“El Jesús de los desamparados”, por Ernesto Sábato

Ernesto Sábato
El Jesús de los desamparados es aquel humilde carpintero que, hace dos mil años, vivió rodeado de seres marginales, prostitutas y pescadores analfabetos de todos aquellos seres que los economistas no toman en cuenta en el cierre de sus balances…
Ernesto Sábato
Pocas veces se ha encontrado el hombre en un estado semejante de desamparo existencial y metafísico. Como señaló María Zambrano: “Una cultura depende de la calidad de sus dioses”, y desde que fue deificada la Ciencia y la Razón, con el Iluminismo, la historia de Occidente se convirtió en un proceso irrefrenable de desacralización (quitar el carácter sagrado a alguien o a algo) y depredación del misterio.
Ya en el siglo pasado, con supremo espanto, Nietzsche advirtió que las iglesias se habían convertido en sepulcros de Dios; el requiem aeternam deo entonado en boca del “loco” iba unido a un salto en el vacío, a un frío helado y al olor de una putrefacción; el que desprende aquel cadáver del Absoluto. También Dostoievski, espíritu religioso hasta la médula, sostuvo que la Iglesia había hecho ateo al mundo; palabras por las que en otro tiempo habría acabado en la hoguera, pero que están en la misma línea de pensamiento de intelectuales profundos como Berdiaev y Buber.
¿Dónde está el Jesús de los desamparados?
El propio Urs von Balthasar se refiere al problema de la fe reducida a una especialidad eclesiástica. Cuestión, esta, de la que responsabiliza a un cristianismo con pretensión de absoluto, que ha tomado a la persona de Cristo como su rehén, haciendo de él una figura retórica desprovista de humanidad, apenas un complejo corpus de exégesis y dogmatismo.
Desde el momento en que la Iglesia fue seducida por el poder terrenal, en tiempos de Constantino, se convirtió en una institución que fue creciendo y derivando cada vez más hacia algo tan opuesto a su propio credo como la Inquisición, paradigma de cómo la Iglesia puede degenerar hasta volverse enemiga del espíritu y el pensamiento religioso, en un “verdadero animal totalitario”, como advirtió con coraje Simone Weil.
Desde luego sería un disparate creer que el hecho de pertenecer a la Iglesia implique ser un enemigo de lo sacro, porque hubo y hay sacerdotes que encarnaron con absoluta fidelidad el Evangelio, como Juan XXIII y Pablo VI. Pero no me gusta la injusticia, no me gusta la desacralización de la persona y detesto que el nombre de Cristo se utilice para negar sus propias palabras, al punto que los pobres sean olvidados por un establishment eclesial que termina ocupándose más del poder que de los menesterosos.
¿Y dónde están los seguidores de Cristo?
En ocasiones, conocida mi tendencia a la exageración, aventuré que la Iglesia fue lo que tenía que ser mientras hubo cristianos devorados por fieras en el circo romano, muertos a flechazos o crucificados. Pero no es así, porque no cometieron atrocidades leones y tigres inocentes, sino hombres conscientes y perversos, muchos de los cuales se titulaban y se siguen titulando cristianos.
No tengo necesidad de recorrer el mundo para certificarlo, porque aquí mismo tuvimos conmovedores mártires, hasta adolescentes que iban a predicar su fe a las villa-miserias, durante la última dictadura, hasta que fueron secuestrados por “subversivos” o “zurdos” —como clasifica esa clase de gente a los que sufren por la injusticia social de los que nada tienen— para ser llevados luego a culatazos a esos ominosos camiones cerrados hasta las recónditas cámaras de tortura, donde la mayor parte murió, sin que siquiera la gente que pasaba por las calles pudiera oír sus desgarradores gritos.
Pero es un deber recordar también, ya que la memoria colectiva es tan frágil, que un destino similar corrieron sacerdotes y monjas en nuestro continente. Y recuerdo con emoción a monseñor Romero, en El Salvador, y al obispo de La Rioja, monseñor Angelelli, que marcharon hacia su muerte tantas veces predecida por el solo pecado de haber sido auténticos cristianos.
Encarnar la visión de Jesús
Ellos encarnaron el compromiso de aquel humilde carpintero que, hace dos mil años, vivió rodeado de seres marginales, prostitutas y pescadores analfabetos, de todos aquellos seres que los economistas no toman en cuenta en el cierre de sus balances.
La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias. Pero a pesar de eso, o por eso mismo, ha habido hombres valientes y generosos que han luchado y han muerto con dignidad y coraje defendiendo la sacralidad de la criatura humana, el compromiso con los desamparados; principios fundamentales del espíritu evangélico que suelen tomarse por delictivos y, en el mejor de los casos, como ridícula utopía. Sin embargo, hoy sabemos que son ellos los que van a salvar del horror a este mundo deshumanizado.
“A menudo me siento consternado ante la idea de un Dios omnipotente y bondadoso que permite que un chiquito muera de hambre.”
Porque a pesar de que me considero un espíritu religioso, con instantes en los que soy propenso a creer en actos demencialmente milagrosos, hay épocas en las que vuelvo a caer presa del pesimismo y la depresión.
Pero no sólo yo he tenido estas dudas, y Von Balthasar dice, a propósito de Teresa de Lisieux, que, mientras hubiese alguien que sufriera en la Tierra, la sola idea del bienestar celestial le producía una irritación semejante a la de Iván Karamazov.
Teólogos importantes han tratado de arrojar luz sobre estos problemas, pero cuando empiezan con sus razonamientos bizantinos y sus demostraciones de la existencia de Dios pierdo mi interés, entre otras cosas porque no soy suficientemente inteligente para izarme hasta las alturas del intelecto divino. Los razonamientos me confunden. Tengo la convicción de que no bastan todos los esfuerzos humanos para darle un sentido a la existencia.
Un Jesús crucificado
Entonces me reconforta la imagen de aquel Cristo que en el momento supremo sufrió también la ausencia del Padre. Y si en momentos de mayor abatimiento pude intuir el absoluto en un quinteto de Mozart, en el trágico rostro con que Donatello crea a su Magdalena, o en las pinturas de Rouault.
Con mayor emoción su presencia se me ha manifestado cuando vi la fotografía de una mujer que, tras el terremoto de Concepción, en Chile, en medio del caos, barría el patio delantero de su ranchito. Aquella humilde mujer, y todo el heroísmo con que los más desamparados resisten la soledad y el infortunio, han sido para mí la epifanía de ese Dios que tanto anhelamos.
Archivo Revista Diners Edición 357 de diciembre de 1999