La forma más efectiva de defenderse contra Drácula, según Alfredo Iriarte

Alfredo Iriarte
Publicado originalmente en Revista diners No. 252, de abril de 1991
El ajo es el mejor amigo de las víctimas de Drácula… ¡y de los gallinazos! Un descubrimiento revelador para aquellas que se resiten a donarle gratis sangre de todos los tipos al malsano conde.
Fue el novelista Bram Stoker (no muy bueno, por cierto), quien conquistó el mérito de haber divulgado por el mundo entero las tétricas andanzas nocturnas y las morbosas aberraciones del conde Drácula. No es el objetivo de esta nota restar mérito alguno al señor Stoker. Simplemente mi propósito es agregar a la copiosa información que trae el célebre conocimiento del temible noctámbulo de los colmillos de quiróptero y la insaciable sed de sangre tibia, que yo respeto pero no comparto, puesto que en casos similares me cae mucho mejor una rica cerveza helada.
Digo, pues, que mi modesto objetivo es sólo el de complementar la extensa narración de Bram Stoker con un aspecto de la mayor importancia que él omitió u olvidó y que yo he conocido por los informes que me han llegado de unos historiadores transilvánicos, muy amigos míos, pero cuyos nombres estoy obligado a ocultar. Conocida es la malsana avidez con que el conde Drácula succionaba la sangre que fluía generosamente por los orificios que el amante-vampiro les abría a las bellas durmientes en las yugulares. Parece ya comprobado que con su insólita bebida el conde cumplía tres funciones esenciales: se excitaba hasta extremos demenciales, se amarraba unas perras deliciosas, y a la vez se nutría con todas las proteínas y carbohidratos propios de una dieta equilibrada. Y sigue adelante la bis-ira de los cronistas heterodoxos.
Llegó un momento en que las hermosas transilvánicas se cansaron de donarle sangre de todos los grupos a Drácula en forma absolutamente gratuita y comenzaron a deliberar sobre las posibles de ahuyentarlo para siempre. Ninguna resultó de veras eficaz, hasta que por fin una de las bellas apareció con la solución definitiva.
Había consultado al pientísimo ermitaño Prokílides en su remota caverna de la Valaquia meridional, y el anciano infalible había pronunciado su veredicto: bastaría que las doncellas se ataran ristras de ajos a sus cuellos éburneos, para que Drácula huyera lanzara denuestos y blasfemias ante los primeros efluvios pestilentes de los inusitados collares. A ninguna de las beldades pareció agradable el inesperado sistema de protección antivampiresca que les trajo su amiga. Pero resultaba evidente que entre martirizar sus narices con la fetidez de los ajos en las noches y seguir sirviendo de bar-restaurante al conde advenedizo, había que optar por el crudelísimo calvario del buen Drácula.
La noche en que se puso en marcha la hedionda ofensiva con la más perfecta sincronía, Drácula llegó a la mansión de una de las bellas. Tenía buen apetito y aspiraba a sacar como mínimo un litro para el festín de la noche. Pero no bien hubo traspuesto la ventana cuando una apestosa vaharada de ajo lo lanzó de espaldas al jardín con la fuerza de un ariete. El conde llenó los ámbitos con las más atroces palabrotas y se marchó en pos de otro surtidor. Apenas alcanzó a descorrer las cortinas. Su presunta víctima dormía en paz luciendo una gruesa gargantilla compuesta por soberbios ejemplares de mefítica liliácea. El hedor lo arrojó de nuevo, esta vez sobre un rosal frondoso cuyas espinas le rasgaron las carnes sin piedad.
Practicó cuatro visitas con idéntico resultado hasta que, próxima ya la aborrecida luz del sol, se acostó a dormir en su ataúd sin cenar. A la noche siguiente el recorrido fue igualmente penoso. Poco después empeoró, pues las bellas, envalentonadas por el éxito de la operación, además de las ristras de ajos en el cuello decidieron ceñir coronas que las hacían aún peor olientes que antes y aumentaban los padecimientos del pobre Drácula, quien empezó a languidecer hasta el punto de que ya casi no tenía fuerzas para escalar los muros de las desalmadas doncellas. Crecía la hemodipsia; Drácula iba muriendo de hambre y sed, y los transeúntes nocturnos, que ya no lo reconocían, le tiraban limosnas hondamente conmovidos. Una mañana lo encontraron muerto en un andén, pues no había tenido tiempo ni fuerzas para llegar a su ataúd. Tenla los colmillos cariados por la prolongada falta del líquido benefactor.
Bellas mujeres de todo el universo: huyan de los ajos como del Diablo. Hagan caso omiso de sus propiedades medicinales y piensen más bien en su formidable poder antierótico. Recuerden que somos miles y millones los hombres que sólo tenemos en común con el conde Drácula la fobia contra los ajos. Somos normalitos y buenos, y sólo probamos de vez en cuando la sangre en alguna sabrosa morcilla. Para que salgamos huyendo en estampida no es preciso que lleguen ustedes al extremo nauseabundo de masticar los ajos crudos. Basta consumir cualquier vianda sazonada con ajo y rematada con un par de cigarrillos, para que el más desaforado de todos los sátiros imaginables sosiegue en el acto sus apetitos y se escape a toda prisa en busca de aire puro. En eso —y sólo en eso, valga la verdad—, la inmensa mayoría de los hombres parecemos hijos del conde Drácula.
Posdata.
Las más recientes investigaciones han revelado que algunas beldades de Transilvania, incapaces de habituarse a la hediondez de los ajos, prescindieron de ellos y en su lugar optaron por dormir con abundantes marrones en sus lindas cabecitas. Este expediente resultó tan eficaz como el de los ajos, pues Drácula, al ver a sus amadas convertidas en horrendos espantajos, huyó de ellas con idéntico pavor.