Cuento mundialista: ¡Gracias al fútbol hoy creo en Dios!

Luego de la agónica clasificación de Colombia ante Senegal, Diners comparte con sus lectores esta historia de cómo recobrar la fe mediante una pasión.
 
Cuento mundialista: ¡Gracias al fútbol hoy creo en Dios!
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POR: 
Jaime Humberto Pérez Salazar

Publicado originalmente en la Revista Diners N. 435, de junio de 2006.

No me pidas que crea en Dios. ¿No ves mi situación? ¿No te percatas de mi sufrimiento? Soy inocente. ¡Te lo juro: soy inocente! Cómo puedo decir que Dios existe, si después de tanto pedirle y suplicarle ayuda, su silencio es tan notorio. ¡Me han condenado!, Dios no me escuchó o simplemente Él no es real. ¿Cómo creer? ¡Me han condenado!

Los ojos del hermano Jhimy (así lo llamaban) estaban fijos sobre aquel compañero de prisión que desahogaba dolorosamente sus penas. El tono de su voz permitía notar el grado de desesperación en que estaba su amigo. Hasta allí todo era normal. Muchas veces le había tocado vivir escenas parecidas, pero en este caso algo le preocupaba: la reacción rebelde contra el Creador. En el corazón del penado comenzaba a tejerse por causa de su amarga situación un profundo odio contra el Altísimo. Había que hacer algo. ¿Pero qué?

El “hermano Jhimy” era un interno modelo que se caracterizaba por su buena conducta y por ser una especie de líder espiritual que buscaba conducir a los demás a la fe en Dios; llevaba varios años de cárcel y se avergonzaba grandemente de los delitos que había cometido y por los cuales purgaba su pena, pero ahora era un hombre nuevo, se encontraba plenamente resocializado y muy cerca de su libertad. Tenía muy en claro lo que haría cuando saliera por el portón que lo separaba de la calle. ¡Se iba a dedicar a enseñar el mensaje de Dios!

Dios mío ayúdame –pensó el “hermano”–. ¿Cómo alentar la fe de aquel ex futbolista? Su experiencia en tratar con las diferentes personas que ingresaban a diario en el centro de reclusión lo hacían estar seguro de la inocencia de su compañero. Lo habían usado vilmente para llevar droga a otro país. Sin él darse cuenta aprovecharon su condición de deportista para intentar sacar lo ilícito al esconderlo en su equipaje, todo esto cuando se disponía a salir de viaje para enfrentar con su equipo un partido importante de campeonato. ¡Le destruyeron la vida!

La oración mental se hizo más intensa. ¿Cómo lo ayudo, Señor? Por favor muéstrame de qué manera le hago saber que Tú no lo has dejado. El recién condenado se encontraba sentado sobre la fría losa que servía de cama en su celda, y sus codos reposaban en las rodillas y las manos le cubrían el rostro, posición típica de los angustiados. Jhimy no dejaba de mirarlo con cariño y ternura.

Fue ahí cuando recordó. ¡Claro! ¡Eso es! Gracias, Señor. Su mente se sentía iluminada con el haz divino. Qué mejor que la historia de algo que él mismo vivió y que tenía que ver con lo cotidiano de su amigo, el fútbol. Esta anécdota seguramente brindaría ayuda y consuelo en aquel destrozado corazón.

Compa, mírame. No lo miró, siguió en su posición de angustia, pero el líder no calló. Yo también dudé de Dios, también me enojé contra Él, pero algo me hizo comprender que Él sí me escuchaba. ¿Quieres saber qué fue? Te vas a sorprender. Fue un partido de fútbol de la Selección Colombia.

El ex futbolista levantó el rostro. Con sólo oír partido, fútbol, Selección Colombia, su atención fue captada. Seguía triste pero quería escuchar.

Corría el año noventa. Sí, el del Mundial de Italia. Contaba 19 años de edad y era, como muchos jóvenes en esa etapa de la vida, loco y desorganizado. Para mi desgracia había caído en las garras del alcohol y la drogadicción. Mi vida se hallaba sumergida en grandes y desesperantes problemas; me encontraba ausente de mi familia, en Medellín, una ciudad que veía perder a cientos de sus jóvenes.

El final de los años ochenta y principios de los noventa fue una época de grotescos peligros para la juventud que habitaba en barrios populares de la metrópoli antioqueña. Allí estaba yo en medio de aquella guerra, perseguido por la justicia y acosado de muerte por mis enemigos.

Ese año era año de fútbol, todo era fútbol. El sentimiento nacionalista de cada colombiano se encontraba hinchado de orgullo porque regresábamos a un Mundial después de tantos años de ausencia. “Maturana, héroe de la patria”. Frente a un partido de la Selección, todo problema pasaba a un segundo plano y los noventa minutos del juego eran una paraíso utópico para cada uno de nosotros.

Ante mis graves problemas y porque desde niño había escuchado en mi católico hogar que podíamos elevar a Dios nuestras plegarias, en aquel mes de Mundial rogué al Altísimo que me ayudara. “Por favor, ayúdame, Señor”, era mi frase más repetida en aquellos días, pero mientras más clamaba, más problemas tenía, más se me cerraba el horizonte y no veía salida a mi angustiante situación.

Llegué entonces a una conclusión: “Dios no existe, y si existe no le intereso, no le importa mi vivir”. Mi pensamiento tomó tonos de rebeldía, de odio malsano contra el Omnipotente, estaba lleno de ira por su silencio frente a mis ruegos.

Dudaba de su existencia y si mi conciencia me reprendía declarándome la realidad de Dios, entonces asumía que a lo mejor Él sí existía pero le guardaba rencor. Se había envenenado mi corazón respecto de Dios.
Llegó el día glorioso, el del inolvidable partido contra Alemania. La expectativa nacional era intensa, toda Colombia estaba paralizada en torno de aquel histórico juego.

Yo estaba escondido en casa de un amigo porque por esos días no podía dar papaya, si la daba me moría. Hubiese querido poder ver el encuentro en algún parche con mis amigos tomándonos unas buenas frías, pero tenía que resignarme a presenciar el partido solitario y encuevado.

Todos los de la casa habían organizado plan en cuanto al juego y fueron a verlo en otra parte con la gallada, en pantalla gigante, en algún bar, en fin, en un mejor lugar, con más compañía y mejor receptor que aquel viejo televisor de blanco y negro de 14 pulgadas y mala imagen.

Comenzó el partido. Me sumergí en el mismo sofisma de distracción de miles de colombianos. Olvidé mis angustias. Esos noventa minutos eran otro mundo. ¡Jugaba la Selección! Nada más importaba, ni siquiera los peligros de la muerte.

Gol de Alemania. Un balde de agua fría. Un dolor. Una rabia. ¿Y quién pagó el pato? ¡Dios!

La pérdida parcial de la Selección sumó motivos a mi amargura contra el Señor. Qué suerte negra la mía. Escondido, perseguido, sin plata y ahora perdiendo Colombia. En verdad, Dios no sirve para nada. Me declaro ateo, ¡ateo! Para siempre ateo. Los minutos pasaron.

La agonía del partido llegó, estaba a punto de culminar. Me paré, salí al balcón. Mi estómago se revolvía de rabia y dolor. Algunas malas y blasfemas palabras salieron de mi boca. Luego guardé silencio por unos segundos, miré al cielo y quebré mi orgullo una vez más. No quería hablar con Dios, lo estaba odiando. Pero por la Selección valía la pena hacerlo.

¡Quién quita que haga el milagro! Así que de mala gana pronuncié mi oración: “Dios, si no me quieres ayudar no lo hagas, pero a la Selección por favor ayúdala, muéstrame que existes”. No habían pasado veinte segundos cuando escuché un grito que fue música para mis oídos. ¡Gol de Colombia, gol, gol, gol! El ambiente lúgubre se tornó en fiesta. Miré rápidamente hacia el televisor.

Rincón corría. El Pibe lo alcanzó. Se abrazaron, los otros jugadores llegaron, el cuerpo técnico… ¡Dios mío, qué alegría! Mi corazón rebosaba de felicidad, pero encontré algo en él.

No estaba tan feliz por el gol de Colombia sino porque Dios me había escuchado. ¡No puede ser, Dios me respondió! Desde ese momento, nunca he dudado de la ayuda divina, a veces tarda pero siempre llega.

El deportista se puso de pie. Sus ojos tenían otro brillo. Palmoteó al hermano y con voz calmada le dijo: Dios me va a ayudar, voy a apelar, probaré mi inocencia, Dios no me ha dejado.

El objetivo se logró. Era tiempo de partir. Avanzó algunos pasos pero algo lo detuvo. “Hermano Jhimy, ¿sabe qué creo? Ese empate se lo debemos a usted”. Jhimy sonrió y volvió a avanzar diciendo: No quiero desacreditar a Maturana, Rincón, El Pibe ni los demás muchachos, pero tienes razón, en ese día empatamos porque Dios me escuchó.

         

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abril
5 / 2018