparlo cual es antieconómico- y sería en general una nota de descrédito para la industria de pompas fúnebres. iNi a los dueños de funerarias ni a los toreros les pueden devolver un cliente vivo!

La cabeza de un muerto condujo a Esteban Benedict a la casa infernal donde los cadáveres colgantes observaban con ojos sin vida los horribles ritos de medianoche.
Carl Jacobi, La mansión de Satanás

Simultáneamente con las historias de ultratumba, ha pasado de moda la medianoche. Antes existía un temor especial hacia las horas nocturnas y, particularmente, hacia la que marca el final de un día y el comienzo del otro. A esa hora salía Drácula de su fúnebre cuja, el hombre-lobo empezaba a echar pelo como cualquier tupé de fabricación nacional y se iniciaban los horribles ritos de que Jacobi da cuenta.

Ya no. La gente le ha perdido el miedo a oscuridad. O, mejor dicho, tiene tanto miedo a la oscuridad como a la luz del día. La inseguridad callejera es responsable de esta lamentable alteración de valores feéricos. La noche, eran épocas mejores, estaba reservada a los ladrones, a los asaltantes, a los atracadores, a las riñas de bar, y por el mismo camino, a los cadáveres colgantes y a las cabezas que organizaban tours.

 

Eso se acabó. Como ahora se roba, se asalta, se atraca y se mata a cualquier hora del día, en jornada continua, la medianoche y las once de la mañana ofrecen las mismas posibilidades de pavor. Para completar, el racionamiento eléctrico impide cualquier rito de medianoche. La gente se acuesta se duerme, y punto. Que se pudran los muertos.

Entonces fue cuando vi por primera vez la calavera… Mis oídos percibían el sonido de algo que saltó por la escalera: ¡bump, bump, bump! ¡Santo Dios! Era imposible que fuese aquella calavera.
Raymond Whetstone, La calavera hambrienta.

Sí. En nuestros días, sería imposible que fuese aquella calavera. Por la simple razón de que las calaveras disponibles a no son de hueso, sino de plástico, y ya no hacen bump-bump, sino clic-clic.

Trátase de calaveras articuladas, perfectas, con su dentadura completa, que se fabrican como guías pedagógicas para escuelas de primaria. Las venden en cualquier almacén de artículos docentes, al lado de corazones de yeso, sistemas digestivos de caucho y ojos de vidrio desarmables.

Hemos perdido hasta tal punto el temor a los muertos, que se fabrican por piezas en las mismas industrias que producen bacinillas rosadas de plástico o muñecas que dicen mamá. El juego es desleal. Así las cosas, ¡quién puede asustarse ante un cadáver!

La duquesa Opolthenska, horrible vampiresa, había prolongado su vida hasta más allá de la tumba con la sangre de los ocho infelices guardianes que me precedieron.
John Flanders, La duquesa del cementerio

Los fantasmas, los muertos redivivos, los espectros y las apariciones formaron parte de la cultura universal durante muchos siglos. La literatura, el folclor, la religión, se nutrieron de estos elementos hasta hace relativamente poco. Sin ir muy lejos, hay que pensar en la historia de Caperucita Roja cuya abuela regresa de un símbolo sepulcral -¿podría haber algún símbolo sepulcral más tenebroso que el estómago de un lobo?- a la alegría de vivir.

Tipos mucho más inteligentes y preparados que profundizado estas materias. Rafael Llopis, por ejemplo, tiene un libro muy interesante que se titula ‘Historia natural de los cuentos de miedo’, donde localiza algunos ejemplos del género en el Satiricón’, de Petronio, y en un relato que trae Plinio el Joven (ningún parentesco con los Mendoza) en su libro de cartas.

Lo que cuenta Plinio tiene que ver con la sabrosa influencia de los muertos, no solo en la confección de listas para el parlamento como ocurre en Colombia sino en la proliferación de fantasmas en casas oscuras. Llopis localiza otras referencias esporádicas en Lope de Vega, Shakespeare y Daniel Defoe. Pero para él la verdadera literatura de terror sólo nace en el siglo 18, cuando un trío de escritores a los cuales no quisiera yo invitar a una rumba -Horace Walpole, Ana Radcliffe y M.G. Lewis- se dan a la tarea de publicar cuentos y novelas que constituyen “mezcla atroz de bóvedas, osarios, lujuria y pureza, cadáveres en descomposición y amantes apasionados”.

En 1798 ha adquirido tan controvertido vigor el género, que un periodista, envidioso como todos los periodistas, pública la “fórmula ideal” para escribir relatos de tan sangrienta índole. Lo copio para ayudar a los redactores de Vea y El Bogotano:

Tómese un viejo castillo en medio ruinas

Un largo corredor lleno de puertas, varias de las cuales tienen que ser secretas.

Tres cadáveres sangrando aún.

Tres esqueletos bien empaquetados.

Una vieja ahorcada con varias puñaladas en el pecho.

Ladrones y bandidos a discreción.
Una dosis suficiente de susurros, gemidos ahogados y horrísonos estruendos.

Mézclese, agítese y escríbase. EI cuento está listo.

Los labios del decapitado se movieron y una voz espantosa brotó de la ensangrentada boca:
-¡Mañana, Teodoro, mañana!
W.J. Stamper, Los labios del muerto

Antes del siglo 18 y del romanticismo los muertos también hablaban. Pero en circunstancias menos aterradoras de las que rodean al que dice “¡Mañana, Teodoro, mañana!” en el cuento de Stamper. Los muertos enviaban mensajes religiosos, figuraban en diálogos filosóficos y cosas por el estilo.

Por entonces se creía que sí, que los muertos podían regresar y charlar. Yo todavía lo creo pero eso no viene al caso. Según Llopis, los años posteriores al Renacimiento permitieron purificar creencias fantásticas de la Edad Media y empezar a creer que los decapitados no aventuran comentarios sobre lo que ocurrirá al día siguiente. Fue entonces cuando se trasladaron estas creencias archivadas a la literatura. “La historia de lo numinoso-como-creencia”, dice Llopis.

A partir del siglo 18, y hasta mediados del 19, los cadáveres adquieren nueva vida en las páginas de grandes maestros. Ni siquiera en la época de promociones de los Jardines de Paz la pasaban tan bueno los muertos. Se regodean en las plumas de Charles Nodier, Gerard de Nerval, Honorato de Balzac Próspero Mérimée, Guy de Maupassant, Gustavo Adolfo Bécquer, Charles Brown (no confundirlo con un personaje de historietas del mismo nombre), Washington Irving, Nathaniel Hawthorne, J. S. Le Fanux y, por supuesto Edgar Allan Poe.

Es la época en que Bram Stoker crea a Drácula, ese magnífico precursor de los bancos de sangre y Mary W. Shelley se inventa a un doctor de apellido Frankenstein que a su turno inventa a un monstruo sin apellido. Al final el monstruo acaba adoptando ante la opinión pública el apellido de quien cometió el embarradón de crearlo y a ambos -y a todos- se nos olvida el de la señora que se inventó a los dos… ¿me siguen?

Pero esos eran otros tiempos. Tiempos hermosos en que los muertos salían de las sepulturas con ganas de espantar a los vivos; en que los caballeros regresan de ultratumba reclamar a sus novias; en que se escuchaban gritos ahogados provenientes de los ataúdes; en que las cabezas ensangrentadas daban direcciones a viajeros perdidos o prometían cosas para el día siguiente; en que las calaveras bajaban escaleras y las vampiresas chupaban sangre como quien toma sorbete de curuba.

Lindos tiempos en que no había licitaciones de hornos crematorios ni vendían tumbas en cómodos contados por medio de tarjeta Diners; tiempos bellos en que los que metían miedo eran los muertos, no los vivos. Tiempos que, al parecer, fueron sepultados por el detestable racionalismo de los computadores.

Los muertos dejaron de pasearse por las casas viejas y los callejones oscuros. Han vuelto a la paz de sus húmedos sepulcros, y de allí quién sabe si se decidan a salir de nuevo, asustados como deben estar por la inseguridad de campos y avenidas o si no emerjan a la superficie nunca más, nunca más.

“¡Nunca más!!
Edgar Allan Poe, el cuervo

         

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noviembre
1 / 2018