Álvaro Cepeda Samudio por Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano
Publicado originalmente en Revista Diners No. 151 de octubre de 1982, con motivo del décimo aniversario de la muerte del escritor.
A Alejandro Obregón
En la casa grande no se sentía esa noche caliente el bullicio de Gina Isadora y Petunia Inés, las dos perras domésticas, ni Patricia ensayaba discos de rock en el equipo de sonido ni se escuchaban las risotadas del maestro. Sólo un silencio mortal. Las personas hablaban en voz baja y caminaban pasito, como si se fuera a despertar el maestro. Habían abierto la puerta de enfrente, la puerta grande, y a diferencia de las otras reuniones, que tenían lugar en el escritorio recogido, ésta copaba la sala y llenaba el patio y se extendía a los pasillos y salía al umbral de la puerta grande y luego se volcaba hacia la acera. Eran decenas de personas, pero todas en silencio.
Algunas habían salido de Bogotá, otras hicieron el viaje desde Nueva York acompañando al maestro, que de allí venía. El único movimiento perceptible en la sala era el de los concurrentes acalorados que se abanicaban lentamente con revistas pescadas al azar de alguna mesa. Las ventanas estaban de par en par y había muchas coronas de flores. Pero el ambiente no era fresco. Sino pesado. Todos sudábamos. Tal vez era el silencio el que hacía que las cosas hirvieran. Sólo el maestro debía permanecer impasible, quizás divertido, allá inmóvil, en el centro de la sala.
Recordé el día en que había conocido al maestro, años atrás, en la ocasión menos probable: una becerrada que ofrecía alguien en una hacienda de la Sabana con motivo de alguna cosa. Allí nos presentó Enrique Santos Calderón, taurófilo de terneras. Era la primera vez que el maestro y yo estábamos presentes en una de esas reuniones de manoletes de oficina y nos aburríamos como monjas. De repente, cuatro whiskies después de la primera becerra, el maestro gritó algunas atrocidades contra los señorones bogotanos que les hacían a las vacas lo que no podían hacerles a sus mujeres y soltó la risotada que luego le escucharía muchas veces.
Un circunspecto número de cejas fruncidas se volvieron hacia el maestro, pero sus vecinos reímos de corazón. Sin embargo, no bastaron las escandalosas protestas del maestro para aliviar la pereza de esa tarde llena de chaquetas de gamuza y foulards de seda. Si no hubiera sido porque el maestro, ya desesperado, se encaramó en la pared de los toriles y desde allí orinó copiosamente sobre las vacas en medio de nuestros gritos de olé y nuestros aplausos y del escándalo de las vacas y del desmayo de las señoras la tarde habría sido un ejemplo perfecto de discreta elegancia sabanera.
Era impredecible, el maestro. Vivía la mitad de su existencia trepado en aviones que volaban a Europa o Nueva York, pero se resistía tercamente a subir a un DC-3 cuando era preciso viajar a Valledupar. Hice varias veces el trayecto entre Barranquilla y el Valle, por tierra, al lado suyo, para mostrarle que los amigos son amigos incluso, cuando toca tragar polvo. La última vez acopiamos con él y con su hijo Pablo y con su tocayo Alvaro Sánchez un cargamento de gaseosas multicolores y cerveza Águila que nos iba a servir para atravesar el desierto. En un taxi alquilado hicimos las ocho horas de viaje a través de carreteables sin fin, colinas de piedra, lechos secos de antiguos ríos, dunas y peladeros. Una vez tropezamos con un breve tramo de ferrocarril, menos de dos cuadras, interrumpido en los dos extremos, pero que aún olía a locomotora reciente.
Otra vez nos detuvimos a comer huevos de iguana con gaseosa amarilla. Finalmente, arribamos a Valledupar y nos alojamos donde la comadre Consuelo. Esa noche fuimos al único cine del lugar, un patio descubierto que sufría permanentes incursiones de zancudos monstruosos. Nadie, ni el maquinista, sabía qué película contenían las latas que circulaban de pueblo en pueblo, merced a la persistencia de los buses.
El maestro esperaba con deleite a alguna película vieja de Pedro Infante o una escena nudista tipo tropical a cargo de Libertad Leblanc. Resultó ser “Blow up”, de Antonioni, que el maestro había visto trece veces en cuatro ciudades distintas. Se paró furioso, gritó que él no se metía ocho horas de camino para que le mostraran películas de Antonioni y a las seis de la mañana emprendimos el viaje de regreso a Barranquilla. Debajo de la silla del conductor todavía hervían dos gaseosas verdes que no alcanzaron a enfriarse.
En otra ocasión, estuvimos juntos en Miami, un viaje de periodistas o cosa por el estilo. Cierta mañana en que salíamos todos del hotel encontramos una algarabía callejera: un grupo ruidoso de niños rodeaba a unos tipos vestidos con trajes a rayas y cachucha. Eran beisbolistas. Beisbolistas famosos. Idolos que huían del frío del norte a jugar pretemporada en la Florida. Fue absurdo escuchar que uno de los beisbolistas gritaba de repente Alvaro y salía corriendo hacia donde estábamos nosotros. El maestro también lo vio y soltó un no-joda que alcanzó a oírse en las Bahamas.
Luego se abrazaron y conversaron en inglés muertos de la risa mientras nosotros y los chicos y los transeúntes nos rascábamos la cabeza porque nadie sabía qué estaba pasando, por qué ese beisbolista famoso había corrido a abrazar al despelucado maestro. Después me explicó que el hombre había visitado alguna vez a Barranquilla y allí se habían hecho amigos. Brooks Robinson, algo así me dijo.
Nos dejó boletas en la taquilla del estadio para esa noche y fuimos a ver un juego que el maestro gozó hasta el delirio gritando procacidades en inglés, pero que a mí me pareció apenas levemente menos aburridor que la becerrada de gamuzas en la Sabana de Bogotá. Al final pasamos al camerino. El beisbolista le extendió unas medias rojas al maestro. Todavía sudorosas y embarradas. Para Pablo, dijo. El maestro las recibió emocionado. Se despidieron con otro abrazo. Habíamos reservado mesa en un restaurante muy bueno que el maestro conocía. Las medias rojas sudadas sobre el mantel impoluto motivaron repetidas miradas de fastidio de los demás parroquianos, pero el maestro comió dichoso. Es una tradición entre beisbolistas, me comentó con la boca llena señalando las medias puercas. Algo así como brindar el toro en fútbol, acabó, y otra vez la risotada.
El maestro estaba lleno de esas cosas insólitas. Una tarde en Valledupar, se le ocurrió a alguno de los veinte amigos reunidos comprar un caramelo al niño que pasaba con una caja de dulces por la acera de enfrente. El maestro lo llamó con un chiflido, le pidió un avalúo del contenido de la caja y le pagó el doble y comimos dulce toda la tarde hasta el dolor de muela, hasta la diabetes crónica, y el niño se fue dichoso contando los billetes. Otra vez, por alguna razón de faldas, bajó a patadas a un gringo, de la carrera tercera a la décima y le dijo antes de ajustarle la última vuélvele a hablar a ella para que veas no te olvides que el camino de regreso es en subida. El gringo no le volvió hablar a ella. Regresó en bus. Dejó de joder.
Tipo curioso, el maestro, sin términos medios ni mesuras. Tres continentes y las autoridades sanitarias de doce países tuvieron que ver con una piel de tigre que envió por encomienda aérea de Barranquilla a Beirut. Con lo que gastó en télex a aduanas internacionales, inspectores europeos de salubridad pública, ministerios de comercio exterior y gerencias de aerolíneas hubiera podido llevar el tigre vivo a Beirut en vuelo expreso y contratar un carnicero valiente. Cuando la amiga abrió el paquete y saltó una zarpa artera, se desmadejó sobre la alfombra persa. La policía estuvo presente durante la temeraria operación de desempaque de la enorme piel. Acobardado, el cuero negóse a atacar.
Un día de julio se fue con su tripulación de camarógrafos, luminotécnicos, ingenieros de sonido y el chino Pablo a buscar los hontanares del río Magdalena. Treparon páramos y atravesaron altiplanos volcánicos con aspecto de paisaje lunar antes de encontrarlos. Después fueron bajando con las aguas. Se trataba de construir la biografía del río madre. Me parece recordar, que fue en Neiva donde se sintió enfermo. De lo que sí estoy seguro es de que era un veinte de julio, fecha patria. Lo llevaron a Barranquilla.
Al cabo de pocos días, los médicos le aconsejaron marcharse a Nueva York. Estos carajos médicos, me dijo la última vez que hablamos por teléfono, se joden cuando uno tiene una enfermedad de las que no aparecen en el almanaque Bristol y resuelven arreglar la vaina mandándolo a uno al exterior. Estuvo unas semanas en el hospital con la Tita al lado. Escribió con su propia mano las cartas que pudo. Después las dictaba a la Tita. Quienes fueron a verlo no quieren recordarlo así, vencido, apaleado por la enfermedad, demacrado y flaco. Sino bebiendo, riéndose, gritando. El maestro murió otro día festivo. El chino Pablo estaba patinando en el hielo del centro Rockefeller. Un doce de octubre, no joda, día de la raza, qué mamadera de gallo, no respetan ni la muerte, carajo, qué dirán los próceres.
El catorce llegó a Barranquilla entre una colección de ataúdes que él mismo habría comparado con esas muñequitas rusas que uno abre para encontrar adentro otra muñequita más pequeña, que uno abre para encontrar adentro otra muñequita aún más pequeña que uno abre, casi la historia de nunca acabar del hombrecito de la avena Quáker que Juana contaba con dibujos de Alejandro.
Después de muchos trabajos, porque las carrozas fúnebres de Barranquilla no estaban programadas para hombres como el maestro, lo instalaron en la casa grande. Abrieron la puerta de enfrente y lo instalaron en la sala de la casa grande, entre flores y gente silenciosa que trataba de ahuyentar el calor con ejemplares de Time y Newsweek. Así estaba cuando entré por última vez a la casa. Todo era tan absurdo que parecía flotar en un mundo raro.
Todos nos sentíamos flotar en un mundo raro. Y el maestro impasible, quizás divertido, allá inmóvil, en el centro de la sala. Al otro día le dimos tierra y flores en un mediodía de cuarenta grados. Un espontáneo pronunció tristes palabras no programadas. Recuerdo los vestidos blancos, los sollozos ahogados. Teníamos la esperanza de escuchar de un momento a otro una risotada y que apareciera en su jeep el maestro con un vaso de whisky en la mano gritando parranda de maricones, les mamé gallo, era mentira, todos a la tiendecita, al sancocho, carajo, qué corronchos son por Dios. Pero no pasó nada de ésto. El maestro quedó allí en el prado, cubierto por un monte de coronas de flores y yo todavía me pregunto, cómo hemos podido vivir diez años sin Cepeda.