Cuando juega la Selección Colombia yo me convierto
Francisco Pinaud
No era la primera vez con ella. Era la tercera, pero aun así sentía algo de temor. Habíamos estado juntos un lunes por la tarde y luego el jueves siguiente como a las ocho de la noche.
Nadie sabía de Luciana porque yo no quería contar por miedo a que todo se arruinara. Sí, ya se sabe, cuando uno cuenta una aventura (y casi siempre contamos más de lo que es), hay algo que termina por dañarlo todo.
No sé si será la envidia o la maledicencia de la gente pero me pasó alguna vez que por estar de bocón, el cuento no me duró nada. Aquella vez la mujer desapareció así no más, y solo como tres años después recibí una postal desde Brasil, adonde había ido a parar quién sabe por qué y con quién.
Ahora yo quería que todo fuera distinto…
Mi apartamento estaba mejor arreglado; tenía un nuevo sofá, un futón de plumas de alcatraz y un televisor también en el cuarto. Mi gran orgullo era el mini tocadiscos que producía un sonido casi celestial. Pero pocos (¡y pocas!) se fijaban en ese electrodoméstico que me había costado una verdadera fortuna.
¡Qué difícil era a veces que mis invitados apreciaran la voz sublime y ronca de Louis Armstrong que gracias a la tecnología japonesa parecía que estuviera ahí no más, a dos metros de mi mesa de trabajo! Pero bueno, Luciana era distinta y creo que hasta se le humedecieron los ojos cuando le puse Nobody knows.
Lo repitió y repitió como quince veces y yo aproveché para decirle que nosotros también a veces estábamos arriba y a veces estábamos abajo. La miraba y le decía: “Luciana, cerremos los ojos”, y tomándola de la mano, escuchando todos esos discos, nos sumergíamos en el maravilloso estruendo de Dixieland. Todo era dulce y amoroso con ella mientras yo no prendiera la televisión.
Ahí empezó todo
La verdad, tampoco era muy televidente pero a veces, que si el noticiero, que si la película, que si el documental, en fin. Luciana no. Sentía una verdadera aversión por la imagen y el sonido televisivo, o sea las benditas ondas hertzianas, o lo que eso fuera. Nadie como ella para hacerme entender en su cabal significado aquello de que la televisión era el chicle, la goma de mascar para los ojos.
Solo esas dos veces que mencioné antes había logrado que se sentara a mirar la pantalla conmigo. La primera, cuando pasaron la película Mi Tío y alguien me llamó para que no dejara de verla. La segunda cuando salió el documental sobre la contaminación en el cual aparecí, como todo un experto, durante tres minutos y medio. Del resto, nada. “Me gusta la gente en vivo y en directo”, era su credo insobornable.
Viéndolo bien, no me hacía falta ese aparato
Luci me llenaba tanto y compartía tantas cosas conmigo que bien valía la pena, por ella, dejar a un lado el Cajón de los Imbéciles. Solo que ahora me acosaba un dilema. Después de haber estado pescando en toda una larga semana con su padre, Luciana llegaba para quedarse conmigo en esa tarde y probablemente toda la vida. Y en esa tarde era la eliminatoria.
Y yo quería verla. Nunca fui afiebrado por las selecciones nacionales. Me parecía que nada superaba a los deportes callejeros jugados por el puro gusto de jugar. Bastante tapita que jugué cuando estaba en mis quince, y esos inolvidables torneos sabatinos a los que había que agregar los partidos del hombre en base me dieron las únicas y verdaderas medallas de oro que he ganado en la vida.
Pero bueno, un súbito nacionalismo me ponía en una disyuntiva incómoda y desgraciada: o era Luci, o era el partido. Las cosas ocurrieron así de rápido. Luci llegó a mi apartamento hacia la una de la tarde.
Se había traído en su cuerpo toda la sal y el ardor del Caribe
Estaba realmente tostada y le resaltaban más que nunca sus ojos de agua de panela con limón. Me regaló unas abarcas de San Antero y la camiseta de su torneo de pesca. Yo cociné de afán unos espaguetis Haruna, con salchichas y salsa de tomate que según ella “quedaron divinos”.
Después, mientras lavaba los platos, ella se recostó en el futón, adormilada por las olas que todavía sentía. Terminé mi labor y me senté para verla vivir y respirar en medio del bochorno del mediodía. No había dudas:
Luci era linda pero a veces, además, le daban ataques de belleza y éste era uno de esos momentos. Estático y perplejo, me consagré a mirarla mientras navegaba también al vaivén de sus sueños.
Un grito en el pasillo me sacó de ese trance y me recordó el asunto del partido
El mundo allá afuera de estas paredes estaba en vilo por la eliminatoria, mientras que Luciana acá adentro hacía ignorar cualquier contingencia ajena a ella y a mí, pasara lo que pasara y jugare quien jugare.
Caminé con sigilo hacia el cuarto y encendí la tele quitándole el sonido para no despertarla. El reloj del partido marcaba en la pantalla las 3: 05 de la tarde y faltaban algo menos de quince minutos para el final. El marcador en el mismo recuadro mostraba empate a un tanto.
Con el corazón desbocado yo trataba de leer en los rostros de los jugadores lo que pensaban y sentían, porque mi muda tele no emitía ni un ruido, ni una ovación, ni siquiera un comentario de ánimo o de consuelo.
“¿Dónde andas?”
Me gritó Luci desde la sala. Estaba en el medio campo, la pelota la perdía un contrario, y vamos pasándola rápido, venciendo las marcas, entre toque y pelota, muy cerca ya, y entonces, parece que sí, que sí, ahora sí entra porque entra, no joda.
Pero nadie en el barrio contaba con que en ese momento se fuera a ir la puta luz, y se cortó la imagen y se cortó todo. Y yo no tengo ni un radio de pilas para seguir ese partido de mierda. Luciana entra en el cuarto.
Dormí tan rico, me dice y se tira en la cama sin preocuparse del tiempo ni de que no haya energía. No hay primer tiempo ni descanso ni segundo tiempo con ella. Ella y yo jugamos todos los tiempos. Sin árbitros. Sin espectadores. Sin televisión. Sin comentaristas. Con luz o sin luz. A veces, yo de local.
El artículo Cuando juega la Selección Colombia yo me convierto fue publicado originalmente en la Revista Diners N. 435, de junio de 2006.