Una carta a Jesús, por Antonio Skármeta

El escritor chileno, reconocido por sus novelas El entusiasmo, La insurrección y El cartero de Neruda, escribió para Diners una carta honesta, refrescante, y conmovedora para Jesús.
 
Una carta a Jesús, por Antonio Skármeta
Foto: Bartolomé Esteban Murillo, La Sagrada Familia del pajarito (1650), Museo del Prado Madrid
POR: 
Antonio Skármeta

Querido Jesús:

Antes que nada perdona que te tutee, pero resulta que todo el mundo te tutea, y creo que ya con esto te digo casi lo más importante de ti mismo. ¡Eres sumamente tuteable muchacho! Cuando niño aparecías en las figuras que me regalaba la catequista con cara de padre bueno, aunque sólo los mendigos y los delincuentes de mi barrio tenían ese tipo de barba. A veces traías el corazón en la mano y yo pensaba ¡qué bárbaro! puede sacarse y ponerse el corazón cuando quiera.

Ahora te veo como un joven simpático y buen compinche porque como decía Aznavour hoy yo tengo el doble de tu edad y no me importa sucumbir, pero de niño me llevaba mucho mejor con los ángeles que contigo. No tenían barba, sus ojos eran del color del cielo, andaban en túnicas o en cueros, y cada uno cuidaba a un chico. Yo tenía mi propio ángel de la guarda que no me desamparaba de noche ni de día, y aunque lo sigo administrando, el pobre se las ha jugado tantas veces por mí que casi no le queda aliento, así que la Nora y Fabián me prestan sus ángeles en caso de emergencia.

Pero lo primero de Jesús era que había nacido en la Navidad y antes de leer la Biblia me gustaba estudiar el cuento de Belén, los Reyes Magos, los animales en el pesebre, y era feriado y todo el mundo te hacía regalos. Desde el mismo momento que naciste fuiste muy especial, chico. Que yo recuerde sólo me hacían dos veces regalos en el año: cuando era tu Navidad y cuando era mi cumpleaños. Tremenda idea para que te quedaras metido en la cabeza toda la vida. Gracias a ti tuve un caballo de madera, una pelota de basquetbol, un par de patines, una radio de galena, un tocadisco rojo para discos de 45 revoluciones, los primeros pantalones de golf, y la bicicleta.

Años después un periodista álgido me preguntó: ¿Qué le diría usted a una persona de barba que se le cruza en la calle y le dijera soy el hijo de Dios? “Me alegro de conocerte, pues siempre quise tener un hermanito”, contesté.

Mi abuela era inmigrante dálmata en Chile y tú eras su hombre favorito. Iba a misa todos los días a las seis de la mañana, y la mayoría de los calendarios en casa tenían tu imagen. Mi nona los dejaba colgados de año en año y lo más fantástico era que Cristo nunca envejecía. Nosotros sí; mi abuela contraía asma, mi abuelo diabetes y yo malas notas en matemáticas, pero Cristo siempre impecable, pasara lo que pasara. Se arrugaba el empapelado de la pared, las polillas se comían la madera, mi equipo de basquetbol, el Sokol, perdía contra los rojos del Liceo el campeonato oficial, y tú, Jesús, no te inmutabas.

Claro que después vinieron las clases de religión y los curas sabían una barbaridad sobre ti aunque hablaban con zeta y tenían las túnicas cebosas y las manos largas. Yo en ese tiempo quería ser negro y cantar como Al Jolson pintado I’d walk a million miles for one of your smiles, my mami. Así que me interesé vivamente por tus milagros, a ver si me podías hacer el servicio de transformarme en negro y cantante y darme un auto descapotable norteamericano para llegar cantando a Antofagasta Trébol de cuatro hojas.

¡Qué milagros te echaste, muchacho! El favorito de mi nono era cuando se había acabado el vino en la fiesta y convertías seis tinajas de agua en mosto y la fiesta si­guió y los comensales se lo tomaron con muy contem­po­ráneo humor y le dijeron al dueño de casa: “¡Qué vino tan formidable! Eres diferente a todo el mundo. Por lo general los anfitriones usan el mejor vino prime­ro, y después cuando la gente está borracha y no les im­porta nada le sirven vino barato. Pero tú has guardado el mejor vino para el final”. Ese milagro tuvo la virtud de convertir al nono al cristianismo y al vino parejo: servía uno de calidad mediana de comienzo a fin de la fiesta.

Mi prodigio top ten era el del hijo único de madre viuda al que tú resucitabas del ataúd deteniendo el cortejo fúnebre. ¿Y la caminata sobre las aguas? Mien­tras nadaba hasta la balsa de los Baños Municipales me imaginaba ese paseo. Y todo lo hacías para que se contara, hombre, para nutrir la boca de los habladores e inspirar a tragaculebras y escupesapos como nosotros, los escritores.

Asi te admiré durante la infancia y la adolescencia y sa­qué de los evangelios mucha fuente para mi alegría y me puse a escribir agradecido de todo lo que veía y sentía y me fui a la aventura con la certeza de que tú y tus ángeles cubrirían mis espaldas. Años después los jó­venes del mundo inventaron una expresión para definir ese sentimiento: “Buena Onda”. Eras un buddy perfectamente buena onda. Acunado en nuestros corazones desde chico podías iluminar desde allí las tinieblas.

Pero después, chiquillo, la vida se nos enredó. El cuerpo se gastaba, la violencia y la brutalidad vino a gol­pear nuestras cabezas y nos sacó desnudos a la calle. Enterraron a los mejores amigos con cien balas férreas en sus nucas, y ninguno de ellos resultó resucitable.

El universo se pobló de viudas, de lutos, de peregrinajes detrás de los esposos desaparecidos sin que hubiera huellas de dónde hallarlos. Antes de eso el dolor era en otras lejanías, llegaba en noticiarios y filmes, el sufrimiento era mitigado tanto por la distancia como por la resistencia a imaginarlo. Mas de pronto el terror era una bestia concreta en la esquina, el auto sin patente en la noche, el aullido y la bala dispersa, la mazmorra, la parrilla, los silencios heroicos, las delaciones y los años de depresión. Desbande por todas partes, emigraciones, niños quebrándose los espinazos de hambre, inertes. ¿Cuántos de ellos clamaron por un milagro? ¿A cuántos acaso se lo concediste y hoy viven para contar la historia?

A partir de esos años, mi experiencia de ti fue otra. Tú no eras el utópico que mandaba y confundía a la gente con alboradas terrenales, con paraísos materiales, no veías en la gente masas a tu servicio. Fuiste más bien concreto, amaste y te compadeciste por la misteriosa y sagrada individualidad de cada uno de los que fuiste encontrando.

En eso pensaba cuando leí por primera vez el cuento de Truman Capote, Un recuerdo navideño. En este relato, dos primos, una mujer de sesenta años y un chico de muy corta edad, juntan dinero todos los meses para cocinar pasteles y regalarlos a extraños en la nochebuena. El ritual incluye internarse en el bosque y cortar un pino de Navidad que tenga el doble del tamaño de un niño.

En esta precisa tarde de diciembre entran con el triunfal arbolito al pueblo. Al ver su belleza, la ricachona del lugar se los quiere comprar por cincuenta centavos. Ambos se niegan y la mujer se escandaliza.

“¡Es lo que más les doy! Ustedes pueden ir y buscar otro”.

Y aquí la prima responde: “Lo dudo. Nunca hay dos de nada”.

Reconozco en esa frase, Jesús, toda la energía de la literatura y el cristianismo. Esta novedad la introdujiste tú con tu conducta: la dignidad que le da a cada persona su propio e individual ser, que lo ama en su apariencia y en su historia, en el orgullo de su simple sabiduría, en tu llamado a no despreciar al semejante, a no violentarlo, ni humillarlo, ni ignorarlo. No hay gran literatura que no sienta esta compasión por el hombre concreto, y la Iglesia se ha dado cuenta al fin de que no es buen cristiano quien justifique la brutalidad y la opresión.

Se me ocurre que por el cúmulo de belleza libertaria que nos diste en tus palabras se te podría postular al Premio Nobel de Literatura, iniciativa que sólo podrían tomar los colombianos que no satisfechos con elegir el personaje del milenio hicieron su encuesta para pronunciarse por otra gigantomaquia macondiana: quién era el más popular y significativo de los dos últimos milenios. Encuentro con todo que hay una delicadeza en el planteamiento: al extender el lapso a dos mil años pudieron incluirte y le ahorraron un rubor a Gabriel García Márquez.

Para concluír, y por paradojal que suene: si en mi infancia me inspiraste y entusiasmaste con tus milagritos, en esta segunda adolescencia que es la madurez me estremeciste con tu comprensión del dolor.

Sé que todo lo que se vincula a las religioness trae de suyo un final feliz. Y me alegro por ti, y me alegro por todos si nos pestañea el cielo. Pero en verdad, hermano, nos habría bastado con ese gesto estupendo, con esa abracadabrante vuelta de tortilla de poner tu divinidad a disposición de los hombres.

¡Cómo no va a causar alegría tu decisión llena de amor, previendo el sufrimiento del cuerpo, sus fatigas y frustraciones, de hacerte humano! ¡Aceptar la gloria de la imperfección! Y así la belleza de tu nacimiento y la Navidad es más amplia que el tema de la fe. Un humanismo ateo, por ejemplo, puede sentir simpatía apasionada por una deidad que nace en un establo y que al morir fraternalmente entre los hombres no hace una arenga retórica, sino una pregunta, “¿Por qué me has abandonado?”.

Un héroe caído, por auspiciosa que sea su resurrección, nos deja la herencia de su vulnerabilidad.

Y ahora fundamento mi voto para elegirte la figura de los dos milenios: porque en un mundo donde todos los hombres quieren ser dioses, tú eres un dios que se hizo hombre.

Rogándote que cuides de mi Cartero, y lo consueles donde quiera que se encuentre, me despido humildemente, Antonio Skármeta.

         

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diciembre
14 / 2017