El “traído” de navidad: un cuento de Jorge Franco

Jorge Franco
Revista Diners de diciembre de 2001. Edición 381
Es muy pronto dejar de ser niño a los siete años. Francisco estaba conmigo y también dejó de serlo quince segundos después. La fecha era aún más cruel para despojarse de la infancia: fue un 24 de diciembre y faltaban tres horas para la Nochebuena. Aunque la idea de escaparnos a buscar la estrella en la que llegaría el Niño Dios fue mía, no fue esa la única noche en que nos fugamos para ir al campo de lechugas intergalácticas, ya fuera para buscar fantasmas, a esperar extraterrestres, o para buscar miedo que era al fin de cuentas la razón que siempre nos llevaba. Lo llamábamos así porque cuando había luna llena las lechugas refulgían como si fueran una constelación.
El campo de lechugas quedaba muy cerca de casa, como a unos diez minutos caminando por lotes baldíos, aunque para llegar nos tocaba saltar un par de alambrados, pero a fuerza de ir tantas veces los franqueábamos con habilidad. La primera vez que fuimos regresamos con dos lechugas como trofeo de una aventura o como pruebas irrefutables de nuestro hallazgo, pero en lugar de reconocimiento nos castigaron por ladrones y por andar afuera cuando deberíamos estar dormidos. Nos obligaron a devolverlas a su dueño, a pesar de que alegamos: no tienen dueño, nadie vive por ahí.
-Esas lechugas no se cultivaron solas. Devuélvanlas inmediatamente.
Las plantamos de nuevo en los huecos de donde las habíamos arrancado y aprendimos la lección: no volveríamos a mencionar a nadie nuestras visitas al campo de lechugas intergalácticas. Fuimos muchas veces, hasta esa Nochebuena que fue la última, no solo porque ya no tenía sentido regresar si ya no éramos niños, sino porque finalmente encontramos lo que tanto fuimos a buscar: al miedo sangrando en una fosa.
Ya nos aburría un poco el asunto de la novena. Una semana repitiendo y cantando lo mismo, orquestando el dulce Jesús mío con tapas, cacerolas, con maracas y panderetas para los más grandes, cantando y mirando un pesebre inmóvil de muñecos inexpresivos al pie de una cuna vacía. Por eso le hice señas con los ojos a Francisco, que él ya sabía lo que significaban: vámonos para el campo de lechugas intergalácticas. Y mientras todos desentonaban ven a nuestras almas, ven no tardes tanto, menos tardamos Francisco y yo en cruzar los solares, agitados por mi propuesta: vamos a adelarnosle al Niño Dios, vamos a verlo llegar en su estrella.
-Pero todavía falta mucho para las doce -dijo Francisco.
-No importa-, le dije- ya se debe ver aunque sea de lejos.
Nos despistó una pólvora que explotó en el cielo; yo casi levanto el dedo para gritarle a Francisco que ahí estaba, cuando un segundo destello me hizo entender que no era lo que esperábamos. Entonces nos acostamos en la tierra a mirar el firmamento, Parecía un vestido negro con lentejuelas. Francisco se incorporó de pronto
-¡Ahí está! -exclamó.
-No creo -le dije- me parece que tiene motores.
Discutimos sobre la posibilidad de que las estrellas fueran motorizadas para poder moverse, como si fueran aviones, y luego concluimos que lo que Francisco había visto era eso: un avión. Después nos asustó una explosión sin luces, como si hubieran echado pólvora mojada o hubiera sido un volador que no alcanzó a levantar vuelo.
-Creo que debemos irnos -propuso Francisco. Le pregunté si tenía miedo y me respondió que no, pero que ya debería de haber terminado la novena y nos iban a extrañar, que era mejor acostarnos temprano para que nos llegaran los regalos.
-Esperemos más -le dije-. Ya debe de estar por pasar.
Hablábamos bajito, tendidos entre dos hileras de lechugas. Más alto hablaron unos hombres que caminaron cerca, creyendo que estaban solos, porque nunca miraron hacia donde nosotros. Parecían borrachos o así nos lo hizo creer el susto; y aunque estaba oscuro, alguna estrella brilló contra una botella de licor para enredarles los pies y las palabras.
Uno de ellos tropezó y el otro soltó una carcajada. Francisco y yo solo entendimos, por miedo, esta frase:
-Ahí les dejamos “el traído”.
Los escuchamos alejarse en medio de tumbos pala brotas. Nosotros nos quedamos quietos como si hubiéramos echado raíces al igual que las lechugas. A mí me salió la voz primero para preguntarle a Francisco: ¿Oíste?. Y a él le salió temblorosa para repetir: deberíamos irnos. Nos sentamos y miramos hacia adonde se habían ido los hombres. Ya no se veían ni se escuchaban. Yo le insistí a Francisco: ¿Sí oíste lo que dije ron? Me confirmó que habíamos entendido lo mismo entonces le propuse que fuéramos a buscarlo.
-¿A buscar qué?, me preguntó Francisco, petrificado.
– El traído -le dije-. Por ahí nos lo dejaron. Eso no es para nosotros -dijo Francisco, y agregó:- el Niño Dios no anda borracho. Miremos y después nos vamos.
Caminamos hacia donde creímos que ellos habían estado, caminamos en círculos pero no vimos nada, solo lechugas y más lechugas en hileras.
-Vámonos ya-, insistió Francisco, pero yo caminé hasta donde terminaba el cultivo, donde la tierra se convertía en maleza guiado por un resplandor blanco y por algo que se movió asustado.
-Allí está-, le dije a Francisco-, vení, vamos.
No sé si en ese momento cruzó la estrella que llevaba al Niño con los regalos. O fue otra vez la pólvora que encandeció al cielo y borró la noche, y alumbró como si fuera de día para que Francisco y yo viéramos a un hombre tendido con un balazo en la frente, con otro en el pecho que le manchó su ropa clara, con los ojos muy abiertos como si lo asombrara el espectáculo de luces, sin parpadear, como si no le importara la tronamenta.
Nunca la casa quedó tan lejos. Corrimos con lo que dieron las piernas y para complicarnos las cosas, la noche se cubrió repentinamente con una nube para no ver lo que nosotros vimos. Tampoco vimos el alambrado y Francisco dejó engarzados un pedazo de camisa y un poco de piel del brazo. Yo dejé algo de mi pantalón y tres rayas de mi pierna. Cuando vimos las luces de la casa le ordené a Francisco que se detuviera.
-No vamos a decir nada -le dije-. No vamos a contar.
Cosas que obliga el miedo. O también consecuencias de la culpa que nos meten al educarnos. El caso es que llegamos pálidos y heridos fingiendo que nos habíamos accidentado en un juego. No faltaron los regaños y los sermones para darnos lo merecido. Pero como era Navidad se habló de perdones y luego vinieron algunas caricias bruscas en el pelo y la curación de los rasguños. Nos mandaron a dormir, todos los niños a un mismo cuarto, mientras los grandes seguirían en la parranda.
Francisco y yo nos acostamos uno al lado del otro. Yo pedí que no apagaran la luz hasta que estuviéramos dormidos. Hay que apagarla, dijo mamá, para que Dios pueda dejarles los traídos. La apagaron y le susurré a Francisco mi miedo y él me susurró el suyo. Afuera todavía se escuchaban la pólvora y la música con la que se emborrachan los navideños.
Yo no cerré los ojos a pesar de la oscuridad, ni me dormí cuando se acabó la fiesta, ni me sobresalté cuando alguien abrió la puerta cargado de paquetes y los colocó a los pies de cada cama. Ni me decepcione ni me sentí engañado cuando descubrí que el Niño Dios eran mis padres. Esos eran secretos para niños y yo ya no lo era. Es imposible serlo en una tierra donde el Niño Dios les regala muertos a los niños.