Alberto Durero, el artista de la melancolía
Ciro Roldán Jaramillo
Publicado originalmente en la Revista Diners N. 294, de septiembre de 1994.
Alberto Durero representa para el Renacimiento alemán lo que Leonardo da Vinci para el Renacimiento italiano. Durero no es solo el introductor de la cultura renacentista en los países germánicos sino el espíritu más revolucionario de su época y uno de los maestros supremos del arte europeo.
Hombre de aspiraciones universales, supo conjugar la maestría del artista fantástico y visionario con la nacionalización teórica y la observación minuciosa de la naturaleza externa e interna. Nadie se ha pintado a si mismo dotado de un aura mística como el genio germano, porque nadie ha tenido una conciencia tan aguda de la majestad divina del pintor y su obra, como él mismo llego a sentirlo y expresarlo.
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Museo de la historia del arte en Viena, Austria. Alberto Durero, El martirio de los diez mil cristianos, 1508.
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Una vida completa y rica
Alberto Durero era hijo de un destacado orfebre venido de Hungría y establecido en la floreciente ciudad de Nuremberg, la ciudad de más alto desarrollo cultural y económico de Alemania. De su padre aprendió el oficio de la orfebrería y el minucioso trabajo de los metales.
A la edad de quince años dominaba, en el taller de Michael Wolgemut, la técnica de la xilografía. Emprendió luego su infatigable tarea de viajero, y en su periplo de formación por los Países Bajos y por el Alto Rhin aprendió también el grabado de cobre.
Tras una boda no muy feliz con Agnes Frey, con quien no compartía la misma vida intelectual ni social, Durero se mantuvo desarraigado en su continuo vagar por Italia y los Alpes, interesado por un mundo de relaciones artísticas fecundas para su creación pero ajenas a las aprehensiones, resentimientos y celos de su vida conyugal.
Nutrido por los círculos humanistas italianos, Durero bebió en este primer viaje a Italia las semillas del Renacimiento o del “rebrote” artístico, que habría de trasladar a su patria germana. Este primer periodo de formación y asimilación de cultura y técnica extranjeras culminaría con su proyecto de ilustrar el Apocalipsis en una serie de grabados de madera.
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Museo del Prado, Madrid, España. Alberto Durero, Adán y eva, 1507.
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Aquí estuvo su éxito inicial y el extraordinario impacto en el “rebrote” del arte de su propia patria El Autorretrato de 1500 marco el comienzo de una etapa de increíble productividad y consagración internacional.
Si bien hasta 1510 se había dedicado fundamentalmente a la pintura, a partir de ese año realizó estampas de cobre entre las que cabe destacar sus buriles más famosos: la Melancolía, El caballero, la muerte y el demonio y San Jerónimo.
Desde 1512 entró en contacto con la Corte de Viena, y merced a su competencia como pintor y a sus condiciones humanísticas recibió una renta anual de cien florines de parte del emperador Maximiliano. Muerto éste, asistió a la coronación de Carlos V con la intención de ponerse a su servicio.
Su última etapa la vivió en Nuremberg, enriquecido intelectualmente y abrumado de honores pero roto físicamente en su salud. Su última obra de valor, Cuatro Apóstoles coronó su trabajo junto con sus libros sobre pintura.
El carácter de su arte y el arte de su carácter
Durero fue el primer artista del Norte europeo que mezclo la teoría y la práctica de su oficio hasta llevar a la escritura el análisis de su arte. Pese al normal desenvolvimiento de los acontecimientos básicos de su vida, se pinto a si mismo como un ser excepcional y dotado de una personalidad inconfundible.
Seguro de su genialidad y ufano de sus dotes físicas y espirituales, el artista alemán vivió ansioso de reconocimiento y estima. De ello da fe su espectacular autorretrato de juventud, que destaca no solo la preeminencia de su rostro y su cabellera, sino la magnífica vestimenta de un ser que se creyó se creo por encima del entorno de sus contemporáneos.
Elevado por su propia mano a las alturas de los “aristócratas del espíritu”, Durero se construyó un pedestal situado por encima de la vida cotidiana. El carácter divino del oficio estético fue realzado en la majestuosa representación de la Melancolía.
Aquí se muestra ese estado de ánimo propio del creador genial a cuya disposición se encuentran todos los medios racionales y es incapaz de descifrar, sin embargo, el propio enigma de su carácter.
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Alte Pinakothek, Mùnich, Alemania. Alberto Durero, Autoretrato, 1500.
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Se trata de presentar ese elemento “fáustico” del artista en su anhelo de perfección pero perdido en el “misterio creador” en la “infinita complejidad de la creación de Dios”. Los atributos melancólicos resultaban para él, señal inequívoca del influjo divino”.
Esta aura melancólica era prueba suficiente de estar poseso de todo lo que “significa ingenio y prudencia”, al decir de Aristóteles. El contemplador de lo sobrenatural magnificaba su “toque divino” como una suerte o destino individual derivado de su singular predisposición melancólica.
Erasmo de Rotterdam, su contemporáneo mentor ideológico, sintetizo así esa mezcla de sensualismo humanista “En verdad consigue rigor racional: representar lo que no puede representarse: rayos de luz, truenos, relámpagos… todas las sensaciones emociones, en resumen, el espíritu humano completo, tal como se refleja en los movimientos del cuerpo y casi hasta en la voz”.
Sus seis docenas de cuadros, cien grabados, las doscientas cincuenta xilografías, un millar de dibujos y tres libros son el legado de una mente que fusionó la mística germana, racional e irracional a la vez, con los cánones estéticos bebidos del Renacentismo italiano.
Así nació este “protorromántico del arte” cuya leyenda quedo impresa en la sencilla placa que lleva su epitafio: “Cuanto hubo de mortal en Alberto Durero queda cubierto con este sepulcro”